Federico García Lorca

Luis Arias Argüelles-Meres.

En 1998, en el centenario de Lorca, Aznar participó en los fastos, leyendo unos versos del poeta. Cinco años después, la fosa donde yacen sus restos va a ser exhumada. La tozudez con que se conduce la realidad nunca dejará de sorprendernos. Voces contra la recuperación de los restos de personas asesinadas se vienen oyendo desde que la Asociación para la recuperación de la memoria histórica comenzó sus tareas. Escalofría la abyección moral de ciertos planteamientos. Por millonésima vez recordamos que hubo crímenes horrendos en ambos bandos. Pero nadie puede negar que los de uno se ventilaron con la correspondiente propagación propia del martirologio, mientras que los perpetrados por los vencedores no sólo se silenciaron durante la dictadura, sino que además continuó esa mudez a lo largo de la transición. Y al día de hoy se pretende el estado de la cuestión continúe inalterable como sus sacrosantos Principios del Movimiento.

Aquí son muchos los que no quieren reconocer una horrible obviedad. Y es que el franquismo fue un periodo de nuestra historia bañado en sangre, un régimen dictatorial asesino, que además tuvo las complicidades que todos conocemos. Es aquí donde radica el problema. Por mucho que se implore el silencio, los muertos están ahí testimoniando desde su eterno silencio que el Estado que surgió el 18 de julio de 1936 fue, además de ilegal, fratricida. Parece muy duro, siguiendo al personaje de Lorca, mirar a la muerte cara a cara, mirar lo que nos cuenta la historia, y asumir los hechos acaecidos. A esto, algunos lo llaman revanchismo, a la reivindicación y a la exigencia de que no se oculten las pruebas materiales (macabras en este caso).

De un año a esta parte, se exhumaron restos en muchas fosas repartidas por la geografía española. Y ahora este proceso alcanza su cima al acercarse al lugar donde reposan los restos de un poeta y dramaturgo irrepetible y tocado por el genio. Y es que el crimen fue en Granada. Y es que la voluntad de esta geografía parece haber decidido que el lugar donde asesinaron a Lorca se convierta en el túmulo no sólo al poeta, sino también al conjunto de las víctimas de la guerra civil, a quienes, aún al día de hoy, se les quiere negar el hecho de haber existido, pues sólo se mueren los vivos, pues sólo se puede matar a los vivos. A los muertos, como dejó escrito Ángel González, no hay quien los mate.

Sería inapropiado que todo ese conjunto de rincones donde los asesinados fueron sepultados como perros dejaran de ser lugares de referencia históricos. Esto es algo que hay que cuidar. No se trata de borrar huellas, sino de algo muy distinto, de dignificar esos restos, de dar solemnidad y sentido a unas vidas que fueron segadas con toda la crueldad que es capaz de adueñarse de la bestia humana. Esos restos son propiedad moral, en primer término, de sus familiares. En este sentido, la lección ciudadana que dio el pasado verano una señora en la localidad de Piedrafita de Babia fue ejemplar.

No convendría tampoco incurrir en eso tan español que denunció Azaña en un ensayo suyo de adorar a unos muertos a quienes se maltrató en vida. El propio don Manuel dejó escrito de forma clara y terminante que sus restos quedaran para siempre en la tierra donde falleció. Es necesario tener esto muy en cuenta.

Federico García Lorca reaparece de nuevo con su magia, con su talento desbordante, con su palabra delirante y libre, para advertencia de todos. Él es el símbolo más preclaro para denunciar los horrores del franquismo, para transmitir a los pusilánimes que la historia hay que conocerla y que, en palabras de su personaje, a "la muerte hay que mirarla cara a cara". En este caso, al asesinato.

La historia, señores de la guerra y de la amnesia, tiene estas cosas. Con Lorca fue asesinado, entre otros, un maestro de escuela cojo, cuyos restos quiere recuperar su familia. La historia, señores de la guerra y de la amnesia, tiene estas cosas. La voz poética más trágica del siglo XX se erige en la cúspide de un proceso encaminado a recordar, a denunciar un silencio culpable por definición.

Aquel franquismo de los primeros años, con su retórica de cruzada, con su palio protector en los templos, con su admiración por el nazismo, se sustentó sobre asesinatos fuera de las trincheras y de los juicios. Y eso no hay tinta azul que lo borre. Y los gritos del horror no podrán ser ahogados con palabrería cínica y ramplona.

El grado de civilización de un pueblo se mide entre otras cosas por la forma en que trata a sus muertos, fuera de ceremoniales falaces. El mundo acaba de conmoverse por los ancianos muertos en Francia, de cuyos cadáveres nadie quiso hacerse cargo. Pues bien, el periodo de nuestra historia que con tanto empeño se quiere silenciar es aún más estremecedor. Mirémoslo cara a cara.

La última lección de Lorca es sobrecogedora. Cuando la muerte es historia, también hay que mirarla cara a cara. Y las voces de muerte sonaron no sólo cerca del Guadalquivir, sino también en toda una geografía enloquecida. Y, con Machado, debemos distinguir las voces de muerte, las voces de la tragedia, frente a los ecos falaces de quienes cobardemente pretenden inocular amnesia facinerosa y rastrera.

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