Cuando
en junio de 2006 se desarrollaba la campaña electoral en Perú, todo
el mundo sabía que Alan García Pérez había sido presidente del país
entre 1985 y 1990; todo el mundo sabía que el aprista acabó su
mandato en aquella última fecha con la economía colapsada, con el
poder adquisitivo de los peruanos desaparecido por una inflación
acumulada del 7.600%; todo el mundo sabía, también, que en 1986
había sido el responsable de la matanza de más de 250 presos en tres
cárceles limeñas, y que en 1992 pasó a la clandestinidad,
exiliándose en medio de acusaciones –fundadas- de enriquecimiento
ilícito; todo el mundo sabía que había depositado fondos públicos
peruanos en el Banco de Crédito y Comercio Internacional –BCCI-,
dominado por el escándalo de la CIA y los grandes narcotraficantes.
Pues
bien, a pesar de tan siniestra y despreciable carrera, la por aquel
entonces secretaria de Relaciones Internacionales del Partido
Socialista Obrero Español –PSOE- y hoy flamante ministra de Sanidad
y Política Social, Trinidad Jiménez, apoyó públicamente la
candidatura de Alan García, quien finalmente ganó las elecciones,
aunque con escaso margen sobre Ollanta Humala; un candidato, sin
duda, menos favorable a los intereses de las transnacionales
españolas.
En
aquellos momentos y según datos oficiales, Perú contaba con más de
14 millones de pobres -el 54% de la población-, como consecuencia de
la despiadada política neoliberal, y la indigencia afectaba a más de
7 millones de personas -niños, mujeres y ancianos en su gran
mayoría-. Dos años atrás, con Alejandro Toledo como presidente, la
deuda externa de Perú era de 28.000 millones de dólares, y más del
20% del presupuesto peruano del Estado se dedicaba al pago de la
deuda –más del 50% a intereses-. José Luis Rodríguez Zapatero y su
gobierno, por puro interés económico de la oligarquía española -a la
que, a pesar de erigirse como socialistas, ellos también
pertenecen-, apoyó el continuismo neoliberal que representaba Alan
García Pérez, o lo que es lo mismo, el hambre y la creciente miseria
que padece la mayoría de los peruanos.
A día
de hoy todo sigue parecido en Perú: ningún signo de mejoras entre su
población históricamente castigada. En cuanto a Alan García, esté
sigue siendo el mismo y deshumanizado individuo presentado unas
líneas más arriba de este texto.
El
pasado viernes, día 5 de junio, una treintena de indígenas
amazónicos fueron asesinados, al parecer tiroteados por fuerzas
armadas gubernamentales desde helicópteros y vehículos blindados.
Los indígenas agrupados en la Asociación Interétnica para el
Desarrollo de la Selva Peruana se manifestaban contra la destrucción
y la contaminación de su espacio vital.
Se da
la circunstancia de que en los últimos años han sido descubiertas,
en el norte de Perú, grandes reservas petrolíferas, las cuales Alan
García se empeña en poner en manos de compañías extranjeras para su
explotación. Al presidente peruano no le importa las consecuencias
trágicas que para las comunidades de cazadores-recolecteros, que
obtienen sus recursos del bosque y de los ríos, éste hecho pudiera
tener. Tampoco le importa que, desde el gobierno de Juan Velasco
Alvarado (1968-1975) y amparadas por las convenciones de Naciones
Unidas, las comunidades indígenas tengan reconocido el derecho sobre
aquel espacio. Con los mencionados cadáveres puestos sobre la mesa
–también murieron algunos policías- el gobierno de Alan García ya ha
dejado bien claro cual es su postura a este respecto.
A día
de hoy, que yo sepa, ni Trinidad Jiménez -aunque ahora desempeñe
otro cargo- ni el gobierno español se han pronunciado sobre el
trágico suceso; y mucho menos todavía les ha dado por cuestionar a
su aliado peruano. Resulta curioso –que no sorprendente- cómo el
gobierno español, cuyo lema favorito viene a ser algo así como “con
la violencia, tolerancia cero”, y que además hace tan sólo tres años
apoyó de interesada manera al responsable de la masacre, guarde hoy
tanto mutismo. ¿Complicidad o desdén? ¿Sería descabellado decir que,
quizá, ambas cosas a la vez?