Panamá: 20 años de la masacre (Basado en hechos reales)
Giovanni Beluche
Argen Press 20 de Diciembre de 2009
Juan
tenía siete años en 1989 y aún
recuerda como si fuera ayer la noche
del 19 de diciembre de ese año. Como
todo diciembre, el final del ciclo
lectivo le permitía cambiar los
cuadernos por las ilusiones de los
juguetes que iba a desempacar el día
de navidad. Garabateó con su puño y
letra su pedido al barrigón vestido
de rojo, que llamaba al público en
la puerta de una lujosa juguetería
cerca de la Plaza 5 de Mayo. Anotó
unos carritos Hot Wheells y un
Nintendo, “pero si no se puede por
lo menos tráeme unas Tortugas
Ninja”. Su corazón conjugaba un poco
de ilusión y una dosis de
conformismo, porque a su corta edad
ya entendía de las limitaciones
económicas de su familia.
A las seis de la tarde la mamá puso en la mesa el arroz con guandú, las tajadas fritas y las lentejas. Esta vez no había para comprar carne, pero sí para una refrescante limonada endulzada con raspadura. Juan se sentó junto a su papá, que había hecho un alto en su jornada como taxista para compartir un rato con la familia. La mamá comió con la hermanita en brazos. Media hora después el padre se despedía con un beso y salía para aprovechar que en diciembre la gente toma taxi para no llevar tantos paquetes en los “Diablos Rojos” atestados de pasajeros.
Bajo protesta “porque ya estoy
de vacaciones” Juancito aceptó
irse a dormir a las 9:00 p.m.,
se acostó a soñar con tortugas
karatecas y carritos súper
sónicos. “El otro año pido la
pista para los carritos”. Se fue
quedando dormido con el olor a
pescado frito y patacones, que
en las noches vende la vecina
bajo su ventana en la calle 25
de El Chorrillo. A la cuartería
entraba la brisita fresca de
diciembre, desde su cama alcanza
a ver el cielo despejado y se
duerme sintiéndose el niño más
dichoso del mundo.
Sin saber qué hora era, Juancito despertó sobresaltado por los estruendos que venían de la calle, su madre se abalanzó sobre él con la hermanita en su regazo y quedaron los tres bajo la cama. ¡Son bombas, es horrible!, gritaba la madre mientras Juan se tapaba los oídos y la bebé pegaba gritos. Habría transcurrido media hora cuando los vecinos tumbaron la puerta y le gritaron a María que saliera con sus hijos porque el caserón de madera estaba ardiendo en llamas. Corrieron escaleras abajo, María apretaba las manos de Juan para no dejarlo atrás. La calle era un infierno, El Chorrillo entero lloraba lágrimas de sangre y fuego, las personas parecían zombis deambulando por el mundo de los vivos, tropezaban unos con otros si saber adónde dirigirse.
Las bombas habían dejado de estallar y a lo lejos escucharon que un gigante metálico, con patas de oruga, ingresaba al barrio. Detrás venían hombres que parecían extraterrestres, con ropas y cascos llenos de guindarejos que asemejaban ramas y hojas. Un sonido nuevo y desconocido golpeó los oídos de la familia, no sabían bien qué era, pero cada vez que tronaba caían vecinos con el cuerpo agujereado. Por todas partes aparecían los extraterrestres con sus máquinas sanguinarias, el tropel de habitantes del barrio se contaba por miles, pegaban gritos de terror. María trataba de buscar refugio en los multifamiliares de Patio Pinel, cuando vio caer un helicóptero norteamericano derribado por el fuego antiaéreo de las metrallas patriotas. Pasado ese susto se percató de que Juan ya no estaba asido a sus manos, lo había perdido, ¡¿qué será de mi niñito?! Preguntaba chillando sin que nadie respondiera.
Juan apenas atinó a correr hacia la Avenida de
los Poetas, en el camino resbaló
en un charco de sangre y quedó
tan embarrado como cuando iba a
buscar conchuelas aprovechando
la marea seca. Como era
pequeñito logró escabullirse sin
que lo vieran los soldados y se
refugió en una cueva bajo el
malecón, que era su guarida
cuando jugaba al escondido con
sus amiguitos del barrio. Desde
su escondite escuchaba los
aviones que volaban con sus
faros apagados, veía lucecitas
rojas que surcaban el cielo
tratando de atinarle a las naves
invasoras, después supo que se
llamaban balas trazadoras. Casi
ni respiraba para no ser
detectado por los
extraterrestres, cuyas botas le
asustaban caminando cerca. Lo
más espantoso fue cuando una
lancha arribó a la orilla y vio
como metían cuerpos de panameños
que los llevaban mar adentro,
luego la barcaza regresaba vacía
para llenarse nuevamente con su
tenebrosa carga.
Amaneció y todo estaba en una aparente y
sepulcral calma. Escuchaba
llantos a lo lejos, alguien
gritaba el nombre de su ser
querido desaparecido en la
refriega. Arrastró sus pies
descalzos entre escombros y
metales retorcidos, tropezó con
un cuerpo inerme y carbonizado.
Unas horas bastaron para hacerlo
pasar de su inocente niñez a la
crudeza de la vida, perdón, de
la muerte. Un presidente de los
Estados Unidos decidió regalar
desolación a los niños y niñas
panameñas en esa navidad. No
encontraba explicaciones, no
hallaba a su madre y hermanita,
mucho menos a su padre que
estaba trabajando cuando empezó
el horror. Toda la zona era un
desastre y los yanquis invasores
no dejaban que la Cruz Roja
asistiera a los heridos.
Deambuló hasta que un gringo con la cara pintada
de negro lo correteó durante
cinco minutos y, al darle
alcance, lo llevó a empellones
hasta un camión lleno de civiles
que serían transportados a un
Centro de Concentración en el
área del canal. Mientras lo
trepaban al vehículo, vio a unos
extraterrestres con un aparato
que lanzaba fuego incendiando
los caserones de madera que aún
se mantenían en pie. El cura
católico Javier Arteta de la
Iglesia de Fátima, encubrió a
estos asesinos acusando a la
resistencia panameña de
ocasionar el siniestro, poco
tiempo bastó para evidenciar su
mentira, ¡Que dios lo perdone,
yo no!, razonó Juan años después
cuando tuvo conciencia plena de
todo.
Ya en el campamento militarizado se
reencontró con su madre y su
hermanita. Del papá supo que al
comenzar la invasión trató de
llegar a la casa para proteger a
su familia. Cuando doblaba de la
Avenida de los Mártires (en
honor a los caídos en otra
invasión gringa) rumbo a la
Avenida A, se topó con la
infantería yanqui, precedida por
los tanques que le pasaron por
encima a varios vehículos, en
uno de ellos murió una familia
completa, otro fue el taxi con
que el papá de Juan se rebuscaba
unos reales para mantener a la
familia.
En medio de la matanza un gordo asumió como
presidente en una base militar
extranjera y otro entró a la
ciudad subido en un tanque
invasor, cual reina de los
carnavales de Las Tablas. Casi
20 años después lo hicieron
alcalde de la capital panameña.
El dictadorzuelo criollo se
escondió bajo las enaguas del
Nuncio Apostólico sin disparar
un tiro, entregándose luego a
sus amos de siempre. El barrio
mártir de El Chorrillo
desapareció, tragándose los
sueños de tortugas ninja de Juan
y las pertenencias de 18 mil
personas. La cantidad de muertos
es imprecisa, han sido
identificados más de 500
panameños, pero la Asociación de
Familiares de los Caídos calcula
que podrían sobrepasar los 4
mil. Veinte años después
permanecen sin abrir cuatro
fosas comunes. Vale decir que la
armada más poderosa del mundo
reconoce que 26 de sus asesinos
entrenados yacen en el infierno
desde aquel fatídico diciembre
de 1989.
Con 27 años de edad Juan ha visto pasar a cinco
presidentes, todos serviles y
vendepatrias; ninguno ha querido
rendir homenaje a las víctimas
de la invasión declarando el 20
de diciembre como Día de Luto
Nacional. Ni un solo soldado
gringo ha sido procesado por
crímenes de guerra. Juan y miles
más quedaron esperando la
indemnización por los daños
materiales, pero lo que más le
duele es la indiferencia de
muchos hacia la memoria
histórica de quienes como su
padre murieron en una guerra
injusta y desigual.
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Giovanni Beluche es sociólogo.