Estimado presidente Obama: qué notable es que lo
hayan reconocido como un hombre de paz. Sus rápidos
pronunciamientos tempranos –que cerraría Guantánamo,
que repatriaría a las tropas en Irak, que quiere un
mundo libre de armas nucleares– su reconocimiento
ante los iraníes de que en 1953 derrocamos al
presidente que habían elegido democráticamente,
aquel gran mensaje al mundo islámico en El Cairo, la
eliminación de esa expresión inútil de “guerra al
terror”, que haya puesto fin a la tortura: todo eso
ha hecho que nosotros y el resto del mundo nos
sintamos un poco más seguros, considerando el
desastre de los ocho años anteriores. En ocho meses
usted ha dado un golpe de timón y ha llevado a esta
nación por un curso mucho más sensato.
Sin embargo... a nadie escapa la ironía de que se le
haya concedido el premio en el segundo día del
noveno año de nuestra guerra en Afganistán. Ahora
está usted en una verdadera encrucijada. Puede hacer
caso a los generales y expandir la guerra (que sólo
nos conducirá a una más que predecible derrota) o
puede declarar el fin de la guerra de Bush y traer a
casa a todos los combatientes. Ahora. Es lo que un
verdadero hombre de paz debe hacer.
No hay nada malo en tratar de hacer lo que su
predecesor no pudo: capturar al o a los responsables
del asesinato masivo de 3000 personas el 11-S. Pero
eso no se puede hacer con tanques y tropas. Usted
persigue a un criminal, no a un ejército. No se
utiliza dinamita para acabar con un ratón.
El talibán es otro asunto. Es un problema que el
pueblo de Afganistán debe resolver, tal como
nosotros hicimos en 1776, los franceses en 1789, los
cubanos en 1959, los nicaragüenses en 1979 y los
habitantes de Berlín oriental en 1989. Algo tienen
en común todas las revoluciones emprendidas por los
pueblos que anhelan la libertad: pero en última
instancia son ellos mismos quienes deben lograr esa
libertad. Otros pueden brindar apoyo, pero la
libertad no se puede entregar desde el asiento
delantero de una Humvee de una persona de fuera.
Tiene usted que poner fin ahora mismo a nuestro
involucramiento en Afganistán. Si no lo hace, no le
quedará más remedio que devolver el Premio Nobel a
Oslo.
Lo saluda,
Michael Moore.
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