La libertad de conciencia: instrucciones de abuso PDF Imprimir E-mail
Laicismo - Estado Laico
Escrito por Juan Antonio Aguilera Mochón / UCR   
Lunes, 09 de Diciembre de 2013 00:00

Desde este año celebramos el 9 de diciembre el Día del Laicismo y la Libertad de Conciencia, establecido por Europa Laica en esa fecha no debido a ninguna resaca post-constituconcepcional, sino por ser la de proclamación de la pionera ley francesa de “Separación de las Iglesias del Estado”, en 1905, y de la Constitución de la II República española (1931), también pionera en su claro carácter laicista. (Hasta ahora ese Día se celebraba el 25 de noviembre, pues en tal fecha de 1981 la Asamblea General de la ONU proclamó la Declaración sobre la eliminación de todas las formas de intolerancia y discriminación fundadas en la religión o las convicciones).

 

            No voy a repetir las ideas expuestas en el manifiesto de Europa Laica con este motivo, cuya lectura recomiendo. Sólo quiero aclarar ahora que, como el núcleo de lo que defiende el laicismo es la libertad de conciencia, su defensa y, por tanto, el activismo laicista, no tiene —como puede verse en el manifiesto— por qué limitarse, contra lo que suele creerse, a procurar la separación efectiva entre las Iglesias y el Estado y, por tanto, a luchar para que éste no se inmiscuya en las creencias y convicciones de los ciudadanos, y para que éstas no se impongan a toda la colectividad.

            A pesar de lo que puede sugerir el título de la extraordinaria novela de Georges Perec La vida: instrucciones de uso, la vida no viene con un “modo de empleo” —aunque abunden quienes se esfuercen en proporcionárnoslo—, pero a veces da la impresión de que los que parecen empeñados en reducirla (muchas veces de buena fe, por hacerla menos dolorosa) sí disponen de unas instrucciones al efecto. Parte de esas instrucciones, creo que hasta ahora inéditas en su exposición sistemática, son las que aquí pretendo enumerar y comentar, con la esperanza de que la identificación de abusos y peligros nos ayude a protegernos de ellos (y la penosa seguridad de que habrá quien los anote con tembloroso y beatífico deleite).

De entre los derechos humanos, el de la libertad de conciencia (art. 18 de la Declaración Universal de 1948) es el más fundamental y específicamente humano. Es decir, algunos otros derechos podrían extenderse a otras especies, pero la libertad de conciencia sólo —y en el mejor de los casos, por mucho que nos impresione nuestro gato— de forma limitadísima. Y lo mismo cabe decir de los derechos derivados de esta libertad, o que tienen poco sentido sin ella, pues les sirve de fundamento, como el derecho a la libertad de opinión y expresión (art. 19). Aunque la locución “libertad de conciencia” es clara, me temo que con frecuencia hay una comprensión demasiado vaga de lo que es o lo que supone, y creo que una buena forma de precisar su significado es considerar precisamente las “instrucciones” a que antes me refería relativas a ella; es decir, lo que a mí me parecen las principales maneras de violentarla o constreñirla:

1. Reprimir o no estimular el pensamiento crítico

Poco libre es una conciencia si es incapaz de ejercer la crítica escéptica. Nada debe quedar protegido a priori del análisis racional, nada es tabú o sagrado en este sentido, y es necesario educar para que cada persona alcance el mayor grado posible de potencia reflexiva y analítica. Las actitudes y capacidades para la crítica (y la autocrítica), la duda racional, y la identificación de engaños (incluidos los autoengaños) y de todo tipo de falacias, no sólo son muy útiles, sino emancipadoras. ¿O no me creen?

2. Ocultar y manipular la información

Por mucho que se disponga de las herramientas del pensamiento crítico, y de la decisión de utilizarlas, difícilmente se desarrollará este pensamiento de manera eficaz si la información con la que se ejerce es falsa o incompleta. El secuestro y la manipulación de la información se ejecutan en muy diversos ámbitos, pero tal vez el más notable sea el de los medios de comunicación (excluyo de la denuncia a los que publiquen este artículo).

3. Inculcar unas creencias y reprimir otras

La libertad de conciencia supone libertad de creer, de alcanzar la autonomía necesaria para establecer creencias y convicciones propias. Esta libertad y esta autonomía se manipulan disfrazando las creencias de información no susceptible de crítica, o imponiéndolas bajo el principio de autoridad. Asimismo, se persuade ligando las creencias a beneficios o castigos futuros imposibles de demostrar, a menudo en un contexto racionalmente inverosímil. Confío en que entiendan de qué demonios estoy hablando.

4. Limitar la libertad de expresión (y de no expresión)

La conciencia libre exige la posibilidad de comunicarse con otras conciencias. La comunicación —y por tanto, la contrastación— de pensamientos, ideas, datos, creencias… a su vez estimula la libertad de conciencia propia y ajena. “Qué cosa fuera / la maza sin cantera”, canta Silvio Rodríguez: la libertad de expresión resulta estéril si no es posible el acceso a los medios necesarios para una comunicación efectiva. (Ya sé que Silvio no va por ahí en su canción). La expresión libre incluye aspectos tan temidos y, por tanto, castigados por los poderes como la risa (en particular la burla) o la blasfemia en su sentido más amplio. Disculpen, por Dios y por la Patria, que me abstenga de poner ejemplos.

Ah, naturalmente, el derecho a la libertad de expresión va de la mano del de no expresarlas creencias y convicciones particulares.

5. Negar la autonomía moral

Una conciencia libre es capaz de tomar sus propias elecciones morales, que no deben venirle impuestas ni mediante coacción ni mediante otras estrategias más sutiles, como la de obstaculizar de facto, mediante una educación represora, el acceso a la deliberación de tipo moral. (Otra cosa, claro, es la exigencia legítima de normas de conducta necesarias para la convivencia). La autonomía moral es dura, pero es lo que nos hace ser adultos radicalmente responsables. No obstante, por supuesto que una persona adulta puede, con toda legitimidad, decidir adherirse (¿abandonarse?) a una moral ajena. Sin embargo, es inadmisible no plantear en la educación la conquista progresiva de la autonomía moral, sino perseguir, por el contrario, su negación.

—Qué pocos problemas da la obediencia ciega, mi capellán.

—Tan pocos como la sumisión conyugal, hijo mío.

6. Manipular deseos y sentimientos

Este es uno de los aspectos más olvidados, aunque no menos fundamentales. La represión impuesta de algunos deseos (que no debe confundirse con la de su realización) y sentimientos ha sido y es una de las principales causas de sufrimiento humano… o de que los humanos no alcancen en ocasiones algo de la felicidad que podrían (el padecimiento que puede acompañar a los deseos, o seguirlos, ya sea por su no cumplimiento… o por su cumplimiento, es cosa de cada uno). Además de la represión de unos deseos y sentimientos, está la inducción interesada de otros; la manipulación desiderativa, en particular, es consustancial al sistema capitalista/democrático: si en democracia no se pueden imponer conductas, ¡hagamos que los individuos las deseen! Estamos ante la alienación que produce la manipulación propagandística en beneficio, por ejemplo, de patrias y corporaciones. En definitiva, podemos decir que un aspecto esencial de la libertad de conciencia es la autonomía desiderativa y sentimental.

7. Coartar la libertad de creación

La expresión creativa puede llegar a ofrecer desde la manifestación más gozosa de una conciencia libre, a la más peligrosa o turbadora, para ella misma y para las demás. La estimulación de la creatividad anhela una humanidad más plena y, digamos, intensa. La libertad creativa no sólo presupone la libertad de conciencia, sino que la alimenta, por lo que no sorprende la inquina hacia la primera de los enemigos de la segunda: la hostilidad de censores e inquisidores.

Es evidente que cada punto requiere un extenso y profundo tratamiento por separado, y que es preciso un análisis de conjunto que considere las relaciones entre los diversos aspectos señalados, y con otros, pero mi intención aquí es simplemente llamar la atención sobre los que estimo principales modos de ataque a la libertad de conciencia, para ayudar a visualizarlos y a defendernos de ellos, en beneficio de la emancipación humana. Como ilustración de las relaciones apuntadas, quiero destacar cómo en los puntos 1, 2 y 3 —al menos— la racionalidad y la ciencia tienen un papel muy relevante: éstas son esenciales para una comprensión del mundo lo menos contaminada posible de superchería, pues el método científico es la mejor herramienta para alcanzar —si bien siempre de manera limitada, necesaria de correcciones, perfectible— un conocimiento objetivo y desenmascarar, por tanto, a charlatanes y vendemisterios. De ahí el papel emancipador de la ciencia y la razón, contra lo que el postmodernismo y las viejas supersticiones puedan sostener. Creo, dicho sea de paso, que aunque la ciencia no puede ni debe dictar normas morales, del método científico podría merecer la pena asumir algunos valores y procedimientos en otros ámbitos, sociales y personales.

            Con la perspectiva ofrecida, volvamos un momento hacia la visión clásica del laicismo como ligado a la defensa de los individuos frente a los abusos y excesos de los poderes eclesiásticos en un Estado confesional (o que se dice aconfesional sin serlo). Es evidente que las Iglesias han sido tradicionalmente enemigas de que las personas piensen, crean, creen, se expresen y deseen libremente (y de que follen por gusto fuera de las sacristías, pensará el lector o lectora, pero es que aquí vamos por otro lado, amigos; como diría Krahe, no todo va a ser eso). Y, por descontado y sobre todo, enemigas de que gocen/padezcan de autonomía moral; feroces adversarias, por tanto, de la dignidad humana. El miedo —incluso pánico— a la libertad propia y ajena las llevó, y a menudo las lleva, al empleo de armas que van mucho más allá de la legítima persuasión dialéctica o emocional, incluidas las que amenazan la vida de las gentes, todo sea por imponer a todos su particular credo. Por esta razón el laicismo mantiene enfrentamientos con las Iglesias: no por oposición a sus creencias o ritos, sino a los excesos derivados de las ansias proselitistas, en particular los procedentes del ámbito de lo público, del Estado; en definitiva, por defender a quienes sufren tales excesos. Sobre todo cuando las víctimas son especialmente vulnerables e indefensas frente a las agresiones de conciencia: los niños. Es difícil no quedarse corto en la condena que merece el abuso sobre las conciencias infantiles realizado a través del adoctrinamiento catequista y la vigilancia amonestadora (mediante la deplorable confesión, entre otras herramientas) de la más profunda intimidad de los pensamientos, sentimientos y deseos.

Sin embargo, el mero hecho de que alguien libremente profese y manifieste unas creencias religiosas (y se organice con otros individuos en torno a ellas) no es de ningún modo contrario al laicismo; es más, éste debe luchar, en modo volteriano, por los derechos de esos creyentes y por los de todo el resto de creyentes e increyentes en cualquier cosa (incluyendo, cómo no, a los pastafaristas —adoradores del Monstruo del Espagueti Volador— y a los homeópatas). Por esa razón, el laicismo no es anticlerical (contrario al clero), sino —permítaseme el neologismo— “anticlericalista”: contrario al clericalismo, a la intromisión del clero en los asuntos públicos con el objetivo de imponer a todos su visión y su moral.

            Pero, como apuntaba al principio, la defensa de la libertad de conciencia va más allá de los aspectos religiosos. Observe atentamente el lector o lectora, y pregúntese —con cuidado de no recordar aquella canción— ¿quién maneja mi barca? ¿No hay ataques desde otros flancos contra el derecho a la información, la libertad de pensamiento… la libertad de deseo? Si ojea la prensa, escucha la radio, mira la tele, y nunca los ve, uno diría como el protagonista de Rain Man: ¡oh oh!