El
Estado nunca se fue
Julián Casanova
El País
28 de Junio de 2009
Lo que ocurrió es que
algunos gobernantes lo pusieron al servicio de amigos,
banqueros y especuladores. El país que dirigió Bush era
un lugar excelente para los ricos: un 1% controlaba el
40% de la riqueza
Paul Kennedy planteaba hace unos días en
este periódico (7 de junio) reflexiones
relevantes, como muchas de las que salen
de su pluma, para explicar la vuelta del
Estado, "y a lo grande", al primer plano
de la actualidad, después de que "los
defensores del capitalismo de libre
mercado sin ningún tipo de control" se
apoderaran del mundo desde comienzos de
los años noventa del siglo pasado. El
historiador británico, afincado en
Estados Unidos, celebra esa vuelta, que
él explica como consecuencia de los
atentados terroristas de septiembre de
2001 y, sobre todo, de la crisis
económica internacional que nos acompaña
de forma aterradora desde hace unos
meses.
Vistas las cosas desde otra perspectiva,
el Estado nunca se fue. Ocurrió, más
bien, que algunos gobernantes,
irresponsables pero jaleados por
economistas y vendedores de ideas
neocon, lo pusieron al servicio de
sus amigos, de banqueros y
especuladores. El caso de la América de
Bush, de los ocho años en que George W.
Bush estuvo en el poder, resulta
paradigmático para comprobar este
argumento.
Hasta hace poco, en realidad hasta que
George W. Bush subió al poder, los
gobernantes de Estados Unidos siempre
tuvieron un discurso político claro,
ideas básicas en torno al mundo y a la
posición imperial norteamericana y, lo
que parece más importante para lo que
defiendo en estas páginas, reaccionaban
ante los hechos históricos. Esto fue así
desde Franklin Delano Roosevelt a Ronald
Reagan, pasando por Harry S. Truman o
John Fitzgerald Kennedy, aunque en los
estereotipos sobre Estados Unidos
transmitidos por muchos comentaristas
europeos, el "modo de vida americano"
estaría más influido por el dominio
absoluto del dinero que por las
políticas de sus gobernantes.
A George W. Bush, y a los gobernantes de
otros países que se alinearon con él
-como José María Aznar, por utilizar el
ejemplo más cercano-, las ideas, o el
conocimiento racional de los hechos,
nunca les importó, excepto como
herramientas para mantener sus
intereses. A George W. Bush, por
ejemplo, como apunta Jacob Weisberg en
The Bush Tragedy, nunca le
interesó la política interna de su país,
hasta que, como gobernador de Tejas,
tenía ya más de 40 años, y cuando supo,
o tuvo que saber por su condición de
presidente de Estados Unidos, algo de
política internacional, había cumplido
más de 50.
Tampoco le interesó la historia, hasta
que se convirtió en uno de sus
protagonistas y comenzó a leer libros de
historia, o eso es lo que decía él, de
forma compulsiva, desde una voluminosa
"historia desconocida" de Mao Tse Tung a
varios cientos de páginas sobre la gran
epidemia de gripe de 1918. José María
Aznar siguió como presidente los pasos
de Bush en sus lecturas trascendentales,
porque, cuando en España arreciaba el
debate sobre nuestro pasado traumático
de guerra civil y de dictadura, recurrió
a Pío Moa, que no es un historiador,
para contrarrestar los mitos de los
historiadores, a quienes Aznar nunca
tuvo necesidad de leer. Ni Bush ni Aznar
se proponían pensar sobre la historia
para aprender de ella, sino que sólo les
importaba cómo utilizarla políticamente.
En realidad, en el caso de Bush, porque
de Aznar no me consta ese dato, las
lecturas no le hicieron más sabio.
Cuando faltaban tres semanas para acabar
2006, uno de sus años más desastrosos
como gobernante, le dijo a un escritor
que ese año se había leído 87 libros,
además de su ración diaria de la Biblia,
lejos todavía del más del centenar que
se había tragado Karl Rove, su principal
consejero político.
Después de los atentados terroristas del
11 de septiembre de 2001, Bush hizo del
patriotismo el primer valor de muchos
norteamericanos para hacer frente al
terrorismo y con el patriotismo como
bandera se lanzó a la guerra contra
Sadam Husein. El patriotismo difuminaba
así las diferencias sociales y raciales
y construía una identidad colectiva, el
pueblo norteamericano, que declaraba su
lealtad al presidente como jefe supremo
de las fuerzas armadas. Es lo que le
recordó Bush a John Kerry, el candidato
demócrata, en los debates de la campaña
presidencial de 2004: que, dada su
trayectoria y falta de coherencia, no
podía ser fiable como "comandante"
supremo de las fuerzas armadas. Se lo
decía él, el presidente que había
organizado "la guerra contra el terror".
Esa guerra contra el terror convirtió
una vez más al Ejército norteamericano
en un instrumento básico de la violencia
política del Estado, como lo había sido,
primero desde los años cincuenta, en las
campañas antiguerrillas en
Latinoamérica, y, en los años sesenta y
setenta, subiendo un escalón más, en la
estrategia militar anticomunista
desplegada en el sureste de Asia.
Guantánamo, y las desproporcionadas
medidas de seguridad que Estados Unidos
inauguró y extendió desde finales de
2001 prácticamente a todos los países,
constituyen las manifestaciones más
claras de la legitimación del Estado, de
un Estado fuerte y en guerra, para
controlar vidas y haciendas de los
ciudadanos.
Los ataques terroristas del 11 de
septiembre otorgaron a Bush plenos
poderes para emprender la guerra contra
el terror y para poner en marcha los
planes diseñados por sus asesores
políticos, con Karl Rove a la cabeza, y
por sus compañeros de viaje Dick Cheney
y Donald Rumsfeld. Por ese camino de
fortalecimiento de la maquinaria de
control y represión, dejaron
voluntariamente fuera del escenario,
marginándola de la historia que ellos
estaban construyendo, la capacidad del
Estado para promover el desarrollo
económico y para actuar como agente de
redistribución social, dos de las
características de los Estados modernos,
presentes ya en las respuestas
keynesianas que siguieron a la gran
depresión de 1929.
La contribución de George W. Bush y de
sus amigos y aliados internacionales a
la historia de la humanidad en ocho años
de poder absoluto ha sido
extraordinaria: una guerra violentísima
e innecesaria en Irak, con
ramificaciones trágicas en otros países;
una exagerada percepción de la amenaza
terrorista, que ha provocado más
muertos, aunque no en Estados Unidos, en
vez de evitarlos; y una crisis
económica, ocasionada por la
irresponsabilidad de banqueros y
especuladores de fondos de inversión,
que ha alcanzado a todo el mundo y está
causando efectos devastadores en
millones de ciudadanos.
Hoy podemos recordar el rostro siempre
risueño de Bush, y de Aznar, y el
optimismo y arrogancia con la que los
ricos vendían sus productos. Pese a las
persistentes secuelas del 11-S, un 30%
de la población estadounidense declaraba
en esos años estar entre el 10% más rico
de la sociedad y esos mismos ciudadanos
creían que en su país no había pobres.
En realidad, Estados Unidos era un lugar
excelente para los ricos -el 1% de la
población controlaba casi el 40% de la
riqueza-, pero no tanto para esos
millones de adultos que vivían en la
pobreza y que carecían de seguro médico
y de servicios sociales básicos.
Con sus actuaciones, esos gobernantes
han quebrantado una parte sustancial de
la tradición democrática, aquella que
siempre puso al Estado al servicio de
los ciudadanos y no en manos sólo de los
amos del capital. Para comprender esa
tradición, y hacerla presente en
momentos tan críticos, conviene mirar a
la historia, a los períodos en que los
Estados han actuado como dispositivos de
seguridad frente a los fallos del
mercado y a la desigualdad excesiva. Eso
es lo que Barack Obama parece dispuesto
a recuperar, que el Estado conserve la
capacidad para mantener la fuerza frente
a cualquier desafío terrorista o armado
y, al mismo tiempo, instigado por la
sociedad civil, formule y dé cuerpo a
procesos políticos de redistribución de
los recursos sociales. Los destrozos
generados por las políticas neoliberales
y los dueños de las finanzas así lo
aconsejan.
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Julián Casanova es
catedrático de Historia
Contemporánea en la Universidad de
Zaragoza.
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