La
boda: ¡esto se anima!
Dejé
demostrada mi inicial predisposición a no tomarme la historieta de la boda
demasiado en serio. A no convertir lo principesco en principal, por así
decirlo. Pero veo que me van a obligar a ponerme trascendente, a fuerza de
ponerse trascendentes ellos.
En
principio, me importan una higa los derechos de sucesión de las eventuales
hijas de la irreal pareja, básicamente porque me importa una higa la sucesión.
Pero me parece realmente impúdico que argumenten que no pueden aplicarse
directamente al caso las leyes de la igualdad, porque éste es un asunto «muy
delicado». ¿Tratan tal vez de decirnos que, según ellos, puede haber en un
Estado de Derecho materias más delicadas que las referidas a los derechos y
libertades de la ciudadanía?
Pues
si eso es lo que pretender afirmar, díganlo, y lo discutimos. Y ya verán como,
en cosa de nada, de lo que estamos hablando es de la congruencia o incongruencia
democrática de la monarquía. Del absurdo ése que llaman “Monarquía democrática”.
¡Una monarquía democrática! Pocas propuestas más obviamente contradictorias
en sus propios términos. Un Estado puede ser monárquico y, aparte
de eso, funcionar de modo pasablemente democrático. Pero nada menos democrático
que tener derecho a ocupar el cargo de máxima representación de un Estado en
virtud de la genealogía familiar. Es como si yo pretendiera poseer «el muy
democrático título de marqués».
Tampoco
es moco de pavo el interés que el Rey ha mostrado al alcalde de Madrid, Alberto
Ruiz, de que la capital esté muy aseada y muy mona el día de la proyectada
boda. La tal comunicación permitiría a la Academia Española incluir una nueva
acepción de la palabra «segundo». Diría: «Espacio de tiempo que tardó en
hervirle la sangre a Javier Ortiz Asecas cuando se enteró del deseo regio de
que la capital de España sirviera de adecuado atrezzo
al bodorrio de su hijo».
La
demanda evidencia hasta tal punto la utilidad meramente decorativa que atribuye
la monarquía al pueblo, tratado como amable plebe, que supera todos los niveles
de impudicia imaginables. Sencillamente: algo así no se reclama, no ya por
razones de consideración ajena, sino de puro y simple pudor propio. Para que a
la institución que se representa no se le vean tan claramente las vergüenzas.
En fin, que también esto se está animando.
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