En América
Latina han sido muchos los presidentes que llegaron
al cargo con promesas de políticas sociales que
dejarían abandonadas para entregarse al servicio de
los sectores más oligarcas, desde empresariales a
militares. Por ello, el caso de que el presidente
Manuel Zelaya en Honduras, llegado al poder como
candidato del Partido Liberal, hubiese realizado el
camino contrario adoptando iniciativas sociales y
progresistas imprevistas en un candidato neoliberal,
era todo un sacrilegio.
No
olvidemos que se trata del país utilizado por los
sectores más reaccionarios y derechistas de la
región para su política de agresividad contra
cualquier conato de progresismo en Centroamérica. En
Honduras se entrenaba en la década de los ochenta la
Contra nicaragüense financiada mediante el
entramado denominado red Irán-Contra que
combatiría contra el sandinismo y se coordinaban los
escuadrones de la muerte que asesinaban a líderes
progresistas e intentaban dinamitar el proceso de
paz en El Salvador.
En la
madrugada del domingo, un comando militar
secuestraba al presidente y lo sacaba del país para
llevarlo a Costa Rica. El Ejército hondureño revivía
así los tiempos más oscuros de la guerra fría,
cuando cumplía fielmente con el papel de sesgar
cualquier iniciativa o movimiento social que pudiera
pretender un mínimo avance de los sectores más
empobrecidos del país.
Zelaya
había decretado un importante incremento al salario
mínimo y estrechado relaciones con los sectores
populares. En política internacional se sumó a la
oleada de gobiernos progresistas que renegaban de
las políticas neoliberales que dominaron los años
noventa, se integró en la Alternativa Bolivariana de
las Américas, un proyecto de cooperación e
integración latinoamericana sugerido por Hugo
Chávez, y restauró las relaciones diplomáticas con
Cuba.
EEUU y la UE deben demostrar que defienden la
democracia
Para este
domingo cometió el delito imperdonable de "preguntar
al pueblo". Convocadas elecciones legislativas y
municipales ideó la propuesta de instalar una urna
más donde los ciudadanos se pudieran pronunciar
sobre la convocatoria de una Asamblea Constituyente
para el próximo año. Una iniciativa apoyada por la
firma de 400.000 ciudadanos hondureños, las tres
centrales obreras, el Bloque Popular de Honduras y
toda una serie de organizaciones sociales, pero no
por los sectores empresariales que temen cambios en
sus privilegios fiscales y en la política de expolio
de los recursos naturales del país.
La gran
mayoría de países de la región, así como la
Organización de Estados Americanos (OEA), condenaron
inmediatamente el golpe de Estado. Todo ello
contrasta con el silencio inicial de los gobiernos
europeos, instituciones de la Unión y políticos y
analistas de opinión.
Los
paralelismos con la complicidad con el golpe de
Estado en Venezuela, en abril de 2002, son
evidentes. También ahora nos llegaba la tendenciosa
y falsa interpretación de un presidente populista
que deseaba cambiar la Constitución para ator-nillarse
al cargo sólo porque intentó consultar a los
ciudadanos.
Curiosa
Unión Europea, que adopta resoluciones de condena
cuando no se renueva un canal de televisión en
Venezuela y que seguía sin pronunciarse horas
después de que los militares secuestraran a un
presidente latinoamericano.
Es en
estos momentos cuando Estados Unidos y la Unión
Europea deben demostrar que defienden la democracia
y las instituciones. Su mera pasividad mostraría una
connivencia con el golpismo que terminaría con el
poco prestigio que les pueda quedar entre los
latinoamericanos.
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