Maria Rojlina, de 89 años, fue enfermera del Ejército Rojo durante la batalla de Stalingrado y 70 años después todavía se ve frente a los cuerpos destripados, cortando tendones con tijeras de podar y sobreviviendo acurrucada contra los cadáveres aún tibios.
"Los horrores que vi no se los perdonaré jamás a los alemanes", dice la anciana, que recibió a la AFP en el local de un comité de veteranos en el centro de Moscú.
70 años después, Maria todavía se ve "sosteniendo en las manos las entrañas palpitantes de un soldado que no comprendía qué era lo que le había ocurrido".
"Y también los niños aplastados por los tanques... No, no puedo perdonar eso", dice, cuando Rusia se prepara para celebrar, el sábado, la victoria, en 1943, en esta batalla decisiva contra la Alemania nazi.
Maria, que nació en una familia de militares en Ucrania, quiso ir a la guerra, al igual que sus compañeros de clase, desde el mismo 22 de junio de 1941, el día de la invasión alemana de la Unión Soviética. A los 17 años, todos ellos sabían disparar y dar primeros auxilios.
"Nos dijeron que nuestro turno vendría después", recuerda.
Su turno llegó unos meses más tarde, cuando una unidad de blindados la enroló como enfermera.
En julio de 1942, herida en el rostro por una fragmento de obús, Maria fue enviada a un hospital cerca de Stalingrado, una ciudad a orillas del Volga, contra la cual el ejército alemán lanzó una ofensiva.
La mañana del 23 de agosto, pocas horas antes del inicio de los masivos bombardeos con que los alemanes iban a preparar su entrada en Stalingrado, Maria, y otras dos enfermeras, visitaban por primera vez la ciudad.
"Encontré Stalingrado bastante feo", recuerda.
La muchachas fueron al cine para ver 'El gran vals' y luego comieron un bocadillo en un parque.
"De pronto la tierra tembló. Saltamos al hueco más cercano, otras cinco personas también saltaron... Sus cuerpos nos salvaron la vida", dice.
Ese día, la aviación nazi dejó caer sobre Stalingrado 1.000 toneladas de bombas.
A partir de septiembre, los combates se dieron en las calles, en los edificios.
"Los alemanes estaban muy cerca, a veces luchábamos en el mismo edificio", recuerda Maria.
"En los momentos de tregua, los escuchábamos reír. Nos gritaban: 'Russisch, ven a comer con nosotros' ". Unos minutos después, el combate recomenzaba.
"Teníamos a Stalin en la cabeza, siempre", señala.
En particular su famoso lema: "¡Ni un paso atrás!", cuya aplicación estuvo a cargo de fuerzas especiales que disparaban contra los que querían retroceder.
"¿Qué fuerzas especiales?", se indigna la anciana. "Una de nuestras unidades de 1.500 hombres intentó retroceder, pero nos dijeron que los alemanes los habían matado a todos", indica.
A los soldados del Ejército Rojo les decían que estaban mejor equipados y alimentados que los nazis. "Esto nos ayudó, pese a que, a menudo, compartíamos el mismo tazón y la misma cuchara", precisa.
En su botiquín de primeros auxilios, Maria contaba básicamente con "vendas, yodo y tijeras de podar". "Lo que permitía cortar tendones", dice.
Esta mujer pequeña y con pecas, que por entonces sólo pesaba 40 kilos y tenía apenas 18 años, según cuenta, tuvo que cumplir con muchas otras misiones.
Un día, junto a otra enfermera, tuvo que arrastrar de una orilla a otro del Volga congelado un oficial herido de gravedad que habían puesto sobre unos esquíes.
El hielo era inestable, nevaba, las balas silbaban en torno a ellos. Los tres, las jóvenes y el militar, lloraban.
"Era muy pesado, lloraba de impotencia y miedo de fracasar en mi misión", recuerda.
Aquel invierno, en Stalingrado, la temperatura era de 30 grados bajo cero.
A finales de enero de 1943, en las ruinas de una fábrica, el frio era tal que, para sobrevivir, Maria se acurrucó contra los cadáveres de los alemanes aún calientes.
"Había cuatro cuerpos, me acosté sobre ellos y me quedé dormida, sentía que me iba", dice.
Dada por muerta, fue recogida junto con los otros cuerpos y se salvó porque un camillero se dio cuenta que tenía una leve convulsión.
El 2 de febrero de 1943, el ejército alemán del general Paulus, cercado por los soviéticos, se rindió.
"Sobreviví", dice con calma la anciana casi nonagenaria. Y agrega: "No maté a ningún alemán, pero tampoco curé a ninguno".