¿Suenan
tambores de guerra en Latinoamérica? Definitivamente:
sí. La amenaza es doble, y en un sentido novedosa: el
militarismo estadounidense está en su punto máximo
(factor ya conocido desde hace un siglo), a lo que se
agrega una carrera armamentista en que han entrado los
países de la región, lo cual sí es nuevo, desconocido en
épocas pasadas. En relación a la presencia de la
potencia del Norte, eso no es novedad.
Pero sí lo
son las hipótesis de conflicto con posibilidades
reales de consumación que empiezan a desarrollarse
entre algunas naciones. Lo patético es que, en este
segundo punto, ningún latinoamericano podría decir
por qué sucede. Más aún: América Latina es, desde
las guerras independentistas de principios del siglo
XIX, una región relativamente libre de conflictos
armados, por lo que una guerra en estos territorios
no obedece, al menos en principio, a ninguna lógica
histórica. Lo cual debería llevar a preguntar por
las causas de una eventual conflagración. No hay
dudas, entonces, que allí se juega alguna agenda
oculta. Y más aún: una agenda que no se corresponde
para nada con los intereses reales de las sociedades
del área. Como dijo alguna vez el Premio Nobel de la
Paz, Adolfo Pérez Esquivel: “salvo Estados Unidos,
ningún país tiene un proyecto consistente para la
región. Aunque, claro está, ese proyecto no es
precisamente el que necesitamos los
latinoamericanos”. Se aplica cabalmente aquí aquello
de “nuestra ignorancia fue planificada por una gran
sabiduría”.
Si hay
guerra, o sería una guerra popular de defensa de
intereses nacionales contra una invasión de una
potencia extra-regional (una invasión
estadounidense) o, eventualmente, una guerra entre
países vecinos, que no sería en modo alguno una
guerra de los latinoamericanos. Sería, en todo caso,
un enfrentamiento donde las poblaciones y sus
dirigencias actuarían como piezas de un rompecabezas
armado desde fuera. Y quien las movería no sería
otra que la clase dirigente de la gran potencia del
Norte –por supuesto, a través de la administración
gubernamental de turno–, dueña y señora de lo que
considera su patio trasero: los países al sur del
Río Bravo.
Felizmente
para los latinoamericanos, durante los alrededor de
dos siglos de vida independiente terminada la
colonia lusitano-española, fuera de la fratricida
guerra del Paraguay que dejó sumido a este país en
una miseria de la que no se pudo recuperar hasta el
día de hoy, en términos generales no ha sido una
constante la guerra entre Estados. Y los conflictos
armados que se han dado –que, por supuesto, los
hubo, como la guerra del Pacífico (entre Chile y
Bolivia) o la guerra del Chaco (entre Bolivia y
Paraguay)– no marcan a fuego la historia de la
región como sí sucede, por ejemplo, en el continente
africano, o en el Medio Oriente, regiones abatidas
por las guerras interestatales que responden a las
lógicas de dominación de potencias extra-regionales
y donde las poblaciones locales sólo ponen muertos
sobre muertos.
¿Se
encamina Latinoamérica a alguno de estos escenarios
de guerra interestatal? No está descartado.
Desde la
puesta en práctica de la Doctrina Monroe –“América
para los americanos”– todo el subcontinente
latinoamericano fue el reservorio de materia prima y
mano de obra barata para la expansión económica de
Washington, así como un mercado cautivo para sus
productos industriales. Eso no ha cambiado al día de
hoy sino que, por el contrario, se va
intensificando. Ante el no muy lejano agotamiento de
las reservas petrolíferas propias y de otros puntos
del planeta, contando además con que su modelo de
producción y consumo se centra en forma escandalosa
en el despilfarro de oro negro, a lo que se suma el
también próximo agotamiento de las fuentes de agua
dulce, y ante la imperiosa necesidad de materias
primas tomadas de la biodiversidad de las selvas
tropicales que alimentan las industrias
farmacéuticas y de la ingeniería genética y otros
minerales cada vez más imprescindibles para las
nuevas tecnologías que el imperio desarrolla,
Latinoamérica aparece como el proveedor natural de
todo esto en la lógica de dominación de la Casa
Blanca. Petróleo, agua dulce y biodiversidad son los
elementos que mueven la voracidad de la política
exterior de Estados Unidos.
Lamentablemente para los latinoamericanos, esta zona
es pródiga en todo ello. Por eso es que asistimos a
una presencia militar estadounidense como nunca
antes. Este nuevo reposicionamiento estratégico de
bases militares estadounidenses por toda la región
latinoamericana como no había pasado en el
transcurso del siglo XX otorga a la potencia
dominante una capacidad de acción casi absoluta. A
partir de este rediseño, toda la zona al sur de su
frontera es un virtual teatro de operaciones, y los
diversos planes en juego –Puebla-Panamá y Mérida
(para México y Centroamérica), Patriota (antes
llamado Colombia, el principal punto de referencia
en el subcontinente), Dignidad (para atender toda la
región amazónica), la renacida IV Flota custodiando
las aguas oceánicas– más la cohorte de instalaciones
militares fijas que ha desplegado por la región,
evidencian que Washington toma muy en serio a su
patio trasero. Lo “toma en serio”, claro está, desde
el punto de vista de su estrategia de control; es
decir: se hace evidente que no está dispuesto a
perderlo ni a tolerar molestos movimientos
contestatarios que cuestionen su hegemonía.
Es claro,
también, que todos estos dispositivos militares no
son sólo parte de un mecanismo de control y
espionaje: son operativos y están listos para actuar
si las circunstancias lo requieren. Para eso
necesita ir adentrándose más y más en territorios
latinoamericanos, haciendo “natural” su presencia. Y
es lo que justifica la otra faceta de la
militarización: un ariete local que le permita
sentirse dueño de la región. En esa lógica, ahí está
Colombia, el nuevo matón del barrio, jugando el
mismo papel que juega el Estado de Israel en el
Medio Oriente. De la mano con ello van las hipótesis
de guerras locales; de ahí que no es la primera vez
que ya se dice que “comienzan a escucharse tambores
de guerra”. Todo indicaría que algo se está
preparando. Pero, como dijo el citado Premio Nobel,
“no es precisamente lo que necesitamos los
latinoamericanos”.
Podría
decirse que el final del siglo XX y los inicios del
XXI encuentran a las clases dirigentes
latinoamericanas más unidas que en otros épocas. El
proyecto del MERCOSUR aparece como la iniciativa
integracionista más seria hasta el momento –más aún
que el ALBA, lamentablemente– tras todos los años de
desunión y desencuentros que signaron la historia
regional. Con el liderazgo económico y político de
Brasil ya afianzado en la zona, nada indicaría
guerra en el horizonte. ¿Por qué, entonces, tantos
aprestos bélicos? ¿Por qué esta militarización
inusitada para el área, además de las bases
estadounidenses propiamente dichas? ¿Por qué esta
compra acelerada de armamentos de alta tecnología
que se está dando?
Hay que
ver bien lo que ello significa: hoy día ningún país
de Latinoamérica deja de tener gobiernos
“democráticos”, al menos para los moldes de la
ideología dominante, que entiende “democracia” como
un ejercicio puramente formal, basado casi con
exclusividad en el voto cada cierto período de
tiempo. Desde esos criterios –y salvo Cuba, según
los mismos esquemas– toda el área goza de
“democracias” políticas, habiéndose dejado en el
pasado las dictaduras militares. Formalmente es así,
pero el balance de poderes para el campo popular no
ha variado un ápice. Sin gobiernos militares, las
condiciones de vida de las grandes mayorías están
peor que algunos años atrás. Hoy por hoy no se viven
climas militares en el ámbito político; terminaron
las guerras sucias contra los grupos insurgentes y
las respectivas fuerzas armadas volvieron a sus
cuarteles. La militarización, en todo caso, no viene
desde dentro, con Doctrinas de Seguridad Nacional e
hipótesis de enemigo interno, como en el acmé de la
Guerra Fría. Ahora la militarización la impone el
imperio en su nuevo diseño de geoestrategia
hemisférica. Si suenan tambores de guerra, son los
de Washington y sus tropas.
Pero los
tiempos cambian, y luego del trauma de Vietnam el
imperio ya no quiere desembarcar sus propios
soldados. Si lo hace, es bajo otras circunstancias
como en Irak y Afganistán, donde se libran otro tipo
de guerra, basadas fundamentalmente en la capacidad
técnica de control (que, dicho sea de paso, no
asegura el triunfo final, tal como estamos viendo
esta derrota en cámara lenta que va sufriendo
Estados Unidos). De ahí la nueva parafernalia
tecnológica en juego: guerras inteligentes, guerras
electrónicas, mecanismos de espionaje hiper
sofisticados. En todo caso en Latinoamérica se
podría repetir el modelo del Medio Oriente: una
potencia regional armada hasta los dientes (allá
Israel, aquí Colombia), que juega el papel de
gendarme de los intereses del país del Norte,
evitando la masiva presencia directa de tropas
estadounidenses en el terreno. Los muertos, de más
está decirlo, los ponen las sociedades locales.
Además, la antigua fórmula maquiavélica de “divide y
reinarás” sigue absolutamente vigente y operativa.
Las guerras –verdad vieja como el mundo– desunen, y
alguien saca provecho de eso. Para el caso, no es
otro que el proyecto de dominación imperialista el
beneficiado, quizá con alguna oligarquía local que
logre acomodarse al esquema.
Ahora
bien, la militarización a que asistimos tiene
características especiales, inéditas incluso:
estamos ante un crecimiento de bases estadounidenses
con tecnologías de punta como nunca, que sirven en
principio para el control y el espionaje, y si fuera
necesario, para el despliegue de fuerzas de
intervención directa. Pero se ello se complementa
con las nuevas hipótesis de conflicto que barren el
área: hay un nuevo polo militar que crea desbalance
regional, y se llama Colombia.
La
verdadera amenaza a la paz en Latinoamérica no
proviene del “militarista” y “castro-comunista” Hugo
Chávez, como las usinas mediáticas de la derecha
internacional quieren fijar en tanto matriz global
de opinión. “Chávez llama a las armas”, “Tambores de
guerra desde Venezuela” y artilugios por el estilo
no son sino distractores que desenfocan el verdadero
problema en ciernes. “Colombia debe tomar con toda
seriedad la que constituye la más grave amenaza a su
seguridad en más de siete décadas pues esta proviene
de un Presidente que, además, es de formación
militar. La razón es que cada vez son mayores las
posibilidades de una provocación que puede ir desde
un incidente fronterizo hasta un ataque contra
instalaciones civiles o militares en Colombia”, pudo
leerse en el editorial del periódico “El Tiempo”, de
Bogotá, el pasado 15 de noviembre. Suena tan
descabellado como la comunicación del otrora
presidente estadounidense Ronald Reagan cuando
aseguró que los sandinistas estaban listos para
atacar Texas. ¿Qué hay detrás de todo este clima
pre-bélico? –y sabemos que las guerras empiezan,
ante todo, por la desinformación. Su primera víctima
siempre es la verdad–. La posibilidad real y
concreta de desatar guerras en la región está
presente; guerras que sólo traerán más desgracias a
los latinoamericanos que pondrán el cuerpo (los
pobres, naturalmente, la población civil de a pie),
guerras que hacen parte de la estrategia de control
hemisférico de Washington, el verdadero beneficiado
con estos eventuales conflictos. Guerras que, como
comienzan a delinear las usinas mediáticas
formadoras de la opinión pública, ya aparecen como
hipótesis. ¿Marchamos inexorablemente hacia ellas?
En este
nuevo rompecabezas regional, Colombia juega un papel
clave. De ahí la necesidad para los poderes
dominantes que Álvaro Uribe siga siendo su
presidente. Quizá con un nuevo mandatario en las
próximas elecciones el plan maestro no se alteraría,
pero sí implicaría nuevas recomposiciones, por lo
que para la lógica del imperio está bien un tercer
período presidencial del actual jefe de Estado, con
lo que se reafirma la hipocresía en juego, porque
cuando de la reelección de Hugo Chávez se trata, la
“prensa libre” del mundo pone el grito en el cielo,
pero con el actual mandatario neogranadino, no.
Colombia
es vital en este nuevo esquema militar de Washington
por cuanto pasa a ser la principal avanzada de
Estados Unidos en territorio latinoamericano, vital
para controlar sus intereses. Sin dudas la
oligarquía colombiana también se beneficia de esto,
si no, no podría ceder su territorio de la manera
casi indigna que lo hace (no hay que olvidar sus
aspiraciones de siempre a controlar las reservas de
hidrocarburos del lago de Maracaibo y las
manipuladas pretensiones independentistas del estado
Zulia, en Venezuela, en concordancia con esos
intereses). ¿Qué puede esperarse de esta
remilitarización que sufre el país sudamericano?
Cualquier cosa. Por supuesto, lo que menos puede
esperarse es un real combate a la producción de
estupefacientes y a su tráfico; esa es una de las
patas en que se asienta todo el complejo mecanismo
del capitalismo mafioso que domina la escena a nivel
mundial, con paraísos fiscales intocables y capital
financiero transnacional marcando el ritmo. Pero en
todo caso, amparándose en un discurso que
pretendidamente combate al narcotráfico, la
militarización en marcha puede disparar nuevas
guerras locales, favorables en definitiva a la
estrategia global de Washington y a sus aliados
locales. Lo que el citado editorial dice puede ser
un probable escenario en el mediano plazo.
Por lo
pronto, y para hacer evidente lo antipopular y
peligroso de la nueva situación que se va
configurando en el continente, debe destacarse que
el reciente acuerdo militar entre los gobiernos de
Estados Unidos y Colombia –denominado en forma
pomposa como “Acuerdo para la Cooperación y
Asistencia Técnica en Defensa y Seguridad”, pero que
en realidad no es sino una base de operaciones
estadounidense con absoluta impunidad y fuera de
todo control colombiano– se suscribió en un marco de
gran secretividad, a espaldas de toda formalidad
democrática. De hecho, se firmó en un acto a puerta
cerrada en la sede de la cancillería en Bogotá a las
7 de la mañana. Si se prefirió eso y no la masividad
de un acto público con amplia presencia de la
prensa, ello ya indica una actitud: se cede
alegremente la soberanía nacional para una fuerza
extranjera, pero se hace a escondidas.
Como
dijera el ex canciller argentino Guido Di Tella:
“relaciones carnales” con el big brother (eufemismo
por decir en buen criollo: “bajada de pantalones”,
con todo lo que conlleva la sexista metáfora en
juego). Para muestra, véanse cualquiera de los
artículos del acuerdo, por ejemplo, el número IV:
“Acceso, uso y propiedad de las instalaciones y
ubicaciones convenidas”: “Las autoridades de
Colombia, sin cobro de alquiler ni costos parecidos,
permitirán a Estados Unidos el acceso y uso de las
instalaciones y ubicaciones convenidas y a las
servidumbres y derechos de paso sobre bienes de
propiedad de Colombia que sean necesarios para
llevar a cabo las actividades dentro del marco del
presente Acuerdo, incluida la construcción
convenida”. O el número VI: “Pago de tarifas y otros
cargos”: “Las aeronaves de Estado de Estados Unidos,
cuando se encuentren en el territorio de Colombia,
no estarán sujetas al pago de derechos, incluidos
los de navegación aérea, sobrevuelo, aterrizaje y
parqueo en rampa. Los buques de Estado de
Estados Unidos recibirán el mismo tratamiento y
privilegios que los buques de guerra, y en
consecuencia no estarán sujetos al pago de tasas de
señalización marítima y fondeo. Estados Unidos
pagará las tarifas establecidas en los puertos
concesionados por los servicios solicitados y
recibidos de las empresas comerciales. […]… de
conformidad con el derecho consuetudinario
internacional y la práctica, las aeronaves y buques
de Estado de Estados Unidos no se someterán a
abordaje e inspección”.
De acuerdo
a ese convenio, la ahora nada soberana República de
Colombia cede a las fuerzas estadounidenses el uso
de siete puntos estratégicos de operaciones dentro
de su territorio: Malambo, sede del Comando Aéreo N°
3, Cartagena, con su base naval, Tolemaida, del
ejército, Bahía Málaga, base naval en el Pacífico,
Larandia, también perteneciente al ejército,
Palanquero, del Comando Aéreo N°1 y Apiay, sede del
Comando Aéreo N° 2. El equipo extranjero será
altamente sofisticado: aviones C-17 y Orión C-3,
especiales para el espionaje electrónico y
considerados poco funcionales para combatir a la
guerrilla o al narcotráfico, ideales, en todo caso,
para operaciones quirúrgicas como la desarrollada en
enero del 2008 contra el segundo comandante de las
FARC colombianas, que fuera detectado y bombardeado
en territorio ecuatoriano, en plena selva.
De acuerdo
a un documento del Departamento de la Fuerza Aérea
del Departamento de Defensa de Estados Unidos, “la
intención es utilizar la infraestructura existente
[…] mejorar la capacidad de Estados Unidos para
responder rápidamente a una crisis y asegurar el
acceso regional y la presencia estadounidense [con
lo que se] garantiza el acceso a todo el continente
de Suramérica con la excepción de Cabo de Hornos.
[Esto] nos da una oportunidad única para las
operaciones de espectro completo en una sub-región
crítica en nuestro hemisferio, donde la seguridad y
estabilidad están bajo amenaza constante de las
insurgencias terroristas financiadas por el
narcotráfico, los gobiernos anti-estadounidenses, la
pobreza endémica y los frecuentes desastres
naturales”.
Si bien es
cierto que Estados Unidos no es ya la super potencia
hegemónica con supremacía global como lo fue apenas
terminada la Segunda Guerra Mundial pues su
situación económica comienza a resquebrajarse, muy
lejos está aún de perder su lugar y desbarrancarse
como imperio. En todo caso, esta militarización que
ahora impone en Latinoamérica puede ser señal de una
debilidad a largo plazo, porque trata de demarcar su
territorio “natural” (eso son los países al sur de
su frontera) para mantenerlo a toda costa como
reserva estratégica. Ahora bien: si históricamente
eso es una señal de debilidad para el mediano plazo,
en el momento actual lo único que trae a la región
son más problemas y sufrimientos a las poblaciones.
¿Más guerras? Sí, pareciera que de eso se trata. El
recurso a la guerra es siempre un buen expediente
para los poderes dominantes, porque sirve para dar
salida a las crisis.
En
términos estratégicos, Washington comienza a tener
ante sí un escenario que le cuestiona su absoluta
hegemonía de décadas atrás. En lo económico, siendo
aún la primer potencia, hace tiempo que viene
perdiendo dinamismo, y nuevos actores
internacionales van camino a cuestionarlo. El dólar
está dejando de ser la moneda universal intocable.
En la región sudamericana, dentro de esa lógica de
pérdida de presencia, Brasil es una nueva fuerza
económica que puede quitarle protagonismo. Y de
hecho la mayor parte de la Amazonia –vital para la
estrategia de la Casa Blanca– se encuentra en su
territorio. Por tanto, como apuesta por el
mantenimiento de esa supremacía en el mediano plazo,
la estrategia imperial apunta a contener a Brasil.
Pero este país, décima economía mundial, con una
oligarquía nacional que ya se comienza a sentir
envalentonada y reclama una silla en el Consejo de
Seguridad de Naciones Unidas, lidera un bloque como
el MERCOSUR que, indefectiblemente, pasa a ser
también un grupo de incidencia política. Lo cual se
complementa, también, con pretensiones de hegemonía
militar. La carrera armamentista en que ha entrado
el país carioca con la modernización de sus
arsenales compite con la delegación estadounidense
en la zona: Colombia. Las fuerzas armadas que crecen
y las armas que se acumulan en los arsenales –esto
es una “ley” largamente demostrada en la historia–
tarde o temprano entran en acción. La única guerra
en que no se dispararon tiros directamente los
contendientes fue la Guerra Fría; pero ahí, los
misiles que no se lanzaban las potencias tenían como
correlato las guerras locales que desangraron el
mundo luego de terminada la Segunda Guerra Mundial
en representación de los respectivos bloques de
poder. Hoy no hay Guerra Fría, y el petróleo y el
agua dulce se agotan (dicho sea de paso, un
ciudadano estadounidense medio consume 100 litros
diarios de agua, contra 30 de un europeo y 1 de un
africano). Las pretensiones hegemónicas de Brasil
encuentran su correlato en una Colombia hiper armada
(en proporción a su población, las fuerzas militares
más grandes de Latinoamérica, y en términos
absolutos, similares a las de Brasil). Ya está claro
su papel obstructor y disgregador, tal como puede
apreciarse en UNSAUR y en el Consejo de Defensa
Suramericano. ¿Para qué necesita Colombia los gastos
militares, en proporción, más altos del mundo, más
que los del propio Estados Unidos? Para combatir al
narcotráfico, evidentemente no, porque la producción
de hoja de coca y su transformación en cocaína,
luego de casi 10 años de plan Colombia (y luego
Patriota) no desaparecieron. Todo apunta más a que
su papel tiene que ver con un Israel en los
desiertos del Medio Oriente; allá hay hidrocarburos.
Aquí no sólo eso: también recursos hídricos y
biodiversidad. Además de gobiernos díscolos, como el
de Hugo Chávez, o el de Evo Morales. Y grupos
sociales que siguen reivindicando cambios (los
movimientos indígenas latinoamericanos son una de
las principales hipótesis de conflicto del Pentágono
para las primeras décadas del siglo XXI).
El
curiosamente Premio Nobel de la Paz (¿serán
esquizofrénicos los que otorgan estos galardones?) Barak
Obama ha continuado sin modificaciones la política
militarista de su antecesor, el presidente George Bush;
incluso mantuvo en el cargo al mismo secretario de
Defensa, Robert Gates, un connotado halcón. Está claro
el mensaje en juego: más allá de declamaciones, ninguna
base militar estadounidense en el área latinoamericana
han sido cerrada. Por el contrario, se expanden. Y el
contrato de “cooperación” militar con Colombia da la
pauta: el “arco de inestabilidad global”, como denominó
el Pentágono a la zona de América Latina que contiene
reservas petrolíferas, acuíferas y de biodiversidad,
sigue siendo su preciado botín. Eso lo considera de su
propiedad, y si alguien osara ponerlo en duda, ahí está
la parafernalia militarista para recordarlo, en la que
Colombia juega un papel clave. Si existe alguna amenaza
de tambores de guerra en la región, no es la compra de
armamentos por parte del gobierno venezolano. |