En nombre de nuestros padres Imprimir
Nuestra Memoria - El exilio republicano
Escrito por José Ramón Scheifler   
Miércoles, 29 de Octubre de 2014 18:06

DURANTE el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero se intentó activar la Memoria Histórica de lo que no se permitió recordar durante el franquismo. Entonces relaté algo de mis andanzas por montes y caminos en los que me constaba había sido enterrado algún gudari o un fusilado. La iniciativa gubernamental fue frenada y no llegó a término.

 

Ahora que el Gobierno vasco ha tomado la delantera en el asunto, no estando ya para recorridos montañeros, se me ocurre desandar el de mi memoria, no al encuentro de víctimas cruentas, sino de esas otras víctimas sin derramar gotas de sangre, ni siquiera lágrimas -al menos a la vista-, para no desanimar ni añadir tristeza a la dureza de la vida que suponía el franquismo para quien no lo quería. Es un desandar las circunvalaciones de un cerebro marcado por el noble hacer y padecer de la generación de nuestros padres.

Era un nuestros muy amplio. Rebasaba, por supuesto, el estricto ámbito familiar para acoger a la gran familia democrática, sin clases, por la noble dignidad de cada persona y la calidez generosa de vivos ideales vasquistas, tal como la veía y vivió un adolescente a quien los acontecimientos arrebataron pronto la juventud.

Personalidades significadas, en su mayoría sin cargo político alguno, afiliados o no, pero reconocibles por su cercanía, cualquiera que fuese su profesión, ocupación y nivel económico. Todo, sin embargo, estaba limitado a mi corta geografía, pero era razonablemente extrapolable, por información y por esa inconfundible intuición de etnia y sentimientos, a las otras capitales, pueblos grandes y chicos de este pequeño gran país.

Junto a ellos, las emakumes, sus esposas y madres, generalmente de familia numerosa y entregadas en particular a la educación de los niños, cargaron con muy delicadas y dolorosas tareas y en todo momento tan fuertes o más que sus maridos sin las que estos muchas veces habrían desfallecido. ¿Qué habría sido aquellos años sin nuestras madres?

Eran tiempos de la monarquía alfonsina, la dictadura del general Primo de Rivera y primera mitad de la II República, en los que aquella filiación política carecía de toda cota de poder. Era puro ideal y generosidad amplia de tiempo y dinero. La represión posterior acrisolaría todo lo demás.

Así las cosas, cuando la noble, heroica pero imposible resistencia al ejército rebelde cayó, me vi envuelto en el éxodo febril de muchos, si no a la intemperie, sí a lo incierto. Pero ¿por qué marchaban? No habían tomado parte alguna en la contienda. Incluso más de uno había tratado de ayudar a quienes también, solo por sus ideas, lo habían pasado mal bajo el régimen republicano y autonómico.

Por lo que daban a entender los mensajes y amenazas radiofónicas, simples ideas resultaban peligrosas. Una guerra civil lo envenena todo. Demasiado joven para entrar en las deliberaciones familiares, viví la marcha como una ruptura con todo lo vivido hasta entonces. Un interrogante total llenaba mi mente. Ni siquiera la salida era segura. Conocía demasiado bien la silueta del crucero Cervera, de la armada rebelde, que dominaba el Cantábrico. Pero no quiero ceder aquí a lo personal y familiar, el peligro amenazó a muchos.

Ignoro si existen cifras fidedignas de aquella desbandada. Pronto eres una isla en país extranjero. Solo de vez en cuando tienes noticias de que fulano y zutano quedaron en Iparralde, quizá a la espera de poder regresar. Otros, en cambio, optaron por lo más radical. Sí, llegué a enterarme de que tres de mis compañeros, familias conocidas, como antiguos segundones de caserío, habían elegido México, Venezuela y Argentina, sin duda para largo. Sí, eran familias nacionalistas, pero ni siquiera durante el Gobierno de Euskadi habían ocupado sus padres puesto alguno de responsabilidad. Durante mucho tiempo dí por hecho que, antes o después, también nosotros acabaríamos en uno de estos tres países. Un acontecimiento inesperado lo echó abajo. ¿Qué fue de aquella ola de emigrantes o exiliados vascos en Latinoamérica? Hay más de una obra sobre individualidades significadas, pero fueron muchos los que engrosaron las colonias vascas y Euskal Etxeak.

La inmensa mayoría no abandonó el país. Bastantes sufrieron el rudo choque. Excluidas las víctimas, ¿cuántos sufrieron la humedad fría y solitaria de la cárcel? Los nombres conocidos aumentaban cada día. Aún llegaría a tiempo para acompañar a un gran amigo a la cárcel de Larrinaga. Llevaba a diario a su padre algo de comida y algún fármaco, a la vez que recababa su firma para poder seguir con el negocio. “Lo curioso, Ramontxu, me decía, es que mi padre ni siquiera era muy nacionalista, ni era afiliado. Le han sacado no sé qué de una boda en euskera, que si dijo esto o aquello…”. “Mira, Pedro Mari, la competencia y los envidiosos tienen aquí la justicia en oferta”. Yo no podía entrar en la cárcel. Iniciaba el descenso con esa tristeza lúgubre, casi asco, y paso lento… “Nuestro padre ¿habría ido también a la cárcel?”, me preguntaba. Y todo se me revolvía y echaba a correr Iturribide abajo hasta San Antón. “¡Cuántos como él!” pensaba -y mentalmente, entre los más cercanos me salían más de media docena-, mientras la respiración se hacía normal y superaba el enfado.

La cárcel acarreaba otra serie de calamidades a las familias y las que se libraron de esa pesadilla tuvieron que aguantar otras materiales y psicológicas, aun entre las que lograron pasar más desapercibidas. Sé de varios que perdieron la cabeza por las visitas de la Policía. También aquellos que, habiendo marchado inicialmente al extranjero, al cabo de meses o años regresaron, lo tuvieron muy difícil. ¡Ni la calle parecía la misma!

Aunque las casas hubiesen quedado al cuidado de algún familiar o del servicio, el paso de la Policía por ellas saltaba a la vista al momento. Colecciones de libros, revistas o periódicos encuadernados; carpetas de correspondencia, archivos de familia, aun en la caja fuerte, todo había sido requisado y nunca volvió. Encontraron sus cuentas bancarias congeladas o requisadas; prohibido el ejercicio de la profesión o de las sociedades de sus negocios anteriores. Incluso si la familia disponía de algún inmueble y los inquilinos, aprovechando la situación se negaban a pagar, no había policía ni recurso posible para lograr justicia.

Años de estrecheces, de necesidad, de evidente cambio de ritmo y nivel de vida; supresión de los estudios anteriores de los hijos y búsqueda de pequeños trabajos. Pero todo con la cabeza alta. Con variantes, fue bastante general en esa clase media. Pero hubo detalles hirientes que pretendían humillarte.

Durante la monarquía y república, en ciertas fiestas civiles, políticas y religiosas, muchos balcones, al menos en Bilbao, aparecían con colgaduras, que según sus colores marcaban la tendencia política de los habitantes de aquel piso. Con el franquismo no había más que unos colores. Obviamente, los balcones de quienes habían regresado del exilio, y de muchos que no habían salido, permanecían mudos. La Policía llamaba a la puerta. Multa, y a poner tantas colgaduras como antes, pero del Movimiento Nacional. “Pero, tal y como estamos…”. “No hay pero que valga, multa y colgaduras”. “Pero si nos conocen en las dos calles del chaflán…”. “Pues por eso; para que sepan que han cambiado”.

Pero no habían cambiado. Las colgaduras rojo y amarillo en aquellos balcones eran un baldón para el Movimiento Nacional y muestra del talante y farsa del régimen franquista. Habría algún cambio de chaqueta. No lo percibí o preferí olvidarlo. Lo que sí percibí fue esto, que es lo que quiero resaltar y ha motivado estas líneas de Memoria Histórica, porque lo merece.

En aquel ambiente pesado y sordo de años de represión injusta, burda y taimada a la vez, no oí una sola queja a nuestros padres, a tantos como ellos; ni una lamentación por el presente, ni por todo lo perdido. Por supuesto, ni una palabra de resentimiento, a años luz del más mínimo asomo de odio. Conquistada valientemente y como sin esfuerzo la serenidad aun en los momentos más negros y casi trágicos, que los hubo, renacía en sus ojos el buen humor y el ímpetu de los mejores tiempos, con un volver a empezar casi de cero, recordando en todo momento la solidaridad y fuerza inextinguible de la amistad hasta extremos verdaderamente heroicos que callo, porque el silencio es el marco más adecuado para los grandes y más generosos hechos.

Reparación, indemnización, palabras hoy tan recurridas, no existían entonces. Si se recobró la situación anterior y aún se superó, fue obra del esfuerzo y de la constancia, estos dos valores tan antiguos como hoy olvidados por muchos. Se mantuvieron firmes sus ideales. Ni siquiera se perdió la fe ni la práctica religiosa. En vez de culpar a otros y buscar falsas excusas, aquella generación tuvo la madurez profunda para superar la condición humana de una Iglesia católica hipotecada al esperpento de aquel rimbombante, pero hueco nacionalcatolicismo.

Fue toda aquella una generación, la de nuestros padres, digna de los antepasados.

Un atardecer de octubre precioso como el de estos días, pero hace 77 años, me dirigí presuroso a casa de Madame Lanore, en Pessac sur Dordogne. Fui directamente al cobertizo, junto al río, donde guardaba la yola fabricada por su marido. Larga, afilada y estrecha, mi preferida, sobre la que guardar el equilibrio era ya un arte. Con remadas febriles pasé como una exhalación frente al chateau clásico de los Derviny, la casa de la atenta y selecta Madame Faure, de la de los Robert, cuyas niñas gemelas, Fonsette y Monette, me aplaudían desde su jardín. Rebasé, por fin, el chateau de los Montvert y entre las orillas más frondosas, en el silencio solemne de aquella puesta de sol, formulé mi primera y casi única opción fundamental sobre mi vida, dondequiera que parara, “en nombre de nuestros padres”, en su honor, Memoria y mi agradecimiento. Me había costado meses de lucha interna y reflexión. Solté los remos y me dejé arrastrar por la corriente. Aquella noche dormiría tranquilo. “Nuestros padres” eran en sentido estricto los de los nueve hermanos. Pero mientras la yola se deslizaba rauda, el nuestros fue abarcando otros muchos semejantes igualmente meritorios y ejemplares en circunstancias parecidas, por su valentía y dignidad.

Regresé solo y a pie a Ville Huguette. De lejos percibí el bullicio del jardín. Me uní a mis hermanos y amigos, sin mencionar nada de lo que acababa de vivir. Aquel día di por finalizado mi exilio. Tenía 17 años. He guardado 77 aquel silencio hasta hoy. “En nombre de nuestros padres”.

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Fuente: Deia