En cierta ocasión, la
Primera Ministra israelí Golda Meir declaró que no había palestinos; en
todo caso, cuando se asomaba a la ventana veía a uno o dos árabes. No
obstante, su comentario tenía un tinte menos real que político, en el
sentido de que negaba que los árabes palestinos hubieran tenido alguna
vez identidad nacional; así, en su opinión, los judíos europeos que iban
llegando no hacían sino llenar un vacío político al regresar a donde sus
ancestros fundaron un estado tiempo atrás. Era un mito útil para crear
una nación. Si carecían de conciencia e identidad políticas, concepto
muy marxista, los palestinos no podrían tratar de recobrar algo que, al
menos según Meir, jamás habrían tenido. El punto de vista de Meir
ofrecía así una interpretación de la historia reciente que resultaba
adecuada para los israelíes de nuevo cuño, pero que para los palestinos
que sobrevivieron supuso la nakba, una catástrofe.
A pesar de la opinión de
Meir, para muchos ha llegado por fin el momento de crear un estado
palestino viable, pero ello implicaría que lo que sucede en Ramala no
viene dictado realmente por los políticos de Washington y Tel
Aviv. Washington interviene en la relación entre Israel y Palestina
tanto si debe o quiere como si no. Ahora tiene un presidente ansioso por
salir del punto muerto, pero Tel Aviv no está poniendo de su parte.
Israel posee el gobierno más derechista de su historia y preside un
régimen de explotación colonial que bien podría calificarse de racista e
imperialista en cualquier otro lugar del mundo. Hacer la vista gorda es
rendirse ante la eficacia del lobby israelí a la hora de
silenciar buena parte de las críticas a través de su red de amistades en
los medios de comunicación y en los círculos políticos de Estados Unidos
y de Europa, silencio que podría ser aún más generalizado. La
asimilación de cualquier crítica a Israel con el antisemitismo en la
legislación contra la xenofobia ya ha empezado a utilizarse contra
quienes se meten con Israel en Canadá y en Australia. Si a esto se añade
la creciente proliferación de leyes en esta línea, pronto criticar a
Israel pasará a ser delito en muchos países.
Es probable que Washington
nade contracorriente insistiendo en que Israel se ciña a las normas del
resto del mundo en cuanto a respeto de los derechos humanos y aceptación
del derecho internacional, pero esto va a ser difícil de conseguir en la
práctica. Mientras las numerosas amistades que posee Israel en el
Congreso estadounidense y en la prensa le sigan procurando cobertura
política y la colaboración de los medios, Tel Aviv continuará actuando
impunemente y de forma temeraria con sus propios árabes y estados
vecinos. La excepcionalidad de Israel y sus derechos, pilares en los que
se basa este proceso y que rechazan muchos israelíes liberales y judíos
de la diáspora, son sin duda de origen racista.
Existe por otra parte una
fantasía crucial en la vida israelí acerca de lo que es necesario para
mantener la seguridad del país. Diversos gobiernos israelíes han
emprendido acciones de apropiación a la par que han hecho la vida
imposible a los palestinos pensando que algún día éstos optarán por
tirar la toalla y marcharse. El actual Primer Ministro israelí, Benjamin
(Bibi) Netanyahu, continúa perpetuando este juego y declarando que desea
la paz con los palestinos mientras sigue apretándoles las tuercas. Pero
Netanyahu debe saber que obras son amores y no buenas razones. Aunque
piense que con sus discursos va a resultar creíble ante la opinión
internacional, los hechos revelan lo contrario: una historia de opresión
y, en ocasiones, de una crueldad inimaginable. A juzgar por sus
acciones, pocas dudas pueden quedar acerca de lo que hacen y pretenden
seguir haciendo los israelíes con los palestinos. De manera contraria a
la legislación internacional y a cualquier precedente, el trato que se
da a Cisjordania y a Gaza es el de territorios conquistados sometidos a
las veleidades del gobierno israelí, aún cuando no existan claras
amenazas para la seguridad ni razón alguna para provocar un grado de
sufrimiento que probablemente no se pueda comparar con el de ningún otro
lugar del mundo. Sin embargo, los críticos con Israel no son los únicos
que se están dando cuenta de esto. Incluso el senador John Kerry,
presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado
estadounidense, tras realizar una visita a Gaza en febrero de 2009,
quedó impresionado por el dolor y la devastación que había causado la
invasión israelí.
Esta política de añadir
calamidades a las ya existentes no es nueva. Hace tiempo que Israel
mantiene una política con la que veladamente trata de sumir en la
desesperación a los árabes que viven dentro y fuera de sus fronteras al
objeto de obligarles a marcharse por razones económicas. El éxito de
esta política no siempre ha sido completo, dado que la población árabe
que reside dentro de Israel consigue subsistir por su elevada natalidad
a pesar de su alto índice de emigración. No obstante, la población más
afectada ha sido el colectivo de árabes cristianos, que se ha reducido a
menos de la mitad en los últimos cuarenta años debido sobre todo al
acoso del gobierno israelí. En un plazo relativamente corto la cuna del
Cristianismo en Oriente Próximo se quedará sin cristianos nativos,
expulsados por la política de Israel y por el fanatismo local que han
desatado los EE.UU. en zonas como Irak. Curiosamente, Siria (incluida en
el Eje del Mal) es uno de los pocos lugares de Oriente Próximo donde los
cristianos pueden practicar su religión con relativa libertad.
Israel continúa cerrando el
puño en torno a Jerusalén Oriental, de mayoría árabe. Se derriban
viviendas árabes para crear parques que sólo podrán utilizar los judíos,
y se siguen construyendo asentamientos para separar por completo a
Jerusalén de Cisjordania. Los judíos israelíes pueden adquirir viviendas
en cualquier parte de la ciudad, pero los árabes de Jerusalén Oriental
no, y los árabes de Cisjordania ya no pueden visitar la ciudad debido a
la red de carreteras militares, al enorme muro de seguridad y a las
restricciones impuestas para los desplazamientos. Los amigos de Israel,
entre los que se encuentran los Cristianos Unidos por Israel del
reverendo John Hagee, el Comité Judío Estadounidense, la Conferencia de
Presidentes de Grandes Organizaciones Judías Estadounidenses y el Comité
de Asuntos Públicos Estados Unidos-Israel (AIPAC, por sus siglas en
inglés), se han enfrascado en una campaña permanente con el fin de
presionar a la administración de Obama para que abandone sus críticas a
los asentamientos, en ocasiones con la excusa de que el problema se
resolverá por sí solo mediante un amplio acuerdo de paz. Sus argumentos
son deliberadamente falsos, y tienen por único objeto seguir ganando
tiempo para que el gobierno de Netanyahu continúe retrasando la adopción
de medidas. Los asentamientos constituyen el eje del problema, puesto
que están creando las bases de algo que va a ser extremadamente difícil
de solucionar. Baste ver los disturbios que provocó el desalojo de tan
sólo 8.500 colonos israelíes de Gaza en 2005. Retirar un número de
colonos más de cuarenta veces superior al que hay en Cisjordania
resultará muchísimo más difícil, si no imposible, e incrementar las
cifras y las infraestructuras que los sustentan no hará sino garantizar
que jamás se produzcan cambios de población, que es exactamente lo que
Netanyahu y sus partidarios pretenden.
A todo esto se añade Gaza.
El ataque israelí de enero sobre Gaza fue quizás una de las operaciones
militares más absurdas de todos los tiempos. La mayoría de las víctimas
fueron civiles, se arrasaron infraestructuras y quedó demostrado de una
vez por todas que las fuerzas de defensa israelíes constituyen uno de
los ejércitos más indisciplinados que se conocen, en parte dirigidas por
rabinos racistas que instan a las tropas a matar a sus enemigos árabes
sin piedad. Desde entonces, Israel ha hecho todo lo posible por impedir
a los habitantes de Gaza que reconstruyan sus maltrechas vidas. Se han
enviado miles de millones de dólares en ayudas para la reconstrucción de
Gaza, pero Israel ha logrado bloquear la franja por tierra y por mar,
impidiendo el paso de materiales de construcción e incluso de alimentos
y medicinas. La experiencia de la ex congresista Cynthia McKinney,
capturada en julio junto con otros defensores de los derechos humanos en
un barco que transportaba suministros médicos desde Chipre y que incluso
estuvo encarcelada una semana, no ha sido un hecho aislado, aunque
apenas haya tenido eco en los principales medios estadounidenses. En
ocasiones, la intimidación que ejercen los israelíes hacia la población
inocente es asombrosa, y no parece obedecer a una lógica racional.
Diversos organismos internacionales han documentado cómo el gobierno
israelí prohíbe unilateralmente pescar a los barcos de Gaza y emplea
helicópteros de combate para atacar a los pescadores que avistan en el
mar. En el último incidente producido a mediados de julio varios barcos
pesqueros sufrieron daños de consideración tras ser alcanzados por fuego
de ametralladoras y misiles, aunque sin causar ningún muerto.
Lo irónico es que tal vez
los israelíes pretendan acabar con los palestinos, pero no por ello
dejan de ser conscientes de que la demografía sigue otro curso. En diez
años habrá una mayoría árabe principalmente musulmana entre Jordania y
el Mediterráneo. Israel sólo podrá sobrevivir si abandona cualquier
pretensión de democracia y crea un estado totalmente policial en el que
los ciudadanos judíos gobiernen a los árabes como una clase inferior, o
bien si emprende una limpieza étnica de todos los cristianos y
musulmanes de su territorio y convierte la religión judía en la única
base para ser considerado ciudadano israelí. Tanto Estados Unidos como
el resto del mundo saben perfectamente que el rumbo que ha tomado el
gobierno israelí es a un tiempo suicida e insostenible, pero no está
claro que vayan a hacer algo al respecto. De momento parece que Barack
Obama va en serio, pero cuando el AIPAC y el lobby israelí
empiecen de verdad a tirar de la cuerda, ¿será capaz de mantener el
tipo? Todos sus predecesores en el cargo llegaron a la conclusión de que
era inútil presionar a los israelíes, pero cabe la posibilidad de que
Obama sea un hueso más duro de roer.