¿Se
resolvió la crisis política en Honduras? Si bien se
abrió una ventana de oportunidades, todo parece
indicar que no hay demasiado lugar para el
optimismo. Conviene recordar lo que dijéramos en
estas mismas columnas al producirse el golpe: que
Micheletti sólo permanecería en el poder en la
medida en que contara con el apoyo, activo o pasivo,
de Washington. Cuatro meses demoró la Casa Blanca en
comprender el alto costo que tenía sostener a un
régimen golpista en la región. Acuciado por los
diversos problemas que enfrenta en su política
exterior –sobre todo por el rápido deterioro de la
situación en Afganistán y Pakistán y el
empantanamiento de sus tropas en Irak–, Obama dio un
golpe de timón que descolocó a su secretaria de
Estado Hillary Clinton, principal artífice del apoyo
a los golpistas, y envió a Thomas Shannon a
Tegucigalpa con el encargo de restaurar el orden en
el convulsionado patio trasero. Poco después
Micheletti archivaba sus bravuconadas y aceptaba
mansamente lo que hasta entonces era
inaceptable. Claro, poco antes Shannon había
transmitido el terminante mandato imperial. Para
dulcificar el mal rato hizo pública su admiración
por los dos líderes de la democracia hondureña: el
golpista y el destituido.
Zelaya
propone un programa de tres puntos: restitución,
amnistía y gobierno de reconciliación nacional. La
primera deberá ser resuelta por el Congreso, el
mismo organismo que convalidó con entusiasmo el
golpe de Estado y no ahorró insultos y calumnias en
su contra. Habrá que ver, pero no será sencillo.
Amnistía, ¿para quiénes? ¿Para los funcionarios
civiles y militares de un gobierno que violó los
derechos humanos y conculcó todas las libertades? ¿O
aceptaría Zelaya ser amnistiado por delitos que no
cometió, como por ejemplo tener la osadía de
pretender preguntarle a su pueblo si es que estaba
de acuerdo con convocar a una asamblea
constituyente? Y ni hablar de la tercera cláusula,
íntimamente vinculada a la anterior. Porque, en las
actuales condiciones, ¿un gobierno de reconciliación
nacional no es acaso un pasaporte al olvido, a la
desmemoria, a la impunidad?
Un somero
balance de la crisis y su aparente resolución revela
que los golpistas pueden sentirse satisfechos porque
preservaron sus dos principales objetivos: destituir
a Zelaya, aunque reasuma por unos pocos meses más
hasta que finalice su mandato; y haber logrado el
reconocimiento internacional de las viciadas
elecciones del 29 de noviembre, cosa que el propio
Shannon se encargó de asegurar. A su vez la
oligarquía hondureña se saca de encima el peligro de
una escalada más agresiva de Estados Unidos contra
sus propiedades y privilegios, cosa que podría haber
ocurrido si no se producía un acuerdo. Un eventual
control más pegajoso de Washington sobre sus activos
y fondos en Estados Unidos le quitaba el sueño, y la
intransigencia de Micheletti se convertía en una
amenaza innecesaria a sus intereses.
Para
Zelaya el balance resulta mucho más complejo, y es
precisamente eso lo que ensombrece el panorama
hondureño. Su restitución no remueve para nada las
causas profundas que provocaron el golpe de Estado.
Además, en tal caso, ¿convalidaría sin más los
resultados de unas elecciones plagadas de gravísimas
irregularidades y cuya campaña se desenvolvió bajo
el clima de violencia y terror impuesto por los
golpistas? Micheletti ya está haciendo sonar los
tambores de guerra. Apenas cerrado el acuerdo
declaró a la CNN en Español que una vez restituido
en el poder “Zelaya y la gente que le acompaña
estamos seguros de que van a emprender una campaña
de persecución. Sólo el que no conoce la actitud de
Zelaya se cree que no habrá consecuencias”. Y tal
vez por eso, mujeres y hombres que ganaron las
calles de Honduras, más allá de lo que ocurra con
este acuerdo, decidan seguir avanzando en sus luchas
por la construcción de una Honduras diferente, esa
que no se consigue con injustas amnistías o espurias
reconciliaciones.