La libertad de expresión es para los enemigos PDF Imprimir E-mail
Derechos y Libertades - Derechos Humanos
Escrito por Clara Serra / Hugo Martínez Abarca   
Domingo, 25 de Febrero de 2018 05:38
La Declaración Universal de Derechos Humanos, que cumple 70 años, es hoy un programa político revolucionario que tiene una ventaja sobre cualquier otro: que toda la humanidad ha asumido el compromiso con ella

En 2018 se cumplirán aniversarios redondos de muchos eventos históricos pero ninguno de un calado tan radical como el 70º aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948. Con esta Declaración la humanidad en su conjunto asumía como universal un catálogo de derechos sin cuyo cumplimiento íntegro una comunidad humana ha fracasado como tal.

 

La radicalidad de la Declaración Universal de Derechos Humanos consiste en asumir el fin de la validez de aquella pragmática y machista frase de un secretario de Estado de EE.UU. sobre el dictador nicaragüense Anastasio Somoza: “es un hijo de puta pero es nuestro hijo de puta”. La consideración de los Derechos Humanos como universales es lo que hace que sean importantes: entender que su validez consiste, precisamente, en valer para todos y todas, es lo que le da la vuelta a esa detestable frase a la que habría que contestar precisamente que “los derechos humanos son para los hijos de puta”.

La reciente sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos condenando a España por tratos inhumanos y degradantes a los etarras Portus y Sarasola nos pone un espejo desde el que vale la pena reflexionar sobre la universalidad de todos los derechos humanos. Nadie está a favor de torturar a un amable joven que ayuda a cruzar la calle a los ancianos y no deja un envase sin reciclar. Cuando se demuestra que se está contra la tortura es cuando renunciamos a ella al detener a unos asesinos que, además de matar a dos seres humanos, dieron al traste con la esperanza de paz de todo un país. Avergüenza ver retratados a miembros de instituciones judiciales y policiales que anteponen una falsa razón de Estado a los principios democráticos y liberales que deberían estar fundamentando tal Estado. Y resulta un bochorno contemplar cómo determinados medios de comunicación señalan como enemigos del país no a quienes lo han hecho fracasar como Estado garante de los derechos humanos sino a quienes han rechazado tal ataque. Defiende a España quien se niega a que en España se produzca ningún trato degradante y quien exige sanción si llega a producirse. Porque como país fracasamos si ganan quienes defienden, como aquél pragmático y machista secretario de Estado, a “nuestros hijos de puta”.

La tortura suele ser el síntoma más grave y evidente de que una sociedad ha dejado de entender que los derechos humanos son universales. Pero este caso extremo permite elevar la mirada más allá y reflexionar sobre la precaria situación de los derechos humanos que sufren una regresión muy preocupante. En las últimas fechas se han acumulado noticias sobre ataques a la libertad de expresión: el secuestro judicial de un libro como Fariña, la censura de una obra en ARCO y el inminente ingreso en prisión de un rapero por sus letras han llevado incluso a Amnistía Internacional a mostrarse preocupada por la libertad de expresión en España, deteriorada en los últimos meses con instrumentos jurídicos basados en “categorías vagas”.

Las leyes mordaza y la expansión de la persecución de la libertad de expresión bajo el pretexto de estar luchando contra el odio está estrechando preocupantemente los márgenes de lo que se puede decir. De nuevo el principio es el mismo. La defensa de la libertad de expresión se demuestra cuando defendemos que se pueda decir justamente aquello que no nos parece bien: aberraciones, opiniones que están en nuestras antípodas morales o que incluso nos puedan resultar repugnantes. A todos nos resulta muy fácil defender que nuestras opiniones y las de nuestros afines se deben poder expresar, por eso justamente demostramos nuestro compromiso con la libertad de expresión cuando queremos que hablen, no quienes expresan nuestras opiniones, sino quienes defienden las contrarias. La libertad de expresión es para nuestros enemigos, la defendemos cada vez que protegemos la expresión de quienes dicen algo que nosotros o nosotras nunca diríamos. Y por eso un Estado demuestra defenderla allí donde permite que se diga no lo inocuo, no lo inofensivo, no lo que no cuestiona al poder, sino justamente lo que lo hiere, lo señala, lo critica.

Todos podemos pensar que ciertas opiniones son preocupantes pero lo que merece preocupación no es nunca la expresión de una idea sino la existencia del pensamiento que es expresado. ¿Es que acaso desaparecen los pensamientos cuando no pueden ser dichos en público? ¿No es normalmente más bien al contrario? Lo que revela un artículo machista es un clima, un sentido común, un tipo de opinión que debemos combatir con inteligencia, una manera de ver el mundo que no se elimina con el borrado por decreto del artículo sino, seguramente dando respuestas y argumentos para desactivarla. Los prejuicios, sobre todo los más arraigados, nunca se combaten mandándolos callar sino obligando a que se muestren a la luz, permitiendo que se expresen y haciendo posible, por tanto, que puedan ser rebatidos y desmontados.  

Pero, además, la universalidad de los derechos humanos y de la libertad de expresión nos conviene tomárnosla muy en serio justamente a quienes no tenemos el poder. Si se admite que las opiniones repugnantes pueden ser censuradas estamos dando licencia al poder para censurar a sus enemigos: se escucha una enorme indignación contra cada tertuliano xenófobo, cada artículo machista, cada autobús del odio… pero, ojo, porque a quienes condenan a prisión es a los tuiteros que se mofan de Carrero Blanco o a los raperos que se burlan de la corona. Nunca se protegen los derechos de los menos poderosos reforzando la idea de que hay que censurar las opiniones que nos ofenden sino, más bien, entendiendo que la libertad de opinión suele siempre ofender a alguien y que ese no puede ser nunca un motivo legítimo para limitarla. La universalidad de los derechos humanos es una garantía para los de abajo, para las de abajo, para quienes no estamos en el poder, para quienes defendemos una sociedad más libre, democrática y emancipada. Más nos vale pecar de puritanismo en esto. 

Recordemos siempre que oponerse a que se torture a un criminal no supone defender al criminal sino defender una sociedad democrática y decente. En tiempos en los que se mete en la cárcel a raperos y tuiteros recordemos también que defender que se pueda publicar un artículo, un tuit o una canción con contenidos que nos pueden parecer machistas, homófobos o racistas no supone defender lo publicado en tal artículo sino garantizar la capacidad de discutir con él y argumentar por qué nos repugna. El aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos nos brinda la ocasión de exigir con máxima atención el cumplimiento íntegro del catálogo de derechos que recoge. No existe sobre la mesa un programa político más ambicioso que ese. La Declaración es hoy un programa político revolucionario que tiene una ventaja sobre cualquier otro: que toda la humanidad ha asumido el compromiso con ella. Exijamos que se cumpla que tenemos mucho que ganar.

 

Clara Serra y Hugo Martínez Abarca son diputados de Podemos.