Europa amamanta un engendro PDF Imprimir E-mail
Imperio - Unión Europea
Escrito por Pedro Luis Angosto   
Miércoles, 27 de Junio de 2018 04:15

La globalización y la democracia timorata han propiciado reacciones tan estúpidas y temerarias que están a punto de cargarse todo el legado humanístico acumulado desde el Renacimiento hasta nuestros días

El 18 de julio -¡qué casualidad!- de 1925 Hitler publicaba en Berlin su conocido libro Mein Kampf, libro en el que exponía las teorías que años más tarde servirían para asesinar a millones de personas y destruir las ciudades más hermosas del continente. En una de sus páginas, el genocida alemán decía lo siguiente: “La finalidad suprema de la razón de ser de los hombres no reside en el mantenimiento de un Estado o de un gobierno: Su misión es conservar su Raza. Y si esta misma se hallase en peligro de ser oprimida o hasta eliminada, la cuestión de la legalidad pasaría un plano secundario. Entonces  poco importará  ya que el poder imperante aplique en su acción los mil veces llamados medios legales; el instinto de conservación de los oprimidos podrá siempre justificar en grado superlativo el empleo de todo recurso... Si un pueblo sucumbe sin luchar por los derechos del hombre (se refiere a la raza), es porque al haber sido pesado en la balanza del destino resultó demasiado débil para tener la suerte de seguir subsistiendo en el mundo terrenal. Porque quien no está dispuesto a luchar por su existencia o no se siente capaz de ello es que ya está predestinado a desaparecer, y esto por la justicia eterna de la Providencia. ¡El mundo no se ha hecho para los pueblos cobardes!”.

De la mano del Dr. Antonio Vallejo Nájera, Franco llevó a cabo experimentos bestiales sobre prisioneros republicanos con el objetivo de fortalecer la raza hispana. Para ello era fundamental erradicar el gen rojo, cosa que se haría mediante fusilamientos, torturas y lobotomías, pero también impidiendo que aquellas personas “débiles y antipatriotas” que hubiesen incurrido en ese pecado tuviesen hijos, arrebatándoselos para confiar su crianza a familias de bien en el caso de que ya hubiesen parido. Fue el comienzo del brutal caso de los “niños robados”. Se incurría en comunismo por falta de carácter y por la influencia de las mujeres, débiles por naturaleza y proclives por su volubilidad a influencias exóticas. Las mujeres deberían acatar su rol y supeditarse siempre al hombre para darle varones fuertes mediante técnicas de selección en la que sólo pudiesen reproducirse aquellas parejas con un biotipo “fuerte”. De manera que en sólo una o dos generaciones, la raza española, limpia de excrecencias, podría volver a dar hombres como Torquemada, Valdés, Pizarro, Solís y tantos otros que deslumbraron al mundo al construir el Imperio más grande conocido por el hombre. Del mismo modo, aunque sin poder ejecutivo para llevarlas a la práctica, se expresaron dirigentes y “pensadores” nacionalistas como Sabino y Luis Arana, Arzalluz, Rosell i Vilar, Rovira i Virgili, Cardona, Dencàs y el actual Molt Honorable President de la Generalitat de Catalunya. De igual manera, lo hacen decenas de dirigentes de países europeos demócratas de toda la vida.

En todos ellos subyace un mismo pensamiento, la vinculación de un territorio a un pueblo y unas tradiciones seleccionadas con todo cuidado para resaltar la pureza de la raza, su antigüedad y su enorme valía; el miedo al que viene de fuera, un invasor que pretende imponer a ese pueblo costumbres contrarias a la moral y a las costumbres  autóctonas y que, mediante apareamiento, podría poner en peligro la existencia misma de la raza; por último, qué duda cabe, los invasores alterarían también el orden establecido y las relaciones económicas y sociales preexistentes. Sin embargo, pese al renacer del racismo y la xenofobia en periodos críticos en los que apenas existen paradigmas de progreso, ningún país europeo, absolutamente ninguno se ha librado de ser realmente invadido por otros pueblos, a veces por décadas, otras por centurias: Griegos, fenicios, cartagineses, romanos, godos, mongoles, turcos, árabes y judíos colonizaron desde antiguo la inmensa mayoría del territorio europeo, dejando huellas indelebles tanto en las costumbres, como en la historia y la lengua.  Tampoco ningún pueblo europeo, en los últimos dos mil años, ha hablado el mismo idioma, siendo lo más usual que en ese periodo de tiempo se hayan servido, por lo menos, de tres lenguas: La autóctona de verdad, el íbero en la Península Ibérica, las lenguas germánicas en los países del centro y norte de Europa; el latín que acompañó a la romanización y que fue la lengua oficial del continente hasta principios del segundo milenio y, posteriormente, las lenguas románicas, anglosajonas y eslavas que han llegado hasta nuestros días y que no tienen, seguramente, por qué ser eternas.

Digo todo esto porque estamos ante uno de los momentos más peligrosos de la historia de la Humanidad desde que acabó la Segunda Guerra Mundial. La globalización y la democracia timorata han propiciado reacciones tan estúpidas y temerarias que están a punto de cargarse todo el legado humanístico acumulado desde el Renacimiento hasta nuestros días. Los países más avanzados del continente ambicionan cerrar sus fronteras para mantener la pureza de la raza y la tradición, los que todavía no tienen Estado aspiran a lo mismo convencidos de que ellos solos, encerrados con su pasado y su sacrosanta identidad virginal, serían mucho más felices que contaminándose con las influencias de razas impuras e inferiores que son incapaces de labrarse un porvenir y pretenden vivir a costa de quienes valen más que ellos. Por su parte, los grandes Estados de Europa -Alemania, Francia y Reino Unido-  regidos por partidos de derecha y amenazados por la creciente aceptación popular de la ultraderecha fascista, temen enfrentarse a sus hermanos ideológicos por el riesgo que corren de ser devorados por ellos. Entre tanto, la izquierda oficial, que lleva años a la sombra de la derecha y compartiendo con ella mantel y cama, es incapaz de -a la vista de las encuestas y de la involución del electorado- articular un programa plenamente social y solidario que recupere los valores esenciales de la democracia para ilusionar a una población cada vez más descreída y temerosa.

Ante el brutal ataque a la democracia que ha supuesto la globalización, lo lógico habría sido que los pueblos de Europa se hubiesen aliado para rechazarla y someterla a la ley. Empero, no ha sido así, y Europa, una vez más ha optado por dividirse y dar respuestas contradictorias y, por tanto, poco contundentes y nada convincentes. Contrasta esa posición oficial fragmentada, con la fuerza y la unanimidad con la que actúan los dirigentes de los partidos nacionalistas fascistas, que no tienen empacho alguno en decir que los inmigrantes son carne humana o que no tendrán complejos a la hora de utilizar la fuerza, fuerza que del mismo modo que utilizan contra los pobres que vienen del otro lado del Mediterráneo, emplearan cuando lo vean conveniente contra cualquier tipo de disidencia interior.

Está claro que Europa no puede acoger en su territorio a todos los habitantes de África, pero no es menos evidente que Europa tiene una responsabilidad grandísima en la creación del efecto salida en ese continente: La destrucción sistemática -de acuerdo con Estados Unidos- de los países africanos ricos en materias primas, es la principal causa de la huida de los africanos. Siendo ambas cosas ciertas, sólo hay una salida democrática, acoger a aquellos que vengan mientras se implementa un plan de inversiones y de reconstrucción de todos los países africanos destruidos por la mano de Occidente. En otro caso, de continuar con las actuales políticas de mano dura contra la inmigración y de mano blanda con el fascismo, más pronto que tarde, el engendro que estamos amamantando crecerá y todo se habrá perdido. No hay que echar cartas, ni mirar a los astros, a lo que conduce el fascismo -pues es eso lo que hay en Italia y lo que se está gestando en muchos países de Europa- es a la destrucción y a la muerte. No lo duden y actuemos en consecuencia. Todavía estamos a tiempo. Al fascismo, ni agua.

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Fuente: Nueva Tribuna