La monarquía novelada
O el historiador a tiempo parcial

Higinio Polo

            A veces cree uno ser historiador y se descubre novelista. No es ninguna crítica, porque la realidad es tan compleja que en ocasiones tenemos que recurrir a la ficción para entenderla. O tenemos que mentir para encontrar la verdad. Qué verdad ya sería otro asunto, complicado de analizar, sobre todo si atendemos a que los administradores del mercado de las verdades y las mentiras suelen situarse en el territorio cálido y sugerente del poder, que es siempre benigno con los suyos y severo con los enemigos. Digo eso porque, recientes todavía los fastos organizados para celebrar los veinticinco años del reinado de Juan Carlos de Borbón, las instituciones monárquicas se han apresurado a convocar nuevos festejos para consolidar la monarquía.

            De esa forma, la Real Academia de la Historia inició el pasado mes de mayo unos días un ciclo de conferencias para conmemorar el centenario del inicio del reinado de Alfonso XIII, el rey corrupto y juerguista. Unas jornadas dedicadas a la exaltación de la monarquía, coordinadas, no por casualidad, por Carlos Seco Serrano, un hombre que sin duda creyó ser historiador y se descubrió novelista. Aunque también es probable que su confusión intelectual se deba a otras cuestiones: es obvio que si existen personas que trabajan a tiempo parcial, realizando una parte del trabajo que un obrero realiza en todo un año, o que hacen sólo una parte de la función diaria de otro, es posible que Seco Serrano sea un historiador a tiempo parcial, o un historiador que contempla parcialmente una época y que nos devuelve una imagen distorsionada, casi involuntaria, como si fuera un efecto tardío de la precariedad laboral.

            La vida es así de complicada. De otra forma tendríamos que pensar que -fortalecidos por el boato del poder, por los recursos del presupuesto público y por la atención de la complaciente prensa española- algunos voceros de la monarquía trabajan sin descanso: el mismo Carlos Seco Serrano, historiador a tiempo parcial, pronunciaba hace unos días una conferencia en Madrid en la que no tenía reparo en considerar que el reinado de Alfonso XIII fue "una etapa enormemente positiva" tanto en el interior del país como en las relaciones internacionales, que llevó, además, a la "recuperación del prestigio" español. Seco Serrano no dudaba en afirmar que Alfonso XIII, como otros prohombres del país, vieron en la dictadura de Primo de Rivera "una posibilidad", y el historiador a tiempo parcial lo afirmaba así, sin ánimo de crítica, como si el grotesco espadón que fue Primo de Rivera no hubiera crecido en la oleada fascista que empezaba a invadir Europa y no hubiera impuesto la bota militar sobre el país. Pero para estos agradecidos monárquicos algunas afirmaciones se hacen necesarias. Según Seco Serrano, se trata de reivindicar la figura de un rey al que se ha presentado de forma "tópica y negativa", y su conferencia, como su libro sobre el rey, pretende embellecer el recuerdo de su persona por el procedimiento de apropiarse del esfuerzo de otros, de recordar la efervescencia cultural que vio crecer las generaciones del 98 y del 27 como si fueran obra de la monarquía y no esfuerzo de intelectuales que prosperaron pese a la doctrinaria, ridícula y desacreditada monarquía borbónica. De manera que, para el historiador novelista, hasta la poesía de Cernuda o de Alberti debe ser asunto de los desvelos del rey.

            Vistas así las cosas, obligados por la lógica implacable del historiador a tiempo parcial, parece inevitable que se pase de puntillas por las matanzas de la Semana Trágica en Barcelona, o por el asesinato de Ferrer Guàrdia; parece lógico que no nos detengamos en el terrorismo patronal que diezmó al anarquismo catalán asesinando a centenares de dirigentes obreros, entre ellos a Salvador Seguí o Francesc Layret; parece obligado que se gire el rostro ante la evidencia de la complicidad del rey Alfonso XIII con la dictadura de Primo de Rivera o ante la sangrienta represión que siguió a la huelga general de 1917, que vio los asesinatos ordenados en Asturias por un comandante llamado Francisco Franco, o la persecución en Cataluña. O parece razonable que se olvide la España oficial de militares ladrones y corruptos que revelaban asuntos como el del "expediente Picasso". Como resulta inevitable que no se examinen otras cuestiones, como la responsabilidad de Alfonso XIII en las matanzas coloniales en Marruecos, que entre otras muestras del progreso impulsado por el rey comportaron que el ejército español utilizase gases y armamento químico para aniquilar poblaciones civiles rebeldes, como después harían los norteamericanos en Vietnam. Ninguna de esas atrocidades tienen por lo visto que ver con Alfonso XIII, aunque el monarca nunca pronunciase una palabra de condena. Al contrario. Vistas así las cosas, es obligado lamentar que fuera un rey testigo involuntario de uno de los momentos de mayor alegría popular a lo largo del siglo XX: la proclamación de la II República, y que, haciendo de la necesidad, virtud, se viese obligado a abandonar el país.

            Porque ese rey que soportó España debe ser, para los monárquicos del poder, también reivindicado ahora. Así que, para el ciudadano, lo de menos es que ese tipo malencarado, justamente marcado por el odio popular, ese Alfonso XIII que impresiona a Seco Serrano con la soledad de sus últimos momentos; ese Borbón que sólo se preocupaba por su propio destino personal y por sus juergas y riquezas, fuese un sujeto que dedicaba más tiempo a frecuentar prostíbulos que a estudiar los problemas del país. Lo de menos es que gustase de encargar películas pornográficas para su solaz en el palacio real. Lo de menos son sus hijos bastardos, nacidos de sus correrías y de su vida de señorito calavera. Lo de menos es que fuese sobornado por compañías norteamericanas para que mediase en los negocios de la época. O que se amparase en el miedo que sentían sus víctimas para obligar a pobres actrices a meterse en su cama, o que aprovechase su condición de rey para forzar a numerosas jóvenes en sus juergas sexuales. Para el ciudadano, ahora, lo de menos es todo eso: lo relevante es observar la forma en que maquillan las biografías y reescriben la historia del siglo XX.

            Para Seco Serrano y para los círculos que jalean a la monarquía todas esas cosas que se han citado, la historia concreta de la represión y de la explotación social, deben ser pequeños accidentes de la historia, vistos desde la perspectiva de los avances realizados, como si ese progreso hubiese sido obra del rey Alfonso XIII y no de la sufrida población obrera de la época, que con su trabajo mal pagado y su esfuerzo en luchas sociales que hoy cobran una nueva dimensión fue la verdadera protagonista de la transformación del país, pese al parasitismo de la familia real y de la burguesía. Otra visión entra dentro del ámbito de la ficción, de la literatura de corte, de las pesadillas familiares con que nos siguen obsequiando los corifeos de la monarquía, aunque no puede descartarse que las jornadas de la Real Academia de la Historia y las conferencias obedezcan a una apuesta intelectual: si estas buenas gentes, historiadores a tiempo parcial y sujetos semejantes, han conseguido colocar de contrabando la mercancía de que Juan Carlos de Borbón es el artífice de la democracia en España, es evidente que pueden aspirar a metas más complejas, incluso a presentar a Alfonso XIII como un "rey integrador".

            Seguro que Juan Carlos de Borbón, después de agradecer a Seco Serrano que se deje las pestañas trabajando por la dinastía, sigue las conferencias, y no los preparativos de la huelga general. Aunque decidir qué es la realidad y qué es la ficción no deja de ser asunto complicado. Después de todo, el actual monarca, tan parecido a su abuelo en tantos aspectos, debe tener referencias de las servidumbres que comporta ser historiador a tiempo parcial, y seguro que cree que la huelga general que se prepara en España pertenece al ámbito de la literatura, y las conferencias de la Academia de la Historia sobre el pobre Alfonso XIII al terreno de la realidad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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