A cuento del cuento
Javier Ortiz
El Mundo
El espíritu es fuerte, pero la carne,
débil. Había decidido abstenerme de comentar la protoboda, pero me resigno: no
hay manera de mirar para otro lado.
Veo lo que se dice y escribe sobre el acontecimiento: muchísimo.
Pero eso no es lo peor, ni por asomo. Lo más grave no es cuánto, sino qué.
Por ejemplo: acabo de leer un artículo editorial, presuntamente muy sesudo, que
defiende la elección del príncipe argumentando que, en estos tiempos de ahora,
sería ridículo que tuviera que escoger «a una princesa, aunque sea de opereta
y cuyos únicos méritos fueran su cuna y presencia en el Gotha».
Me quedo de piedra. ¿Y qué meritos tiene el príncipe para aspirar a la
Jefatura del Estado español, salvo la distinción de su cuna y su presencia en
el Gotha? ¿Así que fijarse en la genealogía es absurdo cuando se trata de una
mujer a la que quieren convertir en reina, pero es fundamental cuando la cosa es
designar al aspirante a rey? Otra disquisición que me tiene entre perplejo y
desternillado: compruebo que hacen legión los expertos que sostienen que
convendría acabar con la primacía de los varones sobre las hembras en la
sucesión al trono, pero que, a la vez, recomiendan mucha prudencia en la
consideración de esa reforma constitucional, porque el asunto –dicen– es «muy
delicado».
Me pregunto, para empezar, qué tiene de especialmente problemático dar
prioridad a un hombre sobre una mujer, una vez que se ha aceptado sin mayor
reparo la superioridad originaria de una familia sobre las demás.
Desconsiderado el principio general según el cual todos y todas somos iguales
ante la Ley, tanto da tres que quince. ¿Que éste tiene derecho al trono porque
es Borbón y porque, además, es hombre? O todo está mal, o todo vale. No menos
curiosa resulta la preocupación que muestran estos expertos por las
consecuencias que podría tener la igualación de derechos entre hombres y
mujeres en la regia sucesión. Es como si temieran que, con estas u otras
reformas, pudiera llegar a rey o a reina de España alguna persona problemática
o, incluso, indigna. Como si nuestra Historia no hubiera demostrado hasta el
aburrimiento la capacidad de la ortodoxia genealógica para sentar en el trono a
los personajes más insólitos y deleznables. O como si España fuera ejemplo
mundial por su escrupuloso respeto de las líneas sucesorias.
Un motivo más de estupor, difícilmente olvidable: la petición del actual
titular de la Corona al alcalde de Madrid para que la capital del Reino se
muestre pulcra y aseada el día de la boda de su vástago.
Hace tiempo que no había visto un intento más... sorprendente, por así
decirlo, de exigir que una gran ciudad y sus ciudadanos sirvan de atrezzo
gratuito. La una, de decorado; los otros, de figurantes. ¡Qué majo, el
populacho, echando flores a la feliz pareja! Como decía Cantinflas en aquella
película en la que hacía de sastre y se llamaba Ortiz, como doña Letizia y
como este servidor de ustedes:
–¡Pues claro que esto no se queda así! Esto, al lavar, encoge.