Ya es raro
en estos tiempos pero la valoraciones de las
recientes elecciones presidenciales afganas producen
auténtico bochorno.
Los mismos
que llevan una década fiscalizando las elecciones en
medio mundo y utilizando las denuncias de fraudes e
irregularidades como palanca política para intentar
acabar con regímenes díscolos -estrategia que
comenzó en Serbia en 2000 y que ha tenido como
último episodio las recientes elecciones
presidenciales iraníes- se han apresurado a validar
una farsa electoral que movería a risa si no tuviera
como escenario una sangrienta tragedia.
Afganistán
ha celebrado la «fiesta de la democracia» sin censo
alguno, con una masiva compraventa de permisos de
voto y con prácticamente la mitad del país bajo
control de la guerrilla.
Por si
esto fuera poco, el candidato a la reelección, Hamid
Karzai, no ha dudado en dar una nueva vuelta de
tuerca a la inhumana situación de las mujeres
afganas a cambio de votos de algunas minorías.
Castigar sin comer o dar una paliza a la compañera
si se niega a mantener relaciones sexuales es ley
gracias a los que «liberaron» el país de los
talibán.
Los mismos
señores de la guerra que asolaron el país tras la
retirada soviética han sido el eje de los comicios,
bien como candidatos directos o como valedores de
las distintas listas.
Y todavía
hablan de «exito». ¿Para cuándo el desembarco en
Kabul de esa cohorte de «ONG» juveniles que han
liderado en la última década tantas revoluciones
electorales de terciopelo? ¿O es que tienen miedo?