La muerte de Julián Grimau: crimen legal e impunidad política Imprimir
Nuestra Memoria - franquismo y represión
Escrito por Francisco Erice   
Miércoles, 17 de Abril de 2013 00:00

manijuliangrimauEl de 1962 no fue, sin duda, un buen año para el franquismo. Por primera vez, una huelga, la iniciada por los mineros asturianos, ponía contra las cuerdas al gobierno, mientras la oposición no comunista se reunía en Alemania a invitación del Movimiento Europeo, encuentro éste que la dictadura, con su florida retórica, calificaría de “contubernio de Munich”.

 

Las acciones protagonizadas por las fuerzas antifranquistas dejaban, una vez más, al denudo, la verdadera faz del régimen, su carácter antidemocrático y represivo, precisamente cuando éste se empeñaba en blanquear su imagen para hacer más llevadera a sus aliados occidentales la admisión en el selecto club de la Comunidad europea en construcción. En este contexto, el detallado informe de la Comisión Internacional de Juristas de Ginebra “El imperio de la ley en España” (diciembre de 1962) representaba, poco después, un nuevo y duro varapalo para la política exterior del Caudillo.

La detención en Madrid de Julián Grimau, el 7 u 8 de noviembre (hay dudas en la fecha exacta), era, en cambio, una excelente noticia para un régimen que había tenido pocas alegrías en ese año. Y sobre todo para quienes, fieles al “espíritu del 18 de Julio”, pensaban que se estaban dando demasiadas muestras de debilidad, pese a la dureza con que fue reprimido el rebrote huelguístico del verano o las medidas puestas en práctica contra los asistentes a Munich.

Grimau (Madrid, 1911) había militado en el Partido Republicano Federal y, desde octubre de 1936, era miembro del PCE. Visitaba España clandestinamente desde 1957, centrando sobre todo su actividad en Madrid. Antes, había pasado por el exilio latinoamericano y, desde 1947, fue recuperado por Santiago Carrillo para el trabajo en Francia, encargándose de dirigir el Equipo de pasos al interior. Domingo Malagón, el genial falsificador de documentos de identidad, que trabajo a sus órdenes, recuerda su petición de ser enviado a España para no actuar –decía Grimau- “como el capitán Araña”, embarcando a otros en riesgos que él no asumiera. En noviembre de 1963, tras varios años de tan peligrosa tarea, fue delatado por un camarada que se desfondó ante la Policía y que ni siquiera conocía su verdadero nombre.

Sentido de la dignidad frente a torturas feroces

Desde el principio, la actitud de Grimau ante policías y jueces se caracterizó –y así lo subrayan todos los testimonios- por una notable serenidad y un sentido de la dignidad, alejado de cualquier desliz utilizable contra su partido, pero también de todo alarde enfático de autoafirmación ideológica, lo que sin duda hubiera sido explicable, pero que no parecía encajar mucho con su carácter. El reconocimiento inmediato de su condición de dirigente comunista no le libró, obviamente, de ser sometido a una de esas sesiones de feroz tortura que la Brigada Política Social (BPS) solía propinar a los opositores, especialmente si se trataba de miembros del PCE. En este caso, el colofón de tan brutales métodos fue su caída por una de las ventanas de la Dirección General de Seguridad al callejón de San Ricardo, desde una altura de seis metros, que las autoridades se apresuraron a atribuir al intento de suicidio del detenido y que éste, honestamente, declaró no recordar, ya que en un momento de los crueles interrogatorios había perdido el conocimiento. Desde entonces, Grimau exhibió una aparatosa oquedad en el lado frontal izquierdo de su cara que supuraba de forma constante, tal como recuerdan los que pudieran tratarle durante esos meses.

La detención de Grimau dio pie a las primeras campañas de denuncia y solidaridad en el exterior. A las consabidas negaciones policiales de las torturas y la inverosímil versión del intento de suicidio o de huida por la ventana –que ocultaba, a todas luces, una criminal y vesánica defenestración-, comenzó a sumarse la engrasada maquinaria de propaganda del Ministerio de Información y Turismo, encabezada por Manuel Fraga Iribarne. Se inició entonces la construcción de la imagen de un “Julián Grimau, especialista en checas”, aludiendo a su carácter de miembro de los servicios republicanos policiales durante la guerra; condición que Grimau reconoció como servicio a un gobierno legítimo, negando a la vez firmemente las acusaciones de tortura y asesinato que se le adjudicaron.

La campaña de de difamación dirigida por Fraga Iribarne, ministro de Franco

Para conseguir perfilar esta imagen negativa, había que superar un escollo práctico que no desalentó a los inquisidores: la Causa General, esa especie de registro franquista que sirvió de base incriminatoria en tantos procesos, no mencionaba el nombre de Grimau. El montaje hubo de articularse, por tanto, con nuevas declaraciones, plagadas de contradicciones e irregularidades legales en su recogida por parte de la siniestra BPS de Barcelona y emitidas por algo más de una docena de “testigos indirectos”, sobre las supuestas atrocidades cometidas por Grimau contra quintacolumnistas detenidos. El Ministerio de Fraga publicaría poco después, sin firma de autoría pero con depósito legal, un confuso dossier con estos documentos “inculpatorios”.

Cincuenta años después, el crimen contra Julián Grimau sigue política y moralmente impune

Las campañas de prensa, declaraciones ministeriales y panfletos denigratorios no impidieron, desde luego, la continuación de las muestras de solidaridad desde el exterior, sobre todo a medida que la proximidad del juicio acumulaba signos crecientes de preocupación. La defensa civil la asumiría el abogado comunista Amandino Rodríguez Armada; pero, al tratarse de un consejo de guerra, por tanto bajo la jurisdicción castrense, la defensa pública y efectiva hubo de ejercerla un militar, concretamente Alejandro Rebollo, el cual desempeñaría la tarea con una honestidad y brillantez que, junto a la amistad que contrajo con Grimau, terminaron por arruinar su carrera profesional.

Desde el principio, el régimen manifestó su clara voluntad punitiva y ejemplarizante, eligiendo para ello las vías que, dentro de la panoplia jurídico-represiva del régimen, resultaran más eficaces. Juan José del Águila ha reconstruido minuciosamente la sucesión de irregularidades que jalonaron el procesamiento y el juicio, planteado por el procedimiento “sumarísimo”, que no permitía apelaciones, pese a que entre la “caída” y el consejo mediaron cinco meses. Para evitar que responsabilidades de la época de la guerra pudieran considerarse prescritas, se recurrió a la acusación de “rebelión militar prolongada”, obviando además que Grimau había estado ausente de nuestro país desde 1939 hasta 1957. Se admitieron como “testificales” las declaraciones obtenidas por la BPS barcelonesa sin la obligada confirmación de los testigos en el juicio ni opciones al careo o la negación del propio acusado, asumiendo, sin posibilidad práctica de réplica, que Grimau había dirigido actividades criminales desde la “checa” de la Plaza Berenguer el Grande de Barcelona.

Para colmo de irregularidades, más tarde se supo que el ponente militar o comandante auditor era un truhán que había falsificado sus credenciales de abogado rentabilizando méritos patrióticos en la Cruzada. De poco sirvieron el vibrante alegato de Rebollo y la actitud digna y serena de un Grimau que, negando todos los crímenes que le atribuían, admitió y defendió su condición de comunista e intentó explicar –hasta ser interrumpido- la política de Reconciliación Nacional defendida por el PCE.

Finalmente, la condena a muerte, no por esperable resultó menos impactante. Al fin y al cabo, los enjuiciamientos de militantes de oposición en consejos de guerra no eran precisamente infrecuentes; entre 1958 y 1963 más de 4.200 españoles fueron juzgados de ese modo por actividades antifranquistas. Pero la pena de muerte, y más por lo sucedido durante la guerra, resultaba algo inusual. Tal vez por eso Franco quiso, en esta ocasión, que su decisión fuera refrendada por todos los ministros, renovando una vez más el pacto de sangre que unió a los vencedores de la contienda. Tan sólo Castiella, el responsable de Asuntos Exteriores, puso reparos por razones prácticas: la certeza de que la ejecución provocaría un serio deterioro de la imagen del régimen en el exterior.

Peticiones de clemencia de Juan XXIII y Kruschev

Las tensas horas previas a la ejecución registraron la actividad febril de abogados, correligionarios o simples demócratas buscando a quienes avalaran ante Franco, que tenía aún la última palabra, el reclamo de un indulto. Se sondeó y obtuvo el apoyo de personalidades españolas como el nonagenario Menéndez Pidal, que se ofreció incluso a visitar a Franco, o incluso afines al Régimen (como Pilar Primo de Rivera o dignatarios eclesiásticos); llegaron mensajes y hubo peticiones de clemencia por parte del papa Juan XXIII, Nikita Kruschev, la Reina Elisabeth de Bélgica y otros muchos. Todo ello resultó inútil.

Cuando se supo que, en la madrugada del día 20 de abril, Grimau había sido fusilado y rematado con el correspondiente tiro de gracia, la indignación se extendió en diversos países del mundo, con manifestaciones y múltiples actos de protesta. En el interior, en cambio, el impacto psicológico fue enorme entre los militantes antifranquistas, pero el régimen seguía siendo fuerte, y más aún su aparato represivo. Algunos presos no comunistas hasta entonces (como Eliseo Bayo o Fernando Sagaseta) dieron el paso de solicitar su ingreso en el PCE. Los correos de la Pirenaica se llenaron de miles de mensajes, condolencias y hasta improvisadas poesías en el clásico estilo romanceado popular, en homenaje de quien empezaba convertirse en un mito.

Dado que la Ley de Memoria Histórica no ha permitido la anulación de los procesos del franquismo, la nueva propuesta reciente de Izquierda Unida al Congreso en ese sentido se plantea en términos más políticos que jurídicos

Sin embargo la consigna en España era la contención. Sólo un conmocionado Manuel Sacristán, contra el parecer de la dirección, sacó a la calle a decena y media de militantes, inmediatamente detenidos, en un gesto tan emocionante como políticamente inocuo. Otro intelectual, el poeta Carlos Álvarez, escribió un valiente alegato que le valió la detención. Pero el PCE no quiso sacrificar, con una huelga de hambre testimonial de sus presos, a una generación de luchadores gastados en las cárceles y a los que la medida hubiera supuesto prolongar meses e incluso años sus condenas. Otro veterano clandestino, José Sandoval, recuerda su incapacidad para movilizar a estudiantes en señal de protesta y, sobre todo, su “vergüenza ajena” y su tristeza ante el vocerío de los asistentes a los toros el domingo siguiente en la plaza de Carabanchel, cerca de donde había sido fusilado Julián Grimau. Veinticuatro años de dictadura sangrienta habían sumido en la ignorancia, el miedo o el simple deseo de evasión a la mayoría de una población que, en el mejor de los casos, optaba por mirar hacia otro lado.

Canciones de Ferlosio y Violeta Parra

Angelita, la viuda, dio, por el contrario, ejemplos de entereza dignos de los mostrados por su compañero. Entrevistada por la televisión francesa y en el mensaje difundido agradeciendo las muestras de solidaridad, pidió que la sangre de Julián fuera la última derramada. No lo conseguiría. Meses más tarde se ejecutaba a dos anarquistas, con pruebas igualmente dudosas, aunque no por hechos relacionados con la guerra. Todavía doce años después, cuando el hedor que emanaba de la descomposición física del dictador se añadía a la podredumbre moral de su régimen, volvían a sonar las descargas de fusilería; nuevamente se reproducía, tal como recogían las estrofas de una conocida canción del momento, aquel “maldito baile de muertos, pólvora de la mañana”. También Grimau fue glosado por los poetas, y le dedicaron canciones Sánchez Ferlosio (“he conocido el crimen una mañana / color tiene mi pena de sangre humana”) o Violeta Parra (“¡Qué dirá el Santo Padre que vive en Roma /que le están degollando a su paloma!”). Pero pronto vino el olvido de lo “políticamente correcto”.

Cuenta Jordi Solé Tura que, en Radio España Independiente (la “Pirenaica”), durante varios días, se reprodujo un espacio en el que se iban nombrando los ministros cómplices del crimen y a continuación se los calificaba por tres veces de asesinos. Al parecer Santiago Carrillo llegó a decir que le parecía políticamente desacertado, porque había diferencias dentro del régimen que debían explotarse y con algunos de los aludidos tal vez sería necesario entenderse en el futuro. Esta observación, entre lúcida y cínica, vendría posteriormente a confirmarse. Así sucedió con Manuel Fraga, que además de co-partícipe de la decisión del Consejo de Ministros, había sido el principal responsable de la campaña de difamación contra Grimau, y que todavía poco antes de su muerte defendía no sólo su participación en el régimen franquista del que nunca abjuró, sino su actuación en este caso. En una Transición en la que Fraga hacía de maestro de ceremonias de Carrillo en el Club Siglo XXI de Madrid, hablar de muertos de la contienda o cuestionar las decisiones de un consejo de guerra podía considerarse una provocación al vigilante poder militar, una incitación al “ruido de sables”. Grimau era, sin duda, un cadáver incómodo.

En los años ochenta, Angelita Grimau planteó, sin éxito, ante el Tribunal Supremo la revisión del proceso de Julián en aras a su rehabilitación, y nuevamente lo hizo, poco después, el Fiscal General del Estado, con idéntico resultado. En 2002, Izquierda Unida presentaba al Congreso una propuesta pidiendo la rehabilitación pública de Grimau, y en 2006 la reiteraba en el Senado; en ambos casos, el resultado fue igualmente adverso, y en la segunda ocasión al voto negativo se sumó el propio Fraga, en un alarde a la vez de coherencia personal y de evidente falta de generosidad humana. Curiosamente, la Asamblea de Madrid aprobó por unanimidad, en 2005, emplazar al Gobierno regional a que instara a su vez al central a la rehabilitación ciudadana y democrática de Grimau. Dado que la conocida como Ley de Memoria Histórica de 2007 no ha permitido la anulación de los procesos del franquismo, la nueva propuesta reciente de Izquierda Unida al Congreso en ese sentido se plantea en términos más políticos que jurídicos.

Cincuenta años después, el crimen contra Grimau sigue política y moralmente impune. No en vano la malhadada Transición, que ahora hace aguas por todas partes, garantizó una terrible situación de asimetría, en la que algunos de los verdugos, oportunamente reconvertidos, gozaron de reconocimiento oficial hasta su muerte y aún después, mientras las víctimas siguen aún figurando en los archivos como culpables, bajo la sombra de la sospecha que procesos políticos amañados y sin garantías arrojaron sobre su honorabilidad.

 

Francisco Erice es Profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Oviedo

 

En la foto superior, protestas en París por la detención de Julián Grimau  Fundació Pere Ardiaca

 

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Fuente: Crónica Popular