La hoja de
ruta para limitar la práctica de la justicia universal
en España es una lamentable realidad. El Congreso acaba
de aprobar una propuesta de resolución por la que se
pretende reducir su ejercicio a los casos en los que los
presuntos responsables se encuentren en España o que
existan víctimas españolas y, en todo caso, siempre que
un tribunal internacional o el país donde sucedieron los
hechos no esté procediendo a su "persecución efectiva".
Es la culminación formal de las recientes críticas a la
Audiencia Nacional: ¿por qué está enjuiciando las
torturas de Guantánamo, los vuelos de la CIA, la masacre
de Gaza, la represión del Tíbet o de los miembros de
Falun Gong, los genocidios de los pueblos guatemaltecos
o saharauis, el asesinato del periodista Couso o los de
los jesuitas en El Salvador, o los crímenes de
Mauthausen?
Los argumentos
vertidos para desterrar la aplicación de este principio
de justicia penal internacional son variados y alguno
poco riguroso: técnico-jurídicos, económicos, de
política exterior, de falta de capacidad de nuestros
tribunales para asumir esa carga de trabajo en
detrimento de nuestra justicia o incluso sobre el
egocentrismo o protagonismo de algunos jueces.
La paradoja es
sorprendente. En España, el principio de justicia
universal se ha aplicado sin controversia alguna hasta
el inicio de los casos Pinochet y Argentina
en 1996. Todos saludábamos con satisfacción que los
jueces de la Audiencia Nacional abordaran en aguas
internacionales barcos cargados de droga, cuando ni
siquiera el destino del cargamento fuera España ni
existiera nexo alguno de los hechos, buque o tripulación
con nuestro país. Por el contrario, el aplauso a los
jueces y fiscales, en la persecución del narcotráfico,
se torna injustificadamente en censura cuando se trata
de enjuiciar crímenes contra la humanidad que desgarran
el corazón de los Derechos Humanos.
La razón no es
otra que el indudable componente político afecto a las
circunstancias en las que se cometen estos horrendos
crímenes, en su mayoría desde las estructuras de poder
de iure o de facto. Y, precisamente, desde
los países donde se ejecutaron los hechos se despliegan
todo tipo de estrategias para garantizar la insoportable
impunidad de sus autores y partícipes. En el ámbito
interno, dictan leyes de auto impunidad; y, en el
externo, orquestan inadmisibles estrategias políticas y
diplomáticas, que terminan surtiendo efecto, y muy
especialmente cuando provienen de los Estados poderosos,
a costa de los Derechos Humanos.
Buena muestra
de ello han sido las actuales presiones de Israel o
Estados Unidos al Ejecutivo español para cerrar como
fue-re los casos que les afectaban, además de permitirse
rechazables ataques a los jueces Garzón, Pedraz y
Andreu.
La interesada
devaluación de este principio internacional se
corresponde con un equivocado enfoque desde el Derecho
interno, cuando el análisis debe efectuarse desde el
Derecho internacional, singularmente mediante el
compromiso adquirido en diferentes convenios (por
ejemplo, Genocidio, Tortura o Convenciones de Ginebra),
al que nos debemos. Éste, por un lado, desde épocas
remotas, ha fundado el principio universal en la
naturaleza de los delitos, su extrema gravedad, y,
consecuentemente, en el compromiso internacional para su
persecución. Cada vez que se comete un crimen
internacional de primer grado resulta lesionada su
víctima, pero también toda la comunidad internacional es
ofendida. Y, por otro lado, para la aplicación de este
título jurisdiccional es innecesario, según el Derecho
internacional, como recordó nuestro Tribunal
Constitucional (STC 237/05), cualquier punto de conexión
como la presencia física de sus responsables en España o
que las víctimas sean españolas.
La Corte
Suprema de Israel, hoy detractora de la justicia
universal, en el caso Eichmann, basándose en el
principio de competencia universal, resaltó que "el
derecho del Estado de Israel a castigar al acusado
derivaba de una fuente universal -patrimonio de toda la
humanidad- que atribuye el derecho de perseguir y
castigar los crímenes de esta naturaleza y carácter,
porque afectan a la comunidad internacional, a cualquier
Estado de la familia de naciones, y el Estado que actúa
judicialmente lo hace en nombre de la comunidad
internacional".
El consenso
para el enjuiciamiento de estos crímenes, cimentado
después de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, en
el Derecho de Núremberg, aunque congelados en la
Guerra Fría, se rescató con la creación de los
Tribunales Penales Internacional especiales (ex
Yugoslavia o Ruanda), de tribunales mixtos (como los de
Sierra Leona o Líbano) y, especialmente, con la
instauración de la Corte Penal Internacional (CPI).
Tribunal, este último, llamado a ser el verdadero órgano
universal de enjuiciamiento de los crímenes de
genocidio, lesa humanidad, guerra y agresión.
Estos
tribunales supranacionales, sin embargo, no colman las
exigencias de justicia. Las limitaciones con las que
nacieron -por razón del tiempo en el que los hechos se
cometieron, del lugar o del tipo de crimen- han
desembocado en insalvables impedimentos para sentar en
sus banquillos a los responsables de tan repugnantes
crímenes. La Corte Penal Internacional, por ejemplo,
sólo puede enjuiciar hechos cometidos con posterioridad
al 1 de julio de 2002 y que afecten a situaciones de
países que han ratificado su Estatuto.
Este
insatisfactorio escenario judicial internacional
traslada, por imperativos del Derecho internacional, el
deber de combatir la impunidad y la violación de los
Derechos Humanos a los tribunales nacionales. Los
órganos judiciales de Francia, Bélgica, Alemania,
Canadá, Senegal o España, entre otros, lo han
demostrado.
En nuestro
caso, el desarrollo del principio universal y su
aplicación por nuestros tribunales ha sido, tal vez, la
mayor aportación a la comunidad internacional en la
defensa de los Derechos Humanos.
Si existe
anuencia por parte de los Estados en que hay que juzgar
a los grandes criminales, ¿por qué éstos no cumplen su
obligación de juzgar los crímenes internacionales (ius
cogens) cometidos por sus ciudadanos? La respuesta,
si no quieren soportar un juicio en terceros países o
tribunales supranacionales, es sencilla. Deberán no sólo
incoar un procedimiento penal, sino demostrar -lejos de
aparentar o maquillar simuladamente la existencia de un
caso abierto- que se está practicando una auténtica y
eficaz investigación judicial ante sus tribunales. En
caso contrario, intervendrán los tribunales
internacionales o los nacionales de terceros países en
aplicación del principio de justicia universal.
Sin embargo,
estas premisas de Derecho internacional se soslayan por
aquellos Estados que buscan perpetuar una intolerable
impunidad. No juzgan o no lo hacen de acuerdo con los
estándares del proceso debido, se oponen a las
"injerencias" de la justicia universal y no firman el
Estatuto de la Corte Penal Internacional o no aceptan su
competencia.
Este déficit
no puede ser soportado por las víctimas. Éstas gozan del
derecho a la justicia, y la comunidad internacional está
obligada a procurarlo. Ante la ausencia de un tribunal
penal internacional plenamente efectivo y eficaz, el
principio de justicia universal, ejercido en cualquier
país, no sólo en España, es hoy el instrumento
imprescindible para la persecución de los más graves
crímenes internacionales que destrozan la dignidad de
las personas.
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Manuel Ollé Sesé es presidente de la Asociación
Pro Derechos Humanos de España y profesor de Derecho
Penal de la Universidad Antonio de Nebrija. Es autor
de Justicia universal para crímenes internacionales
(La Ley).