República de iguales Imprimir
III República - III República
Escrito por José Antonio Pérez Tapias   
Sábado, 17 de Noviembre de 2018 00:00

En nuestra sociedad se habla mucho de igualdad, pero en realidad no se plantea ni adecuada ni consecuentemente la eliminación de las desigualdades. Constatamos cómo la desigualdad social se ha instalado –y crece– en la realidad de las sociedades contemporáneas, con dinámicas del capitalismo global que empujan en esa dirección. De una efectiva igualdad entre hombres y mujeres estamos lejos, por más que el feminismo sea hoy movimiento social en alza. La conciencia colectiva respecto a las situaciones de desigualdad, a pesar de conocer los factores que la incrementan o que impiden su erradicación, no acaba de activarse con la suficiente fuerza.

Son diversos los factores que inciden en que sea así, pero cabe destacar uno: el modo de vida en el que estamos inmersos hace difícil abandonar posiciones conformistas. La ausencia de un inconformismo activo que vaya más allá de los sentimientos de indignación no sólo tiene que ver con condiciones materiales de vida, sino también con un imaginario colectivo del que ha desaparecido la idea de emancipación, con lo que implica de empeño personal y social por una vida digna desplegada solidariamente desde la libertad ganada y la responsabilidad asumida. Toda emancipación requiere –dicho kantianamente– afrontar lo que implica la mayoría de edad, salir de dependencias y servidumbres, erradicar formas de explotación y activar modos de relación en los que opere el reconocimiento recíproco que nos debemos como sujetos de derechos. 

Una sociedad en la que la igualdad sea valor efectivo será una sociedad de mujeres y hombres emancipados que, por tanto, han superado cualesquiera variantes del infantilismo político, así como los patrones paternalistas de comportamiento tan caros a una cultura patriarcal. Hay que reparar en cómo se reproducen tales patrones incluso por parte de individuos y fuerzas políticas que declaran su compromiso con la igualdad. Contradice las pretensiones de ese compromiso una práctica política asentada en criterios jerárquicos, acompañada de pretensiones de tutorizar a la ciudadanía, que explicita su relación con esta como acción “pedagógica” para que ciudadanas y ciudadanos entiendan lo que se piensa que no saben, es decir, para que hagan lo que, sin dar razones suficientes, deciden por su cuenta direcciones políticas supuestamente democráticas apelando a un “pueblo” adulado, pero en verdad no considerado “demos”. En este juego de engañifa demagógica bajo apariencia de política “progresista” bienintencionada quedan atrapados los más nobles objetivos políticos por el cómo se plantea su consecución. La problemática que ello conlleva –el filósofo Jacques Ranciére la formula como la propia de una “sociedad pedagogizada”– afecta fundamentalmente a la izquierda, sobre todo en lo que a objetivos de igualdad se refiere, pues la derecha ni persigue la igualdad ni se plantea una relación con la ciudadanía que tenga que recurrir a expedientes “pedagógicos”.  

Pero vayamos al núcleo de la cuestión: no es posible conquistar metas de igualdad sin afirmar la igualdad de raíz entre todos los seres humanos. ¿Por qué los logros igualitarios se dilatan en el tiempo? Porque no se acometen con la suficiente convicción. Es decir, las que cabe considerar metas utópicas en torno a la igualdad social, como también respecto a la igualdad de género, quedan aplazadas una y otra vez si al postularlas no se parte de que esas metas corresponden a la igual condición antropológica de todos los humanos. Si la igualdad no se sostiene sobre una base ontológica firme no es creíble pretender una sociedad igualitaria, por lo que en tal caso las utopías al respecto se ven diluidas en ilusiones inocuas, a la vez que el imperativo moral por alcanzarlas resulta devaluado en pretensión moralista para encubrir ideológicamente la impotencia. La derecha política sabe de esa trampa que la aspiración a la igualdad se tiende a sí misma, por lo que se instala con cinismo más o menos descarado en la afirmación de hecho y de derecho de la desigualdad. La izquierda, por su parte, no acaba de ser suficientemente consecuente con las reivindicaciones de igualdad que sostiene, ni en lo que se refiere a sus exigencias socioeconómicas y políticas, ni en lo que toca a los fundamentos antropológicos sobre los que apoyarlas. De esa forma acaba cediendo ante el apalancamiento de la derecha en la desigualdad, aunque a veces ese ceder quede camuflado bajo un discurso “progresista” que habla de eliminar desigualdades, pero sin hincar el diente a las causas de la perpetuación de las mismas, incluida como causa la misma manera de plantear ideológicamente un enfoque de la igualdad que le hace el juego a la desigualdad por no ir al fondo de ésta ni a las bases de aquélla. 

Si llevamos a la dinámica política la reflexión crítica que plantea el ya citado Rancière, en su obra El maesto ignorante, respecto al reconocimiento de la igualdad básica de los humanos como punto de arranque para procesos de aprendizaje encaminados a la autoafirmación de “inteligencias emancipadas” –siguiendo las prácticas en su momento puestas en marcha por Joseph Jacotot–, habrá que tener en cuenta cómo la desigualdad se reproduce si la igualdad no se asume de partida. Cualesquiera formas de vanguardismo político, de hiperliderazgo, de dominio partidario oligárquico, de injustificables pretensiones hegemónicas…, o simplemente de reactualizado despotismo ilustrado en contexto democrático, conducen a actuaciones de tutelaje político que reproducen la distancia entre los que saben y quienes se estima que no saben, entre los que mandan y aquéllos a quienes no se considera preparados para ello, entre la élite –que incluso puede permitirse hablar de “casta” respeto a otros- y quienes integran la base –ésa que se llamaba “masa”–, entre quienes tienen razón y todos los demás que no pasan de compartir opiniones… Todas esas distinciones con las que sutilmente se opera –contrarias, por lo demás, al reconocimiento de legítimas diferencias– deben desaparecer si se quiere avanzar en igualdad, lo cual es lo que nos hace pensar en una democracia efectiva donde la participación, urgida por una voluntad que pone a su servicio la igual inteligencia de todos, sea una realidad a la que accedemos mujeres y hombres en una real república de iguales.

Es momento, además, en el que se hace no sólo imperativo, sino más que oportuno, desgranar en el espacio público los buenos argumentos para una república de iguales sin tutelajes inadmisibles. Cuando los partidos políticos vienen de verse en entredicho, cuando los líderes no andan sobrados de buena imagen, cuando las instituciones del Estado muestran sus insuficiencias y bloqueos, y cuando hasta quienes están al frente del sistema judicial lo han precipitado en su desprestigio, nadie puede esgrimir esas falsas credenciales que le permitirían decir que a la ciudadanía hay que aplicarle las necesarias dosis de “pedagogía” para que entienda de qué va. La ciudadanía sabe que, en el fondo, una “sociedad pedagogizada” es una “sociedad del menosprecio” –Rancière nos presta la fórmula– y ha de resistir a verse así maltratada y actuar en consecuencia en aras de esa igualdad sin la cual toda libertad es falsa –no hay libertad que pueda honestamente defenderse como privilegio–.

 

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Fuente: CTXT