¿La Iglesia es más fuerte que el Estado? PDF Imprimir E-mail
Laicismo - Estado Laico
Escrito por Antonio Manuel Rodríguez ·   
Miércoles, 12 de Septiembre de 2018 04:45

La condición de uso religioso de un inmueble no arrastra la lógica simplista y equivocada de que deba pertenecer a la jerarquía católica

“Decidme en el alma: ¿quién, quién levantó los olivos?”, preguntaba Miguel Hernández a los jornaleros de Jaén. La misma pregunta podría hacerse de las catedrales, de las iglesias, de las ermitas y de la generalidad de los templos en España. Y la respuesta también sería idéntica: “No los levantó la nada, ni el dinero, ni el señor, sino la tierra callada, el trabajo y el sudor”. Porque la inmensa mayoría de estos inmuebles de incalculable valor histórico y cultural preexistía antes de su afectación al culto católico o fueron construidos con el trabajo y el sudor del pueblo. Y, a pesar de ello, la jerarquía de la Iglesia se los ha apropiado utilizando normas franquistas que la equiparaban con la Administración pública, sin más prueba que la palabra del obispo que los registradores tomaron como dogma de fe.

Sirva como ejemplo la privatización de la Iglesia de San Juan de los Panetes, inmatriculada sin título de propiedad por el arzobispado de Zaragoza antes de que el presidente José María Aznar abriera las puertas del Registro a los templos de culto en 1998. Sorprende la falta de diligencia del registrador que, por su naturaleza arquitectónica evidente y por su enorme trascendencia patrimonial, sabía o debería haber sabido que tenía prohibida su inscripción al tratarse de un bien público. Pero sorprende aún más que no contrastara su condición jurídica con la Administración ni con nadie. Decía Max Planc que “para la personas creyentes, Dios está al principio; para los científicos, al final de todas sus reflexiones”. Y, en este caso, parece que el registrador actuó más como creyente que como jurista. Porque la Dirección General de Patrimonio ha dictaminado, tras la consulta elevada por el Ayuntamiento de Zaragoza, que la Iglesia de San Juan de los Panetes está inventariada a nombre de la Administración General del Estado, afecta al Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, y declarada Bien de Interés Cultural y Monumento Nacional desde 17 de noviembre de 1933. En consecuencia, no se trata de un error sino de una apropiación en toda regla. Tanto es así que cuando el arzobispado de Zaragoza tuvo conocimiento de la posible apertura de un expediente, compareció ante notario para prometer que la devolvería, sin que a fecha de hoy tengamos constancia de que se haya cancelado la inmatriculación.

El caso de San Juan de los Panetes es revelador y un peligroso precedente. Primero, porque demuestra que el mero hecho de tratarse de un inmueble con un posible destino religioso, no arrastra la lógica simplista y equivocada de que deba pertenecer a la jerarquía católica. En varias ocasiones, el Tribunal Supremo ha manifestado que el uso no condiciona la titularidad, de la misma manera que los médicos no son los dueños de los hospitales, ni las maestras de los colegios. En segundo lugar, porque confirma que la jerarquía católica ha inscrito edificios similares incluso estando catalogados como bienes públicos o constando su titularidad privada en manos distintas de las de la Iglesia. Un escándalo si lo hubiera perpetrado un concejal de pueblo y que ha pasado inadvertido por tratarse del arzobispo de Zaragoza. ¿A qué intereses obedece este silencio mediático generalizado sobre el mayor escándalo inmobiliario de la historia de España?

Pero quizá lo más alarmante haya sido el proceso de presunta devolución, totalmente impune y clandestino. Porque mucho nos tememos que cuando el Gobierno haga público el listado de bienes inmatriculados con estas normas franquistas por la jerarquía católica, en sus múltiples denominaciones, y conste la apropiación indebida de estos bienes ya inventariados como públicos, junto a plazas, calles, barrios, solares, caminos, viviendas, garajes, frontones, bungalows, kioscos, palacios, castillos, montes, cementerios o locales comerciales, la Conferencia Episcopal pedirá perdón por los errores cometidos y se comprometerá a devolver los casos más sangrantes, apropiándose de todo lo demás. Ahí radica la trampa que los políticos que han prometido cumplir y hacer cumplir la Constitución, no pueden tolerar.

Desde luego, los ciudadanos no vamos a consentirlo. Y vamos a denunciar que el listado es incompleto porque no comprende las inmatriculaciones practicadas desde que en 1946 se implantó este mecanismo injustificable en un Estado aconfesional, nulo por inconstitucionalidad sobrevenida desde 1978, y contrario a los derechos humanos como ha sentenciado reiteradamente el Tribunal de Estrasburgo. Exigiremos una solución global que comienza por brindar la oportunidad a la propia jerarquía católica para que rectifique, no con un simple perdón por sus pecados, sino con la devolución registral de lo inmatriculado sin prueba alguna, pudiendo inscribir a continuación aquellos bienes que considere propios como un ciudadano más. Y, de no ser así, instaremos al Parlamento y al Gobierno para que no consienta esta aberración democrática de ilegalidades en masa, encuentre vías legislativas que no pasen por abocarnos a miles de pleitos, y se dirija a la jerarquía católica para que nos explique por qué reconoce en Portugal lo que niega en España. Deben saber que, desde los tiempos del dictador Salazar, los monumentos religiosos de interés nacional pertenecen al Estado portugués por expreso reconocimiento del Vaticano. Una anomalía que ocurre en este país porque quizá hoy la Conferencia Episcopal Española sea más poderosa que el propio Francisco. Y, de seguir consintiendo esta apropiación patrimonial sin coste fiscal, que el propio Estado español.

 

Antonio Manuel Rodríguez. Profesor de Derecho Civil de la Universidad de Córdoba

 Iglesia de San Juan de los Panetes,  de estilo barroco, ubicada en Zaragoza junto a la Plaza del Pilar —o Plaza de las Catedrales— y a la Fuente de la Hispanidad. . Es Bien de Interés Cultural y Monumento Nacional.

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 Fuente: El País