Sesenta
años son casi una vida para un ser humano, pero apenas un suspiro en
la historia, y, pese a los errores cometidos en el trayecto, la
revolución dirigida por Mao Tse Tung hizo que el país dejase de ser
una marioneta y una colonia en manos de los países capitalistas
desarrollados e iniciase la larga marcha hacia el socialismo y el
desarrollo. Si tenemos en cuenta que, hasta inicios del siglo XIX,
China fue siempre el país con mayor producción del planeta,
parecería que, ahora, dos siglos después, empieza a recuperar su
condición y el mundo vuelve a la normalidad histórica, si es
que podemos hablar en esos términos.
Al
socialismo de la primera hora, fuertemente igualitario, lleno de
carencias y dificultades pero también de entusiasmo, que puso a
China en pie, ha seguido en los últimos treinta años la senda de un
desarrollo peculiar, a veces sorprendente, que ha llevado al
fortalecimiento del país y que ha hecho posible que China, pese a la
reducción de las exportaciones debido a la crisis económica
capitalista, esté gobernando con éxito la difícil situación mundial.
Pekín mantiene el control público sobre los principales sectores
económicos del país y sobre las grandes empresas, y ha conseguido,
además, educar a millones de jóvenes con alta cualificación que cada
año se incorporan al empeño por continuar el desarrollo del país. El
gobierno es consciente de que debe hacer realidad la
universalización de la educación, la modernización de un sistema de
salud, la ampliación de los derechos ciudadanos con la elección
libre de organismos, al tiempo que insiste en la lucha contra la
corrupción (que es una de sus prioridades), porque si en el
capitalismo la corrupción es la columna vertebral de la actividad
económica, no debe ser, no es así en el socialismo. También, el
ejecutivo dirigido por Hu Jintao y Wen Jiabao conoce las
dificultades y los desequilibrios que tiene el país, entre el
oriente desarrollado y el occidente más rural, y sabe que debe
atender al gigantesco trasvase de población que, en los próximos
años, se trasladará del campo a las ciudades, con las necesidades de
viviendas, hospitales y escuelas que comportará.
El
acelerado desarrollo chino, original y sorprendente, a veces con
evidentes contradicciones que trata de superar, plantea un dilema al
pensamiento liberal occidental: si, como han repetido hasta la
saciedad, el socialismo es fracaso económico, y el capitalismo,
desarrollo, ¿cómo explicar el imparable crecimiento chino? La
respuesta es servida con prontitud por los laboratorios ideológicos
de Occidente: porque China se ha convertido en capitalista. Sin
embargo, como suele suceder en la vida, la respuesta es mucho más
compleja: hace treinta años, China corría el riesgo de continuar
siendo un país socialista pero pobre, con la amenaza, si perdía el
tren del desarrollo, de volver a caer en manos de los mecanismos de
explotación y expolio del capitalismo occidental: asegurar el
desarrollo económico del país era un objetivo irrenunciable porque
de lo contrario la misma existencia de una China unida hubiera
estado en peligro, y el acceso al desarrollo, la capacidad para
captar capital, tecnología y aprender los mecanismos de
mercadotecnia sólo podían venir de la apertura al exterior (¿de qué
otra forma hubiera podido captar tecnología y capitales en la
primera hora?), apertura que culminó con la entrada a la OMC en
2001. No parece que, pese a las contradicciones, China haya salido
malparada del proceso: al contrario, apenas hace ocho años, Estados
Unidos y Europa creían que la forzosa apertura del mercado chino
supondría un negocio colosal para ellos. Hoy vemos que, en ese
terreno, China ha ganado la partida: mientras Estados Unidos
continúa su loca carrera aumentando su deuda, China acumula
reservas. Con problemas, como el propio gobierno reconoce: desde los
nuevos problemas ecológicos hasta la gestión de una economía
compleja que genera desajustes y fenómenos de desigualdad, pasando
por la renovación de un entramado productivo que, si bien ha hecho
de China la fábrica del mundo, debe preparar ya una nueva economía
del conocimiento, más científica y eficaz, y menos derrochadora de
los recursos naturales.
Mientras el
mundo asiste al constante fortalecimiento chino, la prensa
occidental (a caballo entre el desconocimiento, la ignorancia y el
temor, y la burda propaganda política del capitalismo occidental
frente al socialismo chino) pone el acento en el Tíbet o en
Xinjiang, con un celo que responde con precisión a los propósitos de
la política exterior norteamericana, o traza un retrato grotesco de
la realidad del país que nada tiene que ver con la laboriosa,
pujante y bulliciosa China de nuestros días.
China
necesita un entorno estable, previsible, en un escenario
internacional que opte por la colaboración para resolver los grandes
problemas planetarios, desde el hambre hasta el subdesarrollo y el
cambio climático, y su gobierno insiste en una política de
colaboración internacional. Por eso, conflictos abiertos por Estados
Unidos, como en Afganistán-Pakistán, Irak, o situaciones de crisis
como la de la península coreana crean dificultades a Pekín, por no
hablar de la aparición de focos de conflicto ocasionales (ligados a
la estrategia norteamericana), sea en el Tíbet, en Xinjiang, que,
aunque juegan con el particularismo religioso local no son más que
peones en una estrategia global. También en la periferia china, en
Birmania, por ejemplo, Estados Unidos opta por la desestabilización,
utilizando todo tipo de pretextos, desde la defensa de los derechos
humanos, hasta los derechos de las minorías o la defensa de la
libertad. Porque, en Birmania, lo que preocupa a Washington no es
que el país sea una dictadura, sino que escape a su control, y China
no quiere que la voladura incontrolada de la actual situación
degenerase en una crisis con millones de refugiados en sus fronteras
del sur. La creación de focos de crisis en las fronteras chinas es
uno de los elementos centrales en la estrategia norteamericana de
acoso y contención de China. Lo último que interesa a Pekín es que
su entorno se desestabilice, robando esfuerzo y energías al
desarrollo del país. Al mismo tiempo, Washington, en un complicado
equilibrio forzado por la situación, colabora con China en otros
campos… y le pide que siga comprando sus bonos del Tesoro.
China sigue
manteniendo el objetivo de consolidar el socialismo, con
características propias, y está empeñada hoy en construir un
“socialismo modestamente acomodado”, como lo denominan en su
peculiar lenguaje oriental, es consciente de sus debilidades y del
largo camino que falta por recorrer para alcanzar un estadio de
socialismo plenamente desarrollado, y, por eso, apuesta por una
política de paz y colaboración en los escenarios internacionales,
por lo que no deja de ser grotesco que Estados Unidos, y la prensa
internacional, se hagan eco con frecuencia de la supuesta amenaza
militar china, aplicada a un país que no ha invadido a nadie ni
mantiene un solo soldado en el exterior, y mucho menos instalaciones
militares, a diferencia de lo que hace Estados Unidos. Por eso, en
relación con su arsenal nuclear, China, en esta celebración del
sesenta aniversario de la revolución, ha reafirmado (al igual que
Rusia) su decisión de no ser jamás “el primer país en utilizar armas
nucleares”. Estados Unidos se niega a contraer un compromiso
semejante. Los peligros que asedian al planeta son muchos, pero
Pekín sabe que sólo la colaboración internacional podrá combatirlos:
por eso, frente a la tentación hegemónica y guerrera que Estados
Unidos ha impulsado en el último medio siglo, China apuesta por el
diálogo y por un nuevo mundo en paz.