Toda crisis tiene un final, y aunque hoy por hoy las
cosas pintan negras, también esta crisis económica pasará. Lo cierto, en
todo caso, es que ninguna crisis, y mucho menos una tan grave como la
actual, remite sin dejar un legado. Uno de los legados de esta crisis
será una batalla de alcance global en torno a ideas. O mejor, en torno a
qué tipo de sistema económico será capaz de traer el máximo beneficio
para la mayor cantidad de gente. En ningún sitio esa batalla es más
enconada que en el Tercer Mundo. Alrededor del 80 por ciento de la
población mundial vive en Asia, América Latina y África. De entre ellos,
unos 1.400 millones subsisten con menos de 1.25 dólares diarios. En los
Estados Unidos, llamar a alguien socialista puede no ser más que una
descalificación exagerada. En buena parte del mundo, sin embargo, la
batalla entre capitalismo y socialismo –o al menos entre lo que muchos
estadounidenses considerarían socialismo- sigue estando en el orden del
día. Es posible que la crisis actual no depare ganadores. Pero sin duda
ha producido perdedores, y entre éstos ocupan un lugar destacado los
defensores del tipo de capitalismo practicado en los Estados Unidos. En
el futuro, de hecho, viviremos las consecuencias de esta constatación.
La caída del Muro de Berlín, en 1989, marcó el fin del
comunismo como una idea viable. Ciertamente, el comunismo arrastraba
problemas manifiestos desde hace décadas. Pero tras 1989 se volvió muy
difícil salir en su defensa de manera convincente. Durante un tiempo,
pareció que la derrota del comunismo suponía la victoria segura del
capitalismo, particularmente del capitalismo de tipo estadounidense.
Francis Fukuyama llegó a proclamar “el fin de la historia”, definió al
capitalismo de mercado democrático como el último escalón del desarrollo
social y declaró que la humanidad toda avanzaría en esa dirección. En
rigor, los historiadores señalarán los 20 años siguientes a 1989 como el
breve período del triunfalismo estadounidense. El colapso de los grandes
bancos y de las entidades financieras, el subsiguiente descontrol
económico y los caóticos intentos de rescate han dado al traste con ese
período. Y también con el debate acerca del “fundamentalismo de
mercado”, con la idea de que los mercados, sin control ni restricción
alguna, pueden por sí solos asegurar prosperidad económica y
crecimiento. Hoy, sólo el autoengaño podría llevar a alguien a afirmar
que los mercados pueden auto-regularse o que basta confiar en el
auto-interés de los participantes en el mercado para garantizar que las
cosas funcionen correctamente y de forma honesta.
El debate económico es especialmente intenso en el mundo
en vías de desarrollo. Aunque aquí en occidente tendemos a olvidarlo,
hace 190 años una tercera parte del producto bruto mundial se generaba
en China. Luego, y de una manera un tanto repentina, la explotación
colonial y los injustos acuerdos comerciales, combinados con una
revolución tecnológica en Estados Unidos y Europa, condenaron al rezago
a los países en desarrollo. A resultas de ello, hacia 1950 la economía
china representaba menos del 5 por ciento del producto bruto mundial. A
mediados del siglo XIX, en realidad, el Reino Unido y Francia tuvieron
que emprender una guerra para abrir China al comercio global. Esta fue
la “segunda guerra del opio”, llamada así porque los países occidentales
tenían muy poco que vender a China a excepción de estas drogas, que
pronto invadieron sus mercados y generaron una amplia adicción entre la
población. Con esta guerra, occidente ensayaba una vía temprana de
corrección de la balanza de pagos.
El colonialismo dejó una herencia compleja en el mundo en
desarrollo. Entre la mayoría de la población, sin embargo, la visión
dominante era que habían sido cruelmente explotados. Para muchos nuevos
líderes, la teoría marxista ofrecía una interpretación sugerente de esta
experiencia, puesto que sostenía que la explotación era en realidad el
motor del sistema capitalista. Por eso, la independencia política que
las colonias conquistaron tras la segunda guerra mundial no supuso el
fin del colonialismo económico. En algunas regiones, como África, la
explotación –la extracción de recursos naturales y la devastación del
ambiente a cambio de migajas- era evidente. En otros sitios fue más
sutil. En diferentes regiones del mundo, instituciones internacionales
como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial pasaron a ser
vistas como instrumentos de control pos-colonial. Estas instituciones
propiciaron el fundamentalismo de mercado (o “neoliberalismo”, como fue
a menudo llamado) una categoría idealizada por los estadounidenses como
“mercados libres e irrestrictos”. Asimismo, presionaron a favor de la
desregulación del sector financiero, de las privatizaciones y de la
liberalización del comercio.
El Banco Mundial y el FMI aseguraban que todo lo hacían
por el bien de los países en desarrollo. Su actuación estaba respaldada
por equipos de economistas partidarios del libre mercado, muchos de
ellos provenientes de la catedral de la economía de libre mercado, la
Universidad de Chicago. Al final, los programas de los ‘Chicago boys’
no trajeron los resultados prometidos. Los ingresos se estancaron. Allí
donde hubo crecimiento, la riqueza fue a parar a los estratos más altos.
Las crisis económicas en países concretos se volvieron cada vez más
frecuentes. Sólo en los últimos 30 años, de hecho, se produjeron más de
cien de considerable gravedad.
En este contexto, no sorprende que las poblaciones de los
países en desarrollo creyeran cada vez menos en las motivaciones
altruistas de Occidente. Sospechaban que la retórica de la economía
libre de mercado –lo que pronto se conoció como “el Consenso de
Washington”- era sólo la cobertura de los intereses comerciales de
siempre. Estas sospechas se vieron reforzadas por la propia hipocresía
de los países occidentales. Europa y Estados Unidos no abrieron sus
propios mercados a la agricultura producida en el Tercer Mundo, que con
frecuencia era todo lo que estos países podían ofrecer. Por el
contrario, los forzaron a eliminar subsidios necesarios para la creación
de nuevas industrias, a pesar de que ellos otorgaban subsidios a sus
propios agricultores.
La ideología del libre mercado resultó
ser una excusa para acometer nuevas formas de explotación. “Privatizar”
quería decir que los extranjeros podían comprar minas y campos
petrolíferos a bajo precio en los países en desarrollo. Suponía que
podían extraer considerables beneficios de actividades monopólicas y
semi-monopólicas como las telecomunicaciones. “Liberalizar”, por su
parte, quería decir que podían obtener créditos con facilidad.
Y si las cosas iban
mal, el FMI forzaba la socialización de las pérdidas, con lo que el
esfuerzo de pagar a los bancos recaía sobre la población en su conjunto.
También comportaba que las empresas extranjeras pudieran arrasar con las
industrias emergentes, bloqueando el despliegue del talento empresarial
local. El capital fluía libremente, pero el trabajo no, salvo en el caso
de los individuos mejor dotados, que podían encontrar un empleo en el
mercado global.
Obviamente, éstos no son más que brochazos de un cuadro
más complejo. En Asia, por ejemplo, siempre hubieron resistencias al
Consenso de Washington e incluso restricciones a la libre circulación de
capital. Los gigantes asiáticos –China e India- condujeron la economía a
su manera y obtuvieron inéditos índices de crecimiento. Pero en general,
y sobre todo en aquellos países en los que el Banco Mundial y el FMI
controlaron las riendas, las cosas no fueron demasiado bien.
Para los críticos del capitalismo estadounidense en el
Tercer Mundo, la manera en que los Estados Unidos han respondido a la
crisis constituye la gota que colma el vaso. Durante la crisis del
sudeste asiático, hace apenas una década, los Estados Unidos y el FMI
exigieron que los países afectados redujeran el déficit a través de
recortes en el gasto social. Poco importó que en países como Tailandia
estas medidas contribuyeran a un resurgimiento de la epidemia del SIDA,
o que en otros como Indonesia comportara el recorte de subsidios para la
alimentación de los hambrientos. Estados Unidos y el FMI forzaron a
estos países a aumentar los tipos de interés, en algunos casos en más de
un 50 por ciento. Urgieron a Indonesia que fuera dura con los bancos y
al gobierno que no acudiera en su rescate ¡Qué peligroso precedente!
–dijeron- ¡qué tremenda intervención en el delicado mecanismo de
relojería del libre mercado!
El contraste entre la reacción exhibida ante las crisis
asiática y estadounidense es notorio y no ha pasado inadvertido. Para
sacar a Estados Unidos del pozo, somos testigos de incrementos masivos
del gasto y del déficit, así como de tasas de interés que prácticamente
han sido reducidas a cero. Las ayudas a los bancos fluyen a diestra y
siniestra. Algunos de los funcionarios de Washington que tuvieron que
lidiar con la crisis asiática son ahora los encargados de dar respuestas
a la crisis estadounidense ¿Por qué los Estados Unidos –se pregunta la
gente del Tercer Mundo- prescriben una medicina diferente cuando se
trata de sí mismos?
En los países en desarrollo, son muchos los que aún
padecen los efectos del sermoneo recibido en los últimos años: adoptad
instituciones como las de los Estados Unidos; seguid nuestras políticas;
comprometeos con la desregulación; abrid vuestros mercados a los bancos
norteamericanos si queréis aprender “buenas” prácticas bancarias; y
vended (no por casualidad) vuestras empresas y bancos a los Estados
Unidos, especialmente si es a precio de ganga durante las épocas de
crisis. Sí, reconocía Washington, puede ser doloroso, pero al final
estaréis mejor. Los Estados Unidos enviaron a sus Secretarios del Tesoro
(de ambos partidos) alrededor del mundo a predicar la buena nueva. A
ojos de muchos, la puerta giratoria que permite a los líderes
financieros norteamericanos pasar cómodamente de Wall Street a
Washington y otra vez a Wall Street, les otorgaba todavía más
credibilidad: parecían combinar a la perfección el poder del dinero y el
poder de la política. Los líderes financieros norteamericanos tenían
razón en pensar que lo que era bueno para los Estados Unidos o el mundo
era bueno para los mercados financieros. Pero lo contrario no era
cierto: no todo lo que era bueno para Wall Street era bueno para los
Estados Unidos y el mundo.
No es un simple gesto de Schadenfreude, de alegría
por la desgracia ajena, lo que motiva el severo juicio que los países en
vías desarrollo realizan del fracaso económico de Estados Unidos.
También está en juego la necesidad de discernir cuál es el sistema
económico que mejor puede funcionar en el futuro. Indudablemente, estos
países tienen todo el interés del mundo en que ver una pronta
recuperación de los Estados Unidos. Saben que por sí solos no podrían
afrontar lo que los Estados Unidos han hecho para intentar revivir su
economía. Saben que ni siquiera el elevado nivel de gasto realizado está
funcionando demasiado rápido. Saben que a resultas del colapso económico
norteamericano, 200 millones de personas más han caído en la pobreza en
el curso de los últimos años. Pero están convencidos, cada vez más, de
que cualquier ideal económico propugnado por los Estados Unidos es un
ideal del que seguramente habría que huir.
¿Por qué debería preocuparnos la desilusión del mundo con
el modelo estadounidense de capitalismo? La ideología que promovimos
todos estos años ha dejado de funcionar, pero tal vez esté bien que no
pueda repararse ¿Podríamos acaso sobrevivir –incluso tan bien como hasta
ahora- si nadie se adhiere al modo de vida norteamericano?
Seguramente, nuestra influencia disminuirá, ya que es
poco probable que se nos considere un modelo a seguir. En cualquier
caso, es lo que ya estaba ocurriendo de hecho. Los Estados Unidos solían
desempeñar un papel crucial en el capital global, ya que otros pensaban
que teníamos un especial talento para lidiar con el riesgo y para
asignar recursos financieros. Hoy nadie piensa algo así, y Asia – de
donde proceden buena parte de los ahorros del mundo - ya está
desarrollando sus propios centros financieros. Hemos dejado de ser la
fuente central del capital. Los tres bancos más importantes del mundo
son ahora chinos. El principal banco norteamericano ha caído al quinto
puesto.
El dólar ha sido durante mucho tiempo la moneda de
reserva. Los países tenían al dólar como referencia para determinar la
confianza en sus propias monedas y gobiernos. Sin embargo,
progresivamente se ha ido imponiendo en los bancos centrales de
diferentes partes del mundo la idea de que el dólar puede no ser un
referente de valor. Su valor, de hecho, ha oscilado y ha ido cayendo. El
enorme incremento de la deuda norteamericana durante la presente crisis,
combinado con los préstamos indiscriminados de la Reserva Federal, han
disparado las especulaciones en torno al futuro del dólar. Los chinos
han sugerido de manera abierta la posibilidad de inventar algún tipo
nuevo de moneda para reemplazarlo.
Mientras tanto, el coste de lidiar con la crisis está
desbordando nuestras necesidades. Nunca hemos sido generosos en nuestra
ayuda a los países pobres. Pero las cosas están empeorando. En los
últimos años, la las inversiones chinas en África han sido superiores a
las del Banco Mundial y el Banco Africano de Desarrollo juntos, muy
lejos de las realizadas por Estados Unidos. Para afrontar la crisis, los
países africanos corren a Beijing en busca de ayuda, no a
Washington.
Mi preocupación aquí, en todo caso, tiene que ver con el
ámbito de las ideas. Me preocupa que, a medida que se vean con mayor
nitidez las fallas del sistema económico y social norteamericano, las
personas de los países en desarrollo vayan a extraer conclusiones
erróneas. Sólo unos pocos países -y acaso los propios Estados Unidos-
aprenderán correctamente la lección. Se darán cuenta de que para salir
adelante es necesario un régimen en el que el reparto de papeles entre
mercado y gobierno sea equilibrado y en el que haya un estado fuerte
capaz de administrar formas efectivas de regulación. Se darán cuenta de
que el poder de los intereses privados debe limitarse.
Otros países, empero, sacarán conclusiones más confusas y
profundamente trágicas. Tras el fracaso de sus sistemas de posguerra, la
mayoría de países ex comunistas retornaron al capitalismo de mercado y
encumbraron a Milton Friedman en lugar de a Karl Marx como nuevo dios.
Con la nueva religión, sin embargo, no les ha ido bien. Muchos países
pueden pensar, en consecuencia, que no sólo el capitalismo ilimitado, de
tipo estadounidense, ha fracasado, sino que es el propio concepto de
economía de mercado el que ha fallado y ha quedado inutilizado para
cualquier circunstancia. El viejo comunismo no regresará, pero sí
diversas formas excesivas de intervenir en el mercado. Y fracasarán. Los
pobres sufren con el fundamentalismo de mercado, que genera un efecto
derrame, pero de abajo hacia arriba y no de arriba hacia abajo. Pero los
pobres seguirán sufriendo con este tipo de regímenes, puesto que no
generarán crecimiento. Sin crecimiento no puede haber reducción
sostenible de la pobreza. No ha habido nunca una economía exitosa que no
haya descansado fuertemente en los mercados. La pobreza estimula la
desafección. Los inevitables fracasos conducirán a mayor pobreza aún y
serán difíciles de gestionar, sobre todo por parte de gobiernos llegados
al poder con el propósito de combatir el capitalismo de tipo
norteamericano. Las consecuencias para la estabilidad global y para la
propia seguridad de los Estados Unidos son evidentes.
Hasta ahora, solía existir una sensación de valores
compartidos entre los Estados Unidos y las élites educadas en Estados
Unidos alrededor del mundo. La crisis económica ha erosionado la
credibilidad de dichas élites. Hemos suministrado a los críticos con la
disoluta forma de capitalismo practicada en Estados Unidos, poderosa
munición para contraatacar con la prédica de una más amplia filosofía
anti-mercado. Y seguimos proporcionándoles más y más munición. Mientras
en la reciente cumbre del G-20 nos comprometíamos a no impulsar el
proteccionismo, colocábamos una previsión de “compre norteamericano” en
nuestro propio paquete de estímulos. Luego, para ablandar la oposición
de nuestros aliados europeos, modificábamos dicha norma, de todo punto
discriminatoria en relación con los países pobres. La globalización nos
ha hecho más interdependientes; lo que ocurre en una parte del mundo
afecta a la otra, un hecho probado por el contagio a otros de nuestras
dificultades económicas. Para resolver problemas globales, es menester
que exista un sentido de cooperación y confianza, así como un cierto
sentido de valores compartidos. Esta confianza nunca fue sólida, y no ha
hecho sino debilitarse en los últimos tiempos.
La fe en la democracia es otra de las víctimas. En el
mundo en desarrollo, la gente mira hacia Washington y ve al sistema de
gobierno que permitió a Wall Street prescribir una serie de reglas que
pusieron en riesgo la economía global y que, cuando toca asumir las
consecuencias, vuelve a recurrir a Wall Street para gestionar la
recuperación. Ve permanentes redistribuciones de riqueza hacia la
cúspide de la pirámide, claramente a expensas de los ciudadanos comunes
y corrientes. Ve, en suma, un problema básico de falta de controles en
el sistema democrático estadounidense. Y después que se ha visto todo
esto, sólo es necesario dar un pequeño paso para concluir que hay algo
que funciona inevitablemente mal con la propia democracia.
Eventualmente, la economía estadounidense se recuperará y, hasta cierto
punto, nuestro prestigio en el extranjero. Durante mucho tiempo, los
Estados Unidos fueron el país más admirado del mundo, y todavía es el
más rico. Guste o no, nuestras acciones están sujetas a permanente
examen. Nuestros éxitos son emulados. Pero nuestras fracasos son
criticados con escarnio. Todo esto me devuelve a Francis Fukuyama.
Fukuyama estaba equivocado al pensar que las fuerzas de la democracia
liberal y de la economía de mercado triunfarían de modo inevitable y que
no habría vuelta atrás. Pero no estaba equivocado al creer que la
democracia y las fuerzas de mercado son esenciales para tener un mundo
justo y próspero. La crisis económica, en buena medida desencadenada por
el comportamiento de los Estados Unidos, ha hecho más daño a estos
valores fundamentales que cualquier régimen totalitario en los tiempos
recientes. Tal vez sea verdad que el mundo se encamina al fin de la
historia, pero de lo que se trata, ahora, es de navegar contra el viento
y de ser capaces de definir el curso de las cosas.
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Joseph Stiglitz
es profesor de teoría económica en la Universidad de Columbia, fue
presidente del Council of Economic Advisers entre 1995 y 1997, y ganó el
Premio Nobel de Economía en 2001. Actualmente, preside la Comisión de
Expertos nombrada por el Presidente de la Asamblea General de Naciones
Unidas para el estudio de reformas en el sistema monetario y financiero
internacional.