Una monarquía desfalleciente, o una república que asoma
Higinio Polo
Una de las cuestiones
secundarias que la agresión militar contra Iraq ha suscitado ha sido la actuación
de Juan Carlos de Borbón en la crisis. Desde luego, es una cuestión menor,
casi irrelevante, ante la evidencia del sufrimiento del pueblo iraquí, y que ha
aparecido como consecuencia del significativo silencio del monarca ante los
preparativos de guerra, primero y, después, ante las matanzas realizadas por
las tropas norteamericanas sobre la población civil iraquí. Para la monarquía,
llueve sobre mojado. Tras el triste papel desempeñado por Juan Carlos de Borbón
y su hijo, el hipotético heredero Felipe, en la catástrofe del barco Prestige,
donde su única función fue la de asomarse a unas playas gallegas, conveniente
protegidos por la policía, y lanzar sus habituales e inútiles llamamientos a
la población para que trabaje, no es de extrañar que esta nueva polémica
sobre la actuación de la monarquía haya causado desagrado y preocupación
creciente en los círculos del poder.
Lo cierto es que las disputas y controversias políticas sobre la incorporación
española -aun en una posición subordinada y simbólica- a la coalición
agresora que ha invadido Iraq, y, después, la evidencia de que la gran mayoría
del pueblo español rechaza la guerra y muchos jóvenes gritan en las masivas
manifestaciones consignas burlescas sobre la monarquía ("a Iraq, solito,
que vaya el principito", por ejemplo), han sacudido las tranquilas cámaras
y oficinas de apoyo y protocolo del palacio de la Zarzuela, más habituadas al
sostén de las actividades privadas de la peculiar familia real y al
control de la seguridad y el relajo de su descansada vida que a la preocupación
por los problemas que afectan a la población española.
La tradicional doctrina impuesta por esos servidores de la monarquía, pagados
por el presupuesto público, y por la derecha política, insiste en la condición
institucional del rey y en su papel por encima de los partidos políticos para
explicar su silencio sobre la vergonzosa sumisión de España a los Estados
Unidos de América, su mutismo sobre la ruptura de las condiciones del referéndum
de la OTAN y sobre las cláusulas constitucionales que regulan la declaración
de guerra. Silencio que, sin embargo, Juan Carlos de Borbón no tuvo reparos de
romper en su día para elogiar el papel de la OTAN, aun a sabiendas de que una
buena parte del pueblo español no está a favor de la organización armada y de
que la tercera fuerza política española, Izquierda Unida, entre otros, había
manifestado también siempre su oposición a la alianza militar dirigida por los
Estados Unidos. De manera que el argumento se revela débil y la supuesta
ausencia de implicación política personal del monarca en cuestiones políticas,
falsa.
Sin embargo, la evidencia de las pancartas alusivas al silencio de Juan Carlos
de Borbón que se veían en las protestas callejeras, la cada vez más visible
proliferación de banderas republicanas y el abierto desdén por la monarquía
mostrado en muchas manifestaciones, forzaba a movilizar ayudas. Así, los solícitos
funcionarios de la Casa real han hecho esfuerzos sobrehumanos por
mantener al monarca fuera de los enfrentamientos políticos, filtrando a los
medios de comunicación y a personas influyentes la supuesta preocupación del
rey por el bronco clima que la guerra de Iraq ha instalado en España, e
insistiendo en que Juan Carlos de Borbón ha realizado gestiones discretas ante
los países protagonistas de la crisis y que, incluso, ha jugado un papel oscuro
pero relevante. Argumentan para ello que el portavoz de la Casa Blanca, Ari
Fleischer, llamó por teléfono a Juan Carlos de Borbón. Pero, por lo visto,
sus esfuerzos han sido poco eficaces, a no ser que sus desvelos hayan estado
solamente en la imaginación y en los halagos de los funcionarios de corte. La
única intervención pública hecha por el monarca, en el marco de una cena de
gala a finales de enero en el Palacio real, fue para comentar a algunos
dirigentes políticos que "debían dialogar", y que, según sus
palabras "el país tiene que estar unido".
Después, el 21 de marzo, en una entrega de premios deportivos, afirmó que
"no podemos dejar de mencionar que el acto de hoy, previsto desde hace
tiempo, se celebra cuando se ha iniciado el conflicto en Iraq. Por ello, no
podemos dejar de expresar nuestro firme deseo de que concluya cuanto antes con
un mínimo de pérdidas humanas y de sufrimientos y de que pronto se logre la
paz." Siguiendo las pautas del gobierno de Aznar, llamaba a la agresión
militar norteamericana "conflicto" y ni tan siquiera lo calificaba
como guerra: todos los ministros del Partido Popular siguen un guión argumental
semejante. El monarca no se digno hacer referencia al bochornoso engaño urdido
por el gobierno español al calificar de ayuda humanitaria el envío de
una flotilla de guerra al golfo Pérsico para colaborar con el ejército
norteamericano.
La preocupación por las críticas crecientes hizo que los servicios de Juan
Carlos de Borbón llegaran a la conclusión de que sería conveniente concertar
una cita del monarca con el principal dirigente del PSOE, reunión que se celebró
el día 19 de marzo y en la que ambos hablaron sobre el conflicto de Iraq: en la
conversación quedó claro que lo que más preocupaba al monarca no es la
guerra, sino la proliferación de críticas a su persona y a la monarquía. Pero
consigue lo que quiere: según todas las fuentes, Rodríguez Zapatero
tranquiliza al monarca y le asegura que su partido no va a mezclar a la corona
en las disputas sobre la guerra. Sin embargo, pese a los desvelos de la Casa
real por resolver la difícil situación, no deja de ser revelador de la
calidad humana de Juan Carlos de Borbón que no se preocupe por las
consecuencias que puede tener la agresión militar norteamericana entre la
población civil iraquí y que, en cambio, se sobresalte por el futuro de su inútil
y espléndidamente retribuido trabajo, que le ha permitido, entre otras cosas,
acumular una fortuna que la revista británica EuroBusiness calcula en 1.700
millones de euros, unos 280.000 millones de las antiguas pesetas. Ganadas con su
trabajo, honradamente, aunque las cuentas no salgan.
Después de la cita con Rodríguez Zapatero, se añadieron más sobresaltos: las
palabras de censura, cargadas de razón, pronunciadas por el portavoz del
nacionalismo vasco, Anasagasti, por la hipocresía de las palabras pronunciadas
por Juan Carlos de Borbón, y por su inclinación hacia un sistema bipartidista
en España, junto con un evidente y claro desdén del rey hacia otras fuerzas
políticas, venían a ampliar las habituales críticas de Izquierda Unida hacia
la monarquía y el constante clamor en las calles de las ciudades españolas.
No hay duda de que Juan Carlos de Borbón está preocupado, pero no por la
guerra de Iraq ni por la vergonzosa actitud adoptada por el gobierno español,
involucrándose en la invasión militar de un país soberano, rompiendo para
ello con el respeto a la legalidad y a los organismos de las Naciones Unidas,
que no han aprobado una aventura semejante, y violando el propio derecho
internacional. Lo novedoso es que el monarca está preocupado porque las masivas
manifestaciones callejeras en España han puesto en evidencia el escaso respeto
popular que cuenta entre la población, a pesar del desvelo y la ridícula
pleitesía con que es tratado por la prensa y por la televisión. La proliferación
de banderas republicanas, vistas cada vez con más frecuencia en muchas ciudades
españolas es la constatación de que -un cuarto de siglo después de que la
decisión sobre monarquía o república fuera hurtada a la población y se
impusiera de manera vergonzante, con el paquete constitucional, la institución
monárquica- la cuestión de la forma política del Estado permanece abierta.
Algunas voces, -de cuya honradez no dudo- han justificado la actuación de Juan
Carlos de Borbón, con el argumento de que cumple su función constitucional. Así
lo han hecho Santiago Carrillo en el diario El País, y González
Casanova en el diario Avui, sin reparar en que, ahora, la cuestión no es
solamente la actitud del monarca ante la guerra de Iraq, que no puede
justificarse por otra parte, sino también el anacronismo de una jefatura del
Estado vitalicia y hereditaria que -cada vez más- la población considera
absolutamente prescindible. Argumentar, como hace González Casanova para
defender la monarquía parlamentaria, el supuesto desastre que supondría una
república presidida por Aznar, es hacer una ingenua trampa, intelectualmente
endeble. Algo semejante se afirmó en la transición, manteniendo - para hurtar
un debate y un referéndum, que, por ejemplo en Italia sí se realizó tras el
fascismo- que una república podía estar presidida por un sujeto como Pinochet,
colocando así la mercancía de contrabando de que la monarquía es democrática
y la república puede ser autoritaria e incluso fascista, como el Chile de
Pinochet. No deja de ser enternecedor que, inadvertidamente, además de
continuar encontrando razonable que se sustraiga a la voluntad popular la elección
de la máxima magistratura del Estado, algunos defensores de la actual monarquía
sólo acierten a distinguir autócratas y peligros en un horizonte republicano.
¿Por qué no iban a dirigir una república personas dignas, democráticas y
sensibles a la voluntad popular? ¿O es que se considera al pueblo español
todavía en la infancia democrática? Ahora, lo obvio es que a muy pocos importa
el futuro de esta monarquía, aunque los cortesanos y los funcionarios de la Casa
real hayan querido mostrarla como una corona "querida por el
pueblo". Lo relevante es que las únicas muestras de apoyo popular que
recibe son las que previamente han preparado a conciencia los servicios de la Casa
real y del Ministerio del Interior. Lo significativo es que la bandera
rojigualda de la monarquía no aparece nunca en las multitudinarias
manifestaciones: de hecho, ese detalle revelador es la constatación de que una
gran mayoría del pueblo español no siente como suya esa bandera, porque, además,
resulta evidente la inutilidad de esa rancia institución monárquica, como es
notoria la ridícula vida de festejos privados, de negocios poco honorables
-todavía está por aclarar el papel de Prado y Colón de Carvajal y Javier de
la Rosa en turbias operaciones financieras ligadas al monarca-, y la relajada
convivencia del rey con un mundo de pícaros y corrupción, presente en todas
las instituciones del Estado, aspectos que, al parecer, tampoco preocupan a Juan
Carlos de Borbón, como la guerra de Iraq.
De manera que la proliferación de banderas republicanas en las masivas
manifestaciones de Madrid o Barcelona, la aparición de la bandera tricolor en
la nutrida marcha a Rota, o en el multitudinario concierto del 30 de marzo en
Barcelona, que congregó a 30.000 personas, y la interpretación del himno de
Riego republicano en la masiva manifestación de miles de personas en Palma
de Mallorca el mismo día 30, muestran hacia donde se dirigen los vientos de
cambio que empiezan a hacerse notar en la política española. Como también lo
enseñan manifiestos y proclamas que corren, o que Julio Anguita y Adolfo Jiménez,
presidente del comité de Sintel, entre otros conmemoren la república en
charlas y conferencias. O que Mundo Obrero, periódico del Partido Comunista de
España, publique, como hace en su último número, un cartel a doble página y
un manifiesto en conmemoración de la II República:
son ejemplos de una ola que crece de forma constante y que empieza a golpear en
las tapias del palacio de la Zarzuela.
Porque, como afirma el manifiesto de la activa asociación civil Unión Cívica
por la República -suscrito por diferentes fuerzas políticas, sindicales y
sociales-, que llama a una reflexión sobre el futuro de España: "con la
república todo es posible". Por eso, Juan Carlos de Borbón está
preocupado. No es para menos. Porque esa grotesca y caduca monarquía, adulada
por la España del pasado, por una legión de funcionarios que participan y
viven de la tramoya burlesca de una institución de cartón-piedra, elogiada por
los interesados en el mantenimiento de la dinastía, herencia de los vencedores
de la guerra civil, no durará mucho tiempo. Algunas voces insisten en que esta
monarquía borbónica tiene ya fecha de caducidad, y a juzgar por lo que se está
viendo en las calles de las ciudades españolas, están en lo cierto. A escasos
días de otro 14 de abril, la población observa a una monarquía perfectamente
prescindible, agotada y desfalleciente, confundida. Y observa, también, una república
que empieza a asomar en el horizonte.