Felipe VI ‘borbonea’ Imprimir
Monarquía - Felipe VI
Escrito por Juan Antonio Molina   
Domingo, 19 de Mayo de 2019 05:47

Ante el cadáver de Rubalcaba aún caliente, Felipe VI, según las crónicas escritas y las fotoperiodísticas, abroncó públicamente y en lugar tan poco apropiado - el muerto siempre debe ser el protagonista de su propio funeral-, al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. El motivo de tan intempestiva regañina no era otro que la entrevistas que el jefe del ejecutivo había celebrado con los líderes de los partidos políticos para ver el apoyo que podría tener para su investidura, junto a que hubiera desalojado del poder a Rajoy con el apoyo, entre otros, de los nacionalistas catalanes.  El incidente no deja de ser sumamente gravoso por lo que representa: Felipe VI, como su padre y su bisabuelo, borbonea. Conceptualmente es la actitud autoritaria de que el poder del Estado –L'État, c'est moi- es patrimonio del monarca que cede en usufructo o retira según el capricho y la conveniencia real.

Cuando en su momento el rey emérito quiso deshacerse de Adolfo Suárez por haber llegado el entonces presidente del Gobierno demasiado lejos, según el monarca y su entorno, en el proceso democratizador de la transición, Suárez se lamentaba de que Juan Carlos I le quería borbonear. Fueron momentos tensos en los que el político de Cebreros, apelando a los votos obtenidos, se negó a hincar la rodilla ante un monarca que quería barajar como cartas los gobiernos arguyendo que, además de sucesor de Franco, era el heredero de “diecisiete reyes de su familia con 700 años de historia” en España. Es decir, que el poder no es compartido porque la transición supuso que el agente reformista fuera el mismo Estado y no la sociedad. Cuando el rey borbonea sale a escena la exposición de un poder no ya de poca pulcritud democrática en su esencia constitutiva sino poco adicto a la centralidad política de la soberanía popular. El régimen político está constituido por los que poseen el dominium rerum, el dominio de las cosas, el poder, que en el caso del régimen de la transición siempre es el mismo y tiende insensiblemente a concentrarse, no a difundirse y a lo incondicionado y donde el monarca es el absoluto albacea con total impunidad.

Por todo ello, el hecho del borboneo puede ser síntoma de que aquello o aquél que lo causa están en el buen camino democrático y social. Uno de los elementos de la profunda crisis del régimen del 78 se sustancia en su propia etiología posfranquista y, como consecuencia, la baja calidad democrática del sistema; no hay que olvidar que una democracia es un régimen de poder. El epifenómeno más notable de todo esto es el fracaso de la esencia arbitral de la Jefatura del Estado como instrumento de mediación entre los individuos y el mismo Estado. La Jefatura del Estado, en contra de sus propia cualidad, se torna beligerante que deja de representar a la sociedad para representar a las élites y, por tanto, sin función de garante de los derechos y libertades cívicas si éstas entran en conflicto con los intereses de las minorías organizadas. Esta parcialidad institucional supone que para las mayorías sociales esté destinado lo que anunciaba la canción de Bob Dylan: “Lo que te espera en el futuro es aquello de lo que huiste en el pasado”.

Los breves paréntesis históricos a esta concepción estatal, dual y ortopédica, fueron derogados dramáticamente por las minorías dominantes hasta el momento presente, producto del término biológico del franquismo y la necesidad de mantener el tradicional régimen de poder reconociendo como adaptación ciertas libertades individuales y blindando el poder arbitral del Estado. Porque la transición no fue el acceso de la voluntad popular al Estado sino del Estado a la voluntad popular para corregirla y encauzarla. Como dijo Manuel Azaña de la “revolución desde arriba” de Costa, una revolución que se inaugura dejando intacto el Estado existente es un acto muy poco revolucionario.

 

Juan Antonio Molina es periodista y escritor
 
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Fuente: Nueva Tribuna