Miguel
Molina
Columnista,
BBC Mundo
Ya
no sé qué pensar. Hay un príncipe joven y un príncipe viejo, y entre ellos,
detrás de ellos, alrededor de ellos, hay una parentela numerosa con
generaciones de príncipes más y menos anónimos. Y como la época es propicia
para el recogimiento y la reflexión, más vale que pensemos un poco en qué
andan esos personajes que una vez fueron sólo de cuento.
Es
sabido que los príncipes son hijos de reyes, como es el caso de Felipe de Borbón,
que es hijo del rey de España y por lo tanto príncipe de Asturias. Don Felipe
tiene 35 años y se va a casar con la periodista Letizia Ortiz Rocasolano en una
ceremonia que ya comenzó a tejer su propia leyenda.
La
prensa española ha sido explícita y detallada. La periodista le dio al príncipe
gemelos de oro blanco y zafiros y una novela de Mariano José de Larra, y el
heredero del trono español le dio a la periodista un anillo de oro blanco y
diamantes. Sabemos qué se dijeron, cuántos hijos piensan tener, todo. En el
fondo no importa.
Los
príncipes también pueden ser hijos de reinas, como don Carlos Windsor, príncipe
de Gales y duque de Edimburgo. Don Carlos tiene cincuenta y tantos años y pasa
por uno de los momentos más complicados y a la vez ridículos de su vida.
La
prensa británica (y por consiguiente la BBC), sometida al silencio por una
orden judicial, ha terminado por asumir que ya todos saben o se imaginan el
secreto del heredero de la corona, y como no puede ofrecer detalles comenta y
analiza de manera oblicua las consecuencias de una historia que no se conoce
oficialmente. Los medios que no están sujetos a las leyes británicas han
publicado pormenores de escándalo. En el fondo no importa.
Pero
la publicidad y el escándalo son joyas de cualquier corona, y tanto el joven
Borbón como el maduro Windsor están sentenciados a heredar un reino y las
cosas que van con él, si bien sus primos viven con el feliz conocimiento de
que, como Felipe y Carlos, no tienen problemas en el presente como no los tendrán
en el futuro.
Pese
a todo, Europa todavía es tierra de monarquías. Hay familias reales en
Dinamarca, Suecia, Holanda, Bélgica, Noruega, Luxemburgo, Mónaco,
Liechtenstein, y quedan restos de las de Bulgaria, Italia, Portugal, Francia,
Austria, Grecia, por nombrar sólo unas cuantas.
Algunas
de ellas son criaturas de revistas del corazón y aves de secciones sociales de
los diarios, por razones de escándalo o de fama. Otras han optado por llevar
una vida casi ciudadana ante lo inevitable. Y otras más cayeron en el olvido y
transcurren de casa en casa despertando miradas compasivas de otros nobles y
frases altisonantes de los republicanos.
Hay
que verlos bien. Representan un tiempo en que la gracia de dios y la discreta
fuerza de las armas y del dinero, otras tres joyas de cualquier corona, hacían
a un clan más y mejor que otros. Son una especie en extinción, resultado de
decenas de matrimonios incestuosos entre descendientes de la reina Victoria en
decenas de casas más o menos reinantes.