A cuestas con la asignatura de religión Imprimir
Laicismo - Crítica a la jerarquía católica
Escrito por Jesús Parra Montero   
Jueves, 19 de Julio de 2018 04:42

El franquismo supo darle a la Iglesia católica uno de los mejores regalos: que la enseñanza formal estuviera siempre bajo su control directo o indirecto

Lo que fue un pacto indebido, a conveniencia de parte, por mor a la dignidad e independencia de una institución que “se considera portadora de valores como la dignidad de la persona humana, la convivencia fraterna y la auténtica solidaridad entre los hombres, no puede correr el riesgo de filtrar su doctrina a través de una determinada ideología política, pretendiendo conformar el cristianismo con ella”. Así lo afirmaba el cardenal Tarancón en el curso de su carta cristiana, en marzo de 1978, titulada “El cristiano y las ideologías”.

 

El franquismo ha sido una “excrecencia y anomalía ideológica e histórica”, un régimen tóxico que todo cuanto tocó lo contaminó; por desgracia, su “nacional-catolicismo” (identificó su perversa dictadura fascista como “una cruzada”) significó la exclusión política de los disconformes y la total sumisión, cuando no la supresión, de los desafectos, un acentuado uniformismo político y administrativo, un descarado y arbitrario protagonismo del ejército y la responsable aquiescencia de una gran parte de la jerarquía católica, a la que, bajo “palio” cobijó y dotó de un poder poco evangélico sobre “cuerpos y almas”; a su régimen se unieron militares, falangistas, tradicionalistas, monárquicos y católicos conservadores e integristas (entre ellos, asociaciones católicas, una parte del clero y no pocas congregaciones de religiosos y religiosas), entre los que supo repartir cargos y prebendas - como señala Antonio Viñao en su artículo “La educación en el franquismo” -, intentado conciliar sus intereses y acallar sus conciencias, con el objetivo de que nadie pusiera en cuestión su preeminencia, hasta ser considerado “Caudillo de España por la Gracia de Dios”. El régimen franquista nació católico. Desde su inicio la religión católica fue declarada religión oficial, prohibiendo el ejercicio de cualquier otra.

En lo que la educación se refiere, dentro de ese reparto de “cargos y prebendas”, el franquismo supo darle a la Iglesia católica uno de los mejores regalos: que la enseñanza formal estuviera siempre bajo su control directo o indirecto. La mayoría de los obispos, fueron partidarios, como establecía el anacrónico “Syllabus” promulgado por Pío IX, de una educación católica controlada, dogmática y teocéntrica, que estuviera siempre bajo la tutela de la Iglesia. El dictador vio en la Iglesia Católica un factor proclive a su régimen y propicio para la unificación de España, viendo en la religión católica el único cuerpo de creencias común y fácilmente utilizable; para ello se propuso como meta homogenizar la lengua y el cuerpo de creencias y actitudes a través de la escolarización; imponiendo la inclusión en el currículum de la lengua castellana y la religión católica a toda la población, instrumentada ésta última por las congregaciones religiosas y el clero secular principalmente. La religión católica pasó a ser una materia obligatoria en todos los niveles y modalidades de enseñanza, incluida la universidad, prodigándose en todos ellos, en especial en la enseñanza primaria, las actividades, símbolos y espacios religiosos; en relación con la iniciativa privada y el principio de libre elección de centros docentes por las familias, se redujo dicha posibilidad de elección a las escuelas católicas o las de un sector público asimismo “recatolizado”.

Hasta tal punto llegó la influencia y control de la Iglesia en la vida de los adolescentes o jóvenes que, no solo en los centros escolares, sino que quienes quisieran participar en actividades recreativas, de ocio o de tiempo libre durante el franquismo solo tenían dos opciones: o el Movimiento Nacional o la Iglesia católica. De este modo, el “franquismo” reforzó y extendió en la sociedad un clima en el que predominaban los conceptos de jerarquía, obediencia, autoridad, jefatura, disciplina, orden, unidad, mando y consignas, que tendrían su reflejo en el predominio de un ambiente familiar patriarcal y, en el contexto educativo, en las relaciones profesor-alumno, la gestión de los centros docentes y la vida académica y escolar, bajo la tutela y creencias de la religión católica. No se puede olvidar (hoy para la juventud esto puede parecer un dato anacrónico) que nadie podía acceder a un trabajo o título académico si no presentaba y acreditaba la llamada “partida de bautismo”.

Desde la dictadura franquista en particular, con algunas excepciones -la del cardenal Tarancón como presidente de la Conferencia Episcopal-, parte de la jerarquía católica ha pretendido mantener intocados aquellos privilegios y mecanismos de poder que la situaron en exclusiva como una religión confesional dominante. Privilegio que le ha permitido enfrentarse a cualquier gobierno progresista, con la pretensión de ejercer un control moral y educativo, mediante la imposición de normas y privilegios amparados en su pétrea rigurosidad dogmática.

A pesar de todo, gracias al Concilio Vaticano II, a una parte de la jerarquía católica, a comunidades cristianas de base y las demandas políticas de un sector de la sociedad española, dada la inexistencia de partidos políticos, expresadas a través del movimiento vecinal y, en el ámbito educativo, de las emergentes asociaciones de padres y movimientos progresistas de enseñantes, fueron más allá de lo que el régimen franquista podía ofrecer sin desnaturalizarse. La muerte del dictador, la presencia de los partidos políticos en las Instituciones, la Constitución del 78 y, entre otros, los llamados “movimientos de renovación pedagógica”, propiciaron una incipiente pero imperfecta democracia, que aún pervive, pues a pesar del permanente deseo de denunciar esos trasnochados acuerdos entre el Estado español y la Santa Sede de 1979, y las sucesivas leyes educativas, no se ha dado aún el paso definitivo para resituar o excluir la enseñanza de la religión en los centros escolares. Desafortunadamente, esta separación Iglesia-Estado no se resolvió adecuadamente durante la Transición. Colea aún el espíritu de los acuerdos entre el Estado español y el Estado vaticano, en los que se afirma que “la religión católica se impartirá en condiciones equiparables a las demás disciplinas fundamentales”. A pesar de varios intentos de denuncia y supresión todavía están vigentes. Incluso hoy, al interpretar las estadísticas de la población española (en ello basan sus exigencias “de adoctrinamiento católico-religioso” los sectores integristas de Familias Católicas y una parte importante de la jerarquía) se afirma y se mantiene “engañosamente” que más del 80% de los españoles son católicos.

Esta “inaceptable y no contrastada premisa”, indebidamente consolidada en el tiempo por esos superables flecos y “la consistente costra del viejo y tardío nacionalcatolicismo”, con el respeto debido a la pluralidad de creencias, religiosas o laicas, que existen en la moderna sociedad española, es desde la que debe situarse el espinoso trato que hay que dar a la enseñanza de la religión en las escuelas. Una gran mayoría de la sociedad considera y argumenta que la educación en los centros debe ser laica, que eduque sin dogmas, en valores humanistas y universales, en la pluralidad y en el respeto a la convivencia y los derechos humanos, en la asunción de la diferencia y de la diversidad y en los valores éticos, no sexistas y democráticos; el espacio adecuado para la educación religiosa y el cultivo de la fe respectiva en una sociedad en la que hay libertad religiosa, compete, y es un deber que obliga en exclusividad, a los padres en la familia y a las religiones respectivas en sus propias iglesias o en los lugares de culto (parroquias, mezquitas, sinagogas, etc…).

Carece de justificación en estos tiempos de pluralidad democrática y una incomprensible dejación de sus obligaciones pretender que, en un Estado aconfesional, la enseñanza religiosa, incluidas su teoría y práctica, se imparta en los centros educativos, en lugar de que, quienes enseñen la religión o eduquen en la fe, sean las propias parroquias, como obligación prioritaria de la jerarquía católica o de los padres católicos en el seno de las propias las familias; esa fue la tradición y la práctica en los orígenes de la patrística de la Iglesia, cuya responsabilidad catequética era más importante que la propia administración de los sacramentos. Sería recomendable que aquellos católicos y su jerarquía, que defienden con cerrazón los derechos de un Estado confesional, releyesen o leyesen, si no lo han hecho todavía, la Constitución “Gaudium et Spes” del Concilio Vaticano II, o las reflexiones de los grandes teólogos que fueron los principales motores de la nueva teología emanada de dicho Concilio; teólogos como De Lubac, Yves Congar, Hans Urs von Balthasar o el cardenal Jean Danielou, que ayudaron e iluminaron a los padres conciliares con sus conocimientos patrísticos y teológicos, se definieron claramente sobre la educación cristiana como la responsabilidad fundamental de la jerarquía y de los padres de familia católicos que quieren que sus hijos se eduquen como creyentes. El propio Danielou, en su trabajo sobre “La catequesis en la tradición patrística”, sobre cuya obra, injustamente, cayó un manto de silencio después de su muerte, enfatiza que “la catequesis y la educación religiosa de los creyentes constituye un aspecto fundamental del ejercicio del Magisterio de la Iglesia y de la acción pastoral de las comunidades de fe católicas, incluidas las familias”. ¡Con qué facilidad y escasa responsabilidad la jerarquía y muchas familias católicas se han exonerado de aquella formación catequética, al pretender cargar al sistema educativo con una responsabilidad que en exclusiva a ellos compete! Que el art. 27.3 de la Constitución recoja el derecho de las familias a que sus hijas e hijos “reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”, no significa que dicha formación tenga que ser impartida en los centros educativos y, menos, financiada por el Estado.

A aquellos que se proclaman católicos les convendría repasar lo que, al inicio de su pontificado, en su visita a Brasil en 2013, el papa Francisco defendía sobre la laicidad de aquellos Estados que “sin asumir como propia ninguna posición confesional, respetan y valoran la presencia del factor religioso en la sociedad, favoreciendo sus expresiones concretas”. Destacaba en una de sus intervenciones la contribución que las grandes tradiciones religiosas han desempeñado en el fomento de la vida social y la animación a la democracia; "la convivencia pacífica entre las diferentes religiones -añadía- se ve beneficiada por la laicidad del Estado”. De no haber sido palabras del Papa, esta afirmación hubiera encendido las alarmas en la tradicional jerarquía de la Iglesia, en tantos políticos conservadores y en no pocos creyentes católicos españoles que secundan las exigencias confesionales y nada laicistas de la Conferencia Episcopal, enrocada casi siempre en posiciones poco compatibles con la “laicidad” defendida por el Papa.

La mayoría de esos grupos antes mencionados, silenciosos ante las palabras del Papa, pero con la lupa puesta a todo lo que hace y dice el recién estrenado gobierno socialista, han mostrado “sorpresa, preocupación e indignación” a las declaraciones de la ministra de Educación y Formación Profesional, Isabel Celaá, en su comparecencia ante la comisión de Educación del Congreso. Estas han sido sus palabras: “Las religiones no deben tener valor académico si es que persisten en el currículo escolar. Las religiones no deben ser nunca una asignatura alternativa a los valores cívicos y éticos, ya que estos valores son universales y, por lo tanto, todos los alumnos y alumnas tienen que acercarse al conocimiento de estos los valores; de ahí que la asignatura de religión dejará de computar en la nota, tal y como establece la Lomce, aprobada únicamente por la mayoría popular”. Posteriormente, tanto la ministra como el Secretario de Estado, Alejandro Tiana, han manifestado la voluntad urgente de modificar algunos artículos de la Lomce, pues, siendo la educación la prioridad más sustantiva y central de su gobierno, hay que defender la escuela pública como “eje vertebrador del sistema educativo”.

Existen aún demasiados prejuicios extendidos en muchos sectores de la sociedad española, alimentados por amplios sectores católicos y conservadores, para quienes solo los valores morales y sociales están garantizados por la religión católica, con primacía entre otras confesiones religiosas. Esta falsa y equivocada creencia es la razón por la que el ministro Wert y el gobierno del PP introdujeron en el sistema educativo actual (LOMCE) la religión católica como garante de la vida moral y social de los ciudadanos. La polémica está servida. Lo que subyace en el fondo, no es la lucha entre “educación concertada y educación pública”, tampoco el derecho de los padres a elegir el modelo de centro en el que quieren educar a sus hijos; “lo que la verdad esconde” -título de una película que acaba de ofrecer la tv-, la realidad del debate gira, como siempre, en torno al tema de “la enseñanza de la religión católica”. Ese, y no otro es el “quid” de la cuestión: por una parte: una enseñanza confesional, basada en los valores tradicionales cristianos; por la otra: una enseñanza laica. Aquellos problemas que no se resuelven bien, continúan siendo problemas recurrentes; y lo son porque el lenguaje con el que se envuelven, si no se explica correctamente, suele ser equívoco, confuso, cuando no engañoso.

En el juego de la política y la sociología, para gran parte de la sociedad (incluyo a dirigentes políticos y a parte de la jerarquía católica) los términos laicidad y aconfesionalidad generan confusión. Si nos atenemos al Diccionario de la RAE, “laicidad y aconfesionalidad no significan lo mismo. Aconfesionalidad significa no pertenencia o no dependencia de los poderes públicos respecto de los religiosos; implica separación entre el Estado y las confesiones religiosas. Laicidad, en cambio, implica neutralidad y se opone a todo género de desigualdad y discriminación positiva (privilegio) o negativa (penalización o negación de derechos), por razón de creencia o convicción, no sólo de los ciudadanos, sino también de los grupos religiosos en los que por comunidad de creencias se integren. Ninguno de esos términos, ni en su forma sustantiva (aconfesionalidad y laicidad), ni como adjetivos (laico y aconfesional), aparece en el texto constitucional, cuyo artículo 16.3, Libertad ideológica y religiosa, dice: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. No es algo distinto de lo que a los católicos les exhorta sin excesivo éxito el mensaje del evangelio, pues el laicismo está bien explicitado en la frase: “Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mateo, 22,21). Desde este supuesto se puede afirmar que la democracia es laica o no es democracia. Una genuina democracia requiere no atribuir al Estado otra posición que no sea una escrupulosa neutralidad religiosa de las instituciones públicas. El laicismo no es una ideología, es un derecho político que se conquista gracias a las instituciones democráticas y se consolida con más democracia.

Un Estado laico conlleva en sí una ética que, sin negar el papel de las religiones como espacio de formación de valores, deposita en la educación y las leyes los principios éticos de una sociedad no teocrática ni dogmática. Norberto Bobbio, el gran filósofo italiano de la política, sostenía que “el espíritu laico no es en sí mismo una nueva cultura, sino la condición para la convivencia de todas las posibles culturas. La laicidad expresa más bien un método que un contenido. La laicidad no puede ser por lo tanto una posición metafísica, religiosa o antirreligiosa, sino una metodología de convivencia entre todas las posiciones”.

La naturaleza propia de un Estado laico le obliga a no privilegiar ninguna organización religiosa o laica, en cuando a su desarrollo, práctica o aprovechamiento de recursos o influencia estatal en desmedro de los demás, como expresión de libertad, igualdad y tolerancia. Esta reflexión no es más que reconocer lo que dice el artículo 14, de nuestra Constitución: Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. Ni más, ni menos, Si se exige que no exista “discriminación alguna por razón de… religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”, se le impera al Estado a no privilegiar ninguna organización religiosa o laica, en detrimento de las demás. Este artículo no entra en contradicción ni con el espíritu ni la letra de los artículos 16.3 y el 27.c., como denuncian algunos sectores integristas de las Escuelas Católicas.

Conviene recordar que con el pensamiento moderno de la Ilustración en el siglo XVIII se inició una batalla aún inconclusa contra la influencia abusiva de la Iglesia y los privilegios eclesiásticos. La Iglesia Católica se ha manifestado no sólo como ámbito de fe y preocupación pastoral sino, con excesiva frecuencia, como poder político y económico, capaz de moldear a los propios poderes políticos, especialmente a las derechas confesionales, mostrando ante ellos una capacidad de influencia y autoridad importante en materia de educación, ciencia y cultura. En este juego político en el que se ha movido, una parte de la jerarquía católica española ha llegado al abuso y exceso de que exigir una educación laica y denunciar su intromisión en las funcionas propias y exclusivas del Estado, convierte en enemigos a todos aquellos (sociedad, gobierno o Estado laicos) que se declaren defensores de una real secularización de la cultura, la educación y la vida. No deja de ser un prejuicio y un gran error pensar que un Estado neutral en materia religiosa y una escuela pública laica atentan contra la supervivencia de las religiones en la sociedad civil. Un Estado o una sociedad laicos no son enemigos de la religión; simplemente intentan resguardar la libertad de los ciudadanos y situar la práctica religiosa en el ámbito que le corresponde: la vida privada. Porque cuando la religión y el Estado se confunden, irremisiblemente desaparece la libertad; por el contrario, cuando se mantienen separados, la religión tiende de manera gradual e inevitable a “democratizarse”. De este modo, siguiendo la doctrina del papa Francisco, las distintas iglesias aprenden a coexistir y tolerar a los ciudadanos agnósticos o ateos. Ese proceso de respeto, comprensión y secularización es el que hace posible una verdadera democracia.

De ahí que se considere imprescindible rescatar la laicidad en aquello que la hace verdaderamente valiosa y que permite reconsiderar los fundamentos de “lo político”: la democracia como fórmula de convivencia que hace de la ciudadanía y no de la fe religiosa, su piedra fundamental. Un estado laico tiene una estrecha correspondencia con el desarrollo de una educación laica. Ambos conceptos no pueden ser disociados y se fortalecen entre sí. Como señalamos más arriba, se impone una escuela laica que eduque en valores humanistas y universales sin dogmas, muchos de los cuales entran, además, en contradicción con la razón, la ciencia y los derechos humanos, en la pluralidad y en el respeto a estos derechos, en la asunción de la diferencia y de la diversidad y en los valores éticos, no sexistas y democráticos. El estudio del hecho religioso y de las religiones, como realidades históricas, sociológicas o culturales, tiene su lógica cabida en el currículum de forma trasversal, en materias tales como historia, historia del arte, ciencias, sociología, filosofía… pero no en un sistema educativo laico, como materia específica. No es posible que un sistema educativo democrático siga anclado en un “nacional catolicismo rancio y obsoleto”. Los centros escolares públicos, mixtos, laicos, interclasistas, igualitarios y de calidad son el fundamento de una sociedad futura y avanzada. Son espacios para un aprendizaje razonado, crítico y creativo, para el conocimiento científico y los valores cívicos, no para creencias no científicas y dogmáticas ni para el proselitismo o el adoctrinamiento. Ni las familias católicas ni su jerarquía (tampoco las de otras confesiones religiosas) pueden permitirse exonerarse de la principal obligación de educar en sus centros de culto, según sus convicciones o creencias, que a ellos principalmente compete, en la religión que quieren para sus hijos o fieles, pretendiendo endosar esta responsabilidad a los centros escolares y la sociedad civil y laica. Se impone, de una vez por todas, que el gobierno y los partidos políticos cierren de una vez por todas este problema permanente y recurrente sobre a quién obliga la educación religiosa. Es necesario un diálogo abierto y sincero con la actual jerarquía y los sectores católicos y sus representantes, que es verdad que no fueron responsables de esos privilegios educativos que han tenido durante décadas, pero de los que sí se han beneficiado. Ese diálogo es también inclusivo a las otras religiones.

Es oportuno recordarles esa máxima del evangelio que tanto predican, pero que poco han practicado: “Buscad primero el reino de Dios y su justicia que todo lo demás se os dará por añadidura”. (Lucas 12:31)

 

Jesús Parra Montero es catedrático de filosofía
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