El progreso de la estupidez

Higinio Polo

El título de John Trumbull que encabeza estas líneas puede definir a la perfección el rumbo que han tomado las reflexiones de algunos personajes públicos en España. A la sorprendente frase de Juan Carlos de Borbón —pronunciada con ocasión de las alegres reuniones celebradas para solaz de los desocupados de la corte— reclamando al Ayuntamiento de Madrid las obras necesarias para que, con ocasión de la boda de su hijo, "la ciudad esté lo más arreglada posible", se unió otra más en la que el austero monarca español sugería al alcalde de la villa que instale una pantalla gigante para que los madrileños puedan seguir el matrimonio del heredero en la catedral de la Almudena: con estas cadenas de televisión españolas que se niegan, porfiadamente, a informar de las actividades de su familia, no cabe otra alternativa. Juan Carlos de Borbón, que, mal aconsejado, sigue mostrando una simpatía más propia de palurdos que de personas principales, quiere que el buen pueblo aclame a su familia en las calles —sabiendo como sabe que los ciudadanos aguantan todo por un chascarrillo de taberna o un cotilleo de peluquería— y, por eso, exige también, campechano, que el ayuntamiento madrileño organice un cortejo para que los súbditos reales feliciten a su hijo.

Al mismo tiempo, Juan Carlos de Borbón, convertido en el ministro Potemkin, insiste en algo que le honra: si el presupuesto público ha servido para que los antaño barrios marginados y los suburbios-dormitorio de la capital brillen hoy con el lujo ostentoso que les ha traído el consistorio derechista de Madrid, hora es ya de que, a la vista de la dejadez en que se encuentran los barrios finos de la capital e incluso las mismísimas dependencias y alrededores del palacio de la Zarzuela, al menos, se adecenten las calles del centro urbano por donde transcurrirá el itinerario principesco, de forma que estén "arregladas" y, así, las familias reales que asistirán no puedan criticar a la corona española.

Por su parte, el presidente del gobierno, José María Aznar, forzado por sus obligaciones de estadista de relevancia mundial, pronunciaba en Berlín una frase que algún extremista querrá incluir en las antologías del disparate sin saber que, tras la aparente confusión, se esconde un enjundioso pensamiento. Aznar, dijo, textualmente: "La monarquía española es una monarquía que simboliza, según nuestra Constitución, la unión de los españoles y la garantía y la continuidad histórica de nuestro país. Por tanto, las decisiones del Príncipe de Asturias que dan continuidad a lo que es la garantía histórica de España son especialmente importantes." Decidido partidario de la prueba ontológica de San Anselmo, y apasionado por las profundidades de la obra del obispo Bossuet, que también educó a un príncipe, Aznar le regalaba al país una frase casi labrada en mármol. Por tanto.

Otra de las personalidades que dan prestigio a España ante lo que antes se llamaba el concierto de las naciones, la ministra de Asuntos Exteriores, Ana Palacio, proclamaba durante su rápida visita a Iraq que se siente orgullosa del trabajo que realizan las tropas españolas en ese país, y, mostrando sus firmes y arriesgadas convicciones, aseguraba que su voluntad y la de todos los que están ocupando militarmente Iraq es la de "devolver la soberanía al pueblo iraquí". Para dar más lustre a la visita, uno de los militares españoles que recibió a Ana Palacio —contagiado sin duda por el entusiasmo de la ministra y por la humanitaria acción de los ocupantes norteamericanos, ocupados en ametrallar a familias terroristas que se obstinan en no detenerse en los controles de carreteras o en bombardear barrios de Tikrit para facilitar la reconstrucción urbanística posterior— confesaba que los responsables del contingente militar habían hecho aterrizar antes al helicóptero de la escolta que al que llevaba a la ministra "para despistar al moro". Ya se sabe que los militares españoles son gente cuidadosa y educada y que están en Iraq en misión humanitaria.

No hay duda de que, en esta España que los descontentos de siempre califican como la España del despropósito, todo se contagia. En medio de la algarabía por los anuncios de boda real, hasta el dirigente socialista catalán, Pasqual Maragall, aseguraba que "todos somos republicanos, hasta el Rey", seguro como está el candidato a la presidencia de la Generalitat de que también los grandes plutócratas tienen su corazón, y de que, en el fondo, hasta son socialistas —o comunistas y anarquistas, vaya a saber—, de igual modo que los honorables capos de la Mafia norteamericana, que se ven forzados a trabajar en las redes de prostitución, en la venta de drogas o en el mercado de protección con sus matones, en realidad están suspirando por abrir alegres guarderías para niños en Nueva York o en Chicago. Ya saben, con Maragall: el rey republicano; y la descansada esclavitud.

Finalmente, para no ser menos, Felipe Borbón aseguraba ante la prensa del corazón y los allegados de los medios de comunicación serios —que ya parecen disputar páginas y mercado con las revistas satinadas de peluquerías pueblerinas de la España profunda— que su prometida iba a ser una gran ayuda en su propio trabajo "al servicio de España". Felipe de Borbón, encantado de haberse conocido, feliz por las atenciones que el país dedica a su dura labor diaria, seguro de que el país caminaría hacia el desastre si no fuera por su perseverancia, su arriesgado sacrificio y su tenaz trabajo, cerraba así una semana de homenajes al olvidado Trunbull del progreso de la estupidez: tal vez lo hacía deseoso, el de Asturias, de emular a otro sacrificado servidor del país, Manuel Fraga, que, en las elecciones municipales de mayo de 2003, decía con sincera preocupación: "A ver qué futuro vamos a dejar a nuestros antepasados."

 

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