Tesoros vivientes Imprimir
Imperio - Latinoamérica
Escrito por Carlo Fabretti   
Viernes, 02 de Diciembre de 2016 06:28

(De un homenaje a Fidel Castro en su nonagésimo aniversario)

En Japón, desde 1950, se otorga el título de ningen kokuho o tesoro viviente a artistas y artesanos, generalmente de edad avanzada, que son «portadores de grandes bienes culturales intangibles». Bienes culturales a menudo en peligro de extinción, como ciertas habilidades y técnicas tradicionales que requieren un grado de dedicación poco compatible con la actual sociedad de consumo y su cultura de lo efímero. Entre los tesoros vivientes más famosos figuran el ceramista Shoji Hamada, el artista marcial Masaaki Hatsumi, el maestro de kyushitsu (arte del lacado) Onishi Isao y la cantante Hibari Misora, y hay también forjadores de espadas, diseñadores de tejidos, actores de teatro kabuki…

No se trata de un mero título honorífico: el estatuto de tesoro viviente conlleva las ayudas necesarias para garantizar que la correspondiente habilidad o técnica siga desarrollándose con independencia de las implacables leyes de la moda y el mercado. Ayudas que van más allá de la mera subvención, y que a menudo incluyen la designación de discípulos o aprendices dispuestos a seguir las enseñanzas del maestro (pido disculpas por el uso recurrente del masculino, pero estamos hablando del hiperpatriarcal Japón y, con la notable excepción de la famosa cantante Hibari Misora, los ningen kokuho vivientes son varones).
Y puesto que los japoneses llevan siglos copiando ideas ajenas (y a menudo mejorándolas, todo hay que decirlo), deberíamos, por una vez, copiar los demás una excelente idea japonesa, como es la de los tesoros vivientes.

Yo tengo mi propia lista de candidatas y candidatos, encabezada por Alfonso Sastre, el más importante dramaturgo vivo de la lengua castellana y también el más olvidado, en el que de forma excepcional -por no decir única- se conjugan el más alto nivel literario con una insobornable honradez intelectual y un irreductible compromiso político. Y, por supuesto, si no nos hubiera dejado huérfanos en 2007, su inseparable compañera y camarada, Eva Forest, encabezaría la lista a su lado.

Pero si tenemos en cuenta también a los artistas de la política (pues a cierto nivel y practicada de cierta manera la política es un arte), no hay en ese campo otro candidato a tesoro viviente que pueda compararse a Fidel Castro, que, por una de esas hermosas coincidencias que no son del todo casuales, ha cumplido los noventa años casi a la vez que Alfonso Sastre, y como él en excelentes condiciones mentales. Y como Sastre, como los tesoros vivientes japoneses, Castro es portador de un gran bien cultural intangible; el mayor de todos y, por desgracia, uno de los más escasos: un espíritu revolucionario que nace de un profundo conocimiento de la realidad, de una reflexión poderosa y tenaz, de una visión a la vez rigurosamente científica e insobornablemente ética del mundo.

Pero además, un gran dirigente político ha de tener la meticulosidad, la paciencia y la humildad del artesano que repite una y otra vez la misma tarea en busca de la excelencia. En este sentido, lo que más he admirado siempre de Fidel es su capacidad y su voluntad de dedicar a los temas aparentemente más modestos la misma atención que a las grandes cuestiones de Estado. Oírlo hablar de un problema agrícola concreto o de las ventajas de la olla arrocera no es menos estimulante que escuchar sus profundas reflexiones morales o sus vibrantes arengas políticas.

Obviamente, el gran artista de la política y artesano de la socioeconomía que es Fidel Castro no necesita ayudas ni subvenciones para dar continuidad a su obra, pues todo un pueblo la está continuando con inquebrantable devoción (una devoción que confiere un nuevo y más noble significado al viejo y ambiguo término “patriotismo”); no necesita que nadie designe discípulos que prolonguen su arte, pues se cuentan por miles quienes dentro y fuera de Cuba lo han elegido como maestro. En su caso sí, se trataría de un título honorífico; y no porque Fidel necesite títulos y honores, sino porque los demás necesitamos recordar cuánto los merece.

Y hablando de honores, en mi ya larga vida como escritor he recibido más de los que merezco, pero ninguno tan alto como el que me concedió Fidel durante el Encuentro Internacional Contra el Terrorismo celebrado en La Habana en 2005. En una de mis intervenciones, señalé que uno de los signos más claros del triunfo de la Revolución Cubana era el respeto a la infancia. “En Cuba es difícil oír llorar a un niño o a una niña, y más difícil aún oír a un adulto regañándoles -dije-, y creo que esa es la mejor prueba de que los hombres y mujeres nuevos de los que hablaba el Che ya están llegando”. Fidel, que estaba presente, se levantó, vino a darme un abrazo y me felicitó por mi intervención. He dedicado y sigo dedicando buena parte de mi vida a la literatura infantil, y pocas cosas me han animado tanto a perseverar en mi empeño como ese abrazo de un hombre que lo ha dado todo por su pueblo y por todos los pueblos del mundo.

Cuando Fidel cumplió ochenta años, Quintín Cabrera y yo le dedicamos una modesta canción, poco más que un estribillo. Si mi querido amigo y camarada, compañero de tantas batallas y tantos viajes a Cuba, no hubiera fallecido prematuramente, sin duda habría participado en este homenaje que celebra una nueva y fecunda década del Comandante, así que me permitiréis que termine estas apresuradas y emocionadas líneas con un par de estrofas de la canción que Quintín nunca llegó a cantar en público:

Un castro es un campamento
y un pueblo, y una nación
que hace la revolución
es un pueblo en movimiento.

Fidel Castro, pueblo fiel,
campamento resistente,
el ejército es la gente
y el comandante es Fidel.


¡Hasta siempre, Comandante!

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Fuente: Gara