Augusto Zamora
Público 9 de Agosto de 2009
Después de la II Guerra Mundial, como parte de su estrategia de confrontación con la Unión Soviética, EEUU promovió la instauración de gobiernos fuertes, fieles y bien armados que, cada uno en su región, actuaran y sirvieran de portaaviones para la defensa y promoción de los intereses de Washington. Tal papel le correspondió, en Centroamérica, a la Nicaragua de los Somoza (desde donde se actuó contra Arbenz, en Guatemala, en 1954, y de donde salieron los barcos para invadir Cuba, en 1961). En Medio Oriente fue Estado gendarme el Irán del Sha que, con Turquía, Arabia Saudí e Israel, cerraban Oriente Medio para EEUU y sus aliados. Gendarme regional quiso ser la dictadura de generales argentina, que sobrevaloró su peso para EEUU y ese error les llevó a otro peor: invadir las Malvinas creyendo que Washington apoyaría la invasión.
Una densa red de alianzas mantenía la vasta región del Pacífico
bajo control, de Corea del Sur a Australia, pasando por Japón,
Taiwán, Tailandia, Filipinas e Indonesia. Estos países, además,
contenían bases militares estadounidenses, a sumar a las
existentes en las islas y archipiélagos de EEUU. Un anillo de
hierro que preservó aquel vasto océano, hasta la irrupción de
China e India, como un “mar estadounidense”.
Colombia fue un alumno avanzado –por sus circunstancias– en la formalización de su condición de Estado gendarme en Latinoamérica. Su origen se remonta a 1925, con la firma de un tratado que ponía fin al conflicto provocado por la independencia forzada de Panamá; conflicto resuelto con un tratado, un pago de 25 millones de dólares y la entrega a Colombia de dos islas nicaragüenses. Desde ese año, Colombia renunció a poseer política propia, para ser fiel ejecutante de las políticas de Washington. Así, fue el único país latinoamericano que envió, en 1951, tropas a la guerra de Corea (el Batallón Colombia) y, cuando tuvo lugar el conflicto con Cuba, la Cancillería colombiana llevó la iniciativa para la expulsión de la isla de la Organización de Estados Americanos (OEA).
Es larga y antigua la satelización de Colombia por sus élites y,
en verdad, se remonta a los albores mismos de la independencia,
con la alianza de Santander con el imperio británico, en 1812.
Por eso no debe extrañar que, en las circunstancias que vive
Latinoamérica –estremecida por un aluvión de cambios promovidos
por gobiernos de izquierda de distinto color–, Bogotá quiera ser
el portaviones de EEUU en la región, ofertando nada menos que
siete bases estadounidenses. Sólo en la desaparecida Canal Zone,
en Panamá, donde poseía 14, ha tenido EEUU un número mayor de
bases en un único país americano. Tal despliegue militar
estadounidense en territorio colombiano alteraría gravemente la
situación militar y geopolítica en Sudamérica y el Caribe y
convertiría a Colombia en un foco constante de tensiones, mayor
al que es actualmente.
Según las noticias, EEUU planea construir en esas bases desde amplias redes de espionaje, hasta bases aéreas para vigilar toda la región, amén de concentrar grandes cantidades de tropa y armamento. En otras palabras, Colombia sería el equivalente a lo que fue Honduras en los años 80: una plataforma para desestabilizar a los gobiernos y movimientos revolucionarios y progresistas del área. Un retroceso evidente a épocas que se creían superadas, más sorprendente aún viniendo del Gobierno Obama. De ahí el rechazo general de los gobiernos de la región –con la excepción del neo-neoliberal Alan García– y los anuncios de una nueva carrera armamentística para enfrentar la amenaza.
En términos objetivos, no hacen falta, en forma alguna, bases
militares extranjeras en Latinoamérica.
Residuos de la extinta Guerra Fría, su planteamiento debe
obedecer, forzosamente, a criterios poco tranquilizadores. Esta
repentina fiebre de Washington por abrir bases militares en
Colombia debe vincularse a la sorprendente reorganización de la
IV Flota de EEUU, en 2007, para patrullar aguas
latinoamericanas, y a su más que sospechoso papel en el golpe de
Estado en Honduras. ¿Una forma de ir sentando las bases de una
futura recolonización con Colombia como plataforma?
Si este absurdo se mantiene, podría generarse una espiral
militarista en la región más pacífica y pacificada del mundo
(con la excepción de Colombia), que lleva décadas resolviendo
sus litigios territoriales en tribunales judiciales y arbitrales
y que está inmersa en profundos y novedosos procesos de
integración. La lógica de las cosas llevaría a caminar en
sentido contrario, es decir, a favorecer la desmilitarización de
Latinoamérica, fortalecer los foros políticos y a darle mayor
impulso al entendimiento y la cooperación entre las dos partes
del continente, como Obama aseguró querer, en la recién pasada
Cumbre de las Américas, aunque desde entonces los hechos le
refutan.
No hay argumentos lógicos que avalen, justifiquen o sostengan esa repentina fiebre militarista que parece afectar a los gobiernos de EEUU y Colombia. La única explicación posible es que Colombia aspire a convertirse en el gendarme de Washington en la región. Pero, ¿gendarme para qué? ¿Para invadir Ecuador, Venezuela y Brasil? ¿Hacer de Uribe el Somoza del siglo XXI? Si alguien está pensando en esos términos en Washington y Bogotá, debe ser llevado con urgencia al psiquiatra. Y si son grupos de poder, no queda más que extender la alerta y prepararse para lo que viene. Aunque no. Latinoamérica ya no es lo que era, ni volverá a serlo. Uribe, como este sorprendente Obama, parecen figuras de un Museo de Cera perdido en el tiempo y en el espacio. Ojalá no acaben figurando en uno de los Horrores.
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Augusto Zamora es Embajador de Nicaragua en España y autor del libro ‘Ensayo sobre el subdesarrollo: Latinoamérica, 200 años después’.
Ilustración de Zunras