(A
Francisco Prendes Quirós, alma del republicanismo en Asturias)
Allí, el matar es cosa natural, ya sea por amor, ya sea por
odio. (Chautebriand, hablando de España).
Desgraciadamente
para España, en aquellos hombres no había más que talento y
honradez. En la uña del dedo meñique de Isabel la Católica
había más energía política, más potencia gobernadora que en
todos los poetas, economistas, oradores, periodistas, abogados y
retóricos españoles del siglo XIX. (Galdós. «El Grande
Oriente»)
Se
cumplen 180 años del infame asesinato de uno de los asturianos
más importantes de la historia, del general Rafael del Riego. 7
de noviembre de 1823. Madrid, plaza de la Cebada. Riego es
ejecutado. Galdós, en su novela, «El terror de 1824», lo
narra así: «Pereció como la pobre alimaña que expira
chillando entre los dientes de gato. El día 7, a las 10 de la
mañana, le condujeron al suplicio. De seguro, no ha brillado en
toda nuestra historia día más ignominioso». Eugenia Astur
cuenta en su biografía que Fernando VII, cuando recibió la
noticia de la ejecución, viajando camino de la Corte, dicen que
frotando las manos se repantigó en el coche, y con un acento en
el cual se traslucía la satisfacción de que al fin se ha
librado de una pesadilla, exclamó festivo: «¡Liberales:
gritad ahora viva Riego!». Escribió Unamuno que «la muerte de
Riego contribuyó, más que a otra cosa, a ennegrecer la figura,
ya tenebrosa, de Fernando VII».
Riego fue un héroe trágico. Podría haber hecho suya esta
confidencia de Renan a Strauss en 1870: «En tiempos como los
nuestros, para tener la conciencia tranquila, uno debe poder
decirse que no ha rehuido sistemáticamente la vida pública y
que tampoco la ha buscado». Las voces y los ecos de aquel
pueblo que, según frase atribuida a Napoleón, era «una chusma
de aldeanos dirigida por otra chusma de frailes». Un pueblo que
gritaba «¡vivan las caenas!». Y que se desgañitaba
reclamando un rey absoluto.
Es turno para el Romanticismo en Inglaterra y en Alemania. Es
España su principal escenario romántico en aquel presente y en
su pasado más o menos reconstruido al efecto. «¡Oh España,
renombrada tierra romántica!», escribió Lord Byron. Puede
contemplarse la vida de Rafael del Riego y su contexto en clave
de entramado romántico, determinismo estético incluido. Una
vez más, la paloma de Alberti se equivocó de tiempo y de
espacio. Una vez más, el héroe llamado a traer la libertad en
su país fracasaba en el intento, porque todas las fuerzas se
conjuraban contra él, entre ellas la propia candidez. Así, hay
un título muy expresivo: «Gloriosa vida y desdichada muerte de
don Rafael del Riego». Se trata de la biografía escrita por
Carmen de Burgos en 1932. Repárese en el año de su publicación.
Cabezas de San Juan, 1 de enero de 1820. Riego proclama la
Constitución de 1812. Aquella escoria humana hecha monarca, de
nombre Fernando VII, jura la Constitución. Comienza el trienio
liberal. Se forma el primer Gobierno, presidido por Pérez de
Castro y Argüelles. El heredero de Carlos IV le dedicó a este
primer Ejecutivo una expresión tan cariñosa como Gobierno de
presidiarios. A finales de agosto de 1820, Riego entra
triunfante en Madrid. Empieza aquí una disputa dentro de los
liberales, entre exaltados, a los que se adscribe Riego, frente
a moderados como Agustín Argüelles. El Gobierno destituye a
Riego como capitán general de Galicia, y lo envía a Asturias.
En 1822 es elegido diputado por Asturias. Y recibe el
nombramiento de presidente de las Cortes. En ese momento había
hecho ya las paces con Argüelles.
El 7 de abril de 1823 tiene lugar la invasión del Ejército
francés, al que se le denominó «Los cien mil hijos de San
Luis». Sarcástica la historia del patriotismo español de la
derecha más rancia, cuando es inveterada la costumbre desde
Fernando VII llamar a tropas extranjeras contra los propios
compatriotas. Como consecuencia de esa invasión el ilustre
personaje de Tuña tomará una medida que le acabaría costando
la vida: inhabilitar al rey y ordenar el traslado de la familia
real de Sevilla a Cádiz. Para mayor conocimiento de este
momento histórico, Galdós en el capítulo XXIV de su episodio
«Los cien mil hijos de San Luis» escribió: «En otra parte,
al ver al rey sistemáticamente contrario a la representación
nacional, hubiéranle cortado la cabeza: aquí le privaron
temporalmente del uso de la razón, diciendo: señor, vuestro
deseo de esperar aquí a los franceses nos prueba que estáis
loco. Con arreglo a la Constitución, declaramos que sois digno
de un manicomio y de perder la autoridad real. Vámonos a Cádiz,
y cuando estemos allí os adornaremos de nuevo con vuestra cabal
razón». Veamos estas palabras del capítulo XI del mismo
libro: «Las personas influyentes de la Restauración deseaban
para Francia una monarquía templada y constitucional, fundada
en el orden, y para España, el absolutismo puro. Con tal de que
en Francia hubiera tolerancia y filosofía, no les importaba que
en España tuviéramos frailes e Inquisición».
Baroja lo intuyó con lucidez: «El himno de Riego es callejero,
alegre y saltarín... Está empapado en los héroes del
liberalismo». Unamuno, por una vez, viene a coincidir con su
paisano y coetáneo: «Para muchos en España, Riego es el himno
de Riego. Un hombre que lo fue de carne y hueso y sangre y alma
que se ha convertido en un himno».
El pasado 7 de noviembre, a los 180 años de aquel imperdonable
asesinato, el Ateneo Republicano de Asturias rindió homenaje al
hombre que se convirtió en el principal símbolo de las
libertades. En Tuña, volvió a oírse su himno, clamor vivo de
los grandes liberales españoles, que muchos seguimos haciendo
nuestro.
|