Trabajo temporal, para la Familia Real

Higinio Polo

Las noticias sobre la relajada monarquía española se suceden, todas ellas laudatorias y cortesanas, porque, como sabe el ciudadano, es difícil encontrar la más limitada crítica pública a la corona por la radical censura existente en España con todo lo relacionado con los Borbones (no es ningún juicio aventurado: a mí mismo me han rechazado artículos críticos con la monarquía en tres periódicos españoles), censura no por secreta menos real. De manera que el feroz bombardeo que los ciudadanos deben soportar en estos días, con el pretexto de la actualidad informativa, en radio y televisión, en periódicos y revistas, no encuentra la más mínima contrapartida crítica en los medios masivos de difusión. Por el contrario, el halago llena decenas de páginas, horas de televisión en momentos de máxima audiencia, noticiarios informativos, mañanas de radio.

Los mismos parásitos que se recrean en la náusea de esos programas llamados del corazón, los mismos vividores que avergüenzan al periodismo honesto, se lanzan presurosos a halagar hasta la vergüenza a los miembros de la familia Borbón. Así, el gozoso anuncio de la próxima boda de Felipe de Borbón, comentado hasta el hartazgo por periódicos y cadenas de televisión, ha movilizado redacciones, ha impuesto supuestas noticias, ha marcado a fuego, obligatoriamente, lo que se supone que es la demanda informativa del país, a veces hasta el ridículo: uno de los serviles contertulios de una cadena de televisión llegó a afirmar que de la boda de Felipe de Borbón dependía la propia "felicidad de España". Pero esos pillos no son los únicos en hacerlo: también los medios considerados más serios contribuyen al esfuerzo del poder por consolidar la monarquía y por convencer al ciudadano de que no es posible más España que la monárquica. Todo queda en casa. Es la misma España de Aznar, la que colabora con las aventuras imperiales de Washington, en Afganistán o en Irak, en el cuerno de África o en Asia central, aún a costa de la vida de sus propios militares, la España que cumple aplicadamente, con Honduras, El Salvador, Nicaragua, la República Dominicana o Polonia, labores de policía represora y funciones de tropas de ocupación con sus unidades militares en Irak, la misma España que se recrea bobalicona con el espectáculo de una familia cuyos méritos son más que dudosos.

Tocando a rebato en una carrera de despropósitos, los cortesanos no tienen ningún reparo en proclamar que el desarrollo del país es debido, sobre todo, a la monarquía. Y es cierto, sí, que el país ha prosperado, pero no precisamente por el trabajo de esos parásitos sociales, cuya inutilidad, privilegios y egoísmos ya denunciaban los moderados miembros de aquella asociación al servicio de la república de Ortega y Gasset, Marañón y Pérez de Ayala, sino por el esfuerzo de los ciudadanos, de los trabajadores que han protagonizado la parcial modernización del país en las dos últimas décadas. Porque, pese al esfuerzo del poder, no puede ocultarse que, hoy, en la España de la especulación inmobiliaria, del trabajo precario y miserable, de los accidentes laborales donde mueren centenares de obreros cada año, en un país donde los jóvenes tienen que trabajar por salarios vergonzosos y en condiciones de total sometimiento a las empresas de trabajo temporal -que en otros tiempos se hubiesen llamado prestamistas-, de los jóvenes que deben hipotecar largos años de su vida para comprar una vivienda, de los inmigrantes tratados casi como esclavos, en esa España, Juan Carlos de Borbón continúa con sus negocios poco claros, con su desinterés por los problemas reales hasta el punto de descuidar sus escasas obligaciones oficiales para correr a sus relajos privados, mientras el heredero de la Corona viaja, y descansa, y cobra espléndidamente del presupuesto, y hasta se permite la lacerante humillación de mostrar al buen pueblo, a ese pueblo a veces servil y a veces digno, el palacio que le han construido con cargo a los bienes del país, al dinero de los ciudadanos, mientras los jóvenes suspiran por un pobre piso de setenta metros cuadrados en Leganés o en Badalona. Pero, al decir de los cortesanos que inundan al país con sus palabras aduladoras, recordar esas cosas es hacer demagogia.

La misma España monárquica que cierra periódicos y condena a la ilegalidad a formaciones políticas en Euskadi, la que convierte el país en una charca en donde medran especuladores y arribistas, empresarios corruptos y buscavidas, la España que llega al extremo de arrebatar a la izquierda el gobierno regional de Madrid con el viejo recurso de la compra y la corrupción, esa España, es la que celebra los fastos que se anuncian, mientras, en Televisión Española, nos muestran con escrupulosa puntualidad el más leve gesto, la más prescindible audiencia, la palabra más banal de cualquier miembro de la familia Borbón. Un trato semejante en cualquier otro país sonrojaría no ya a los responsables de esos halagos cortesanos sino a los propios ciudadanos. Pero la sabiduría popular siempre ha dicho que en España hay muy poca vergüenza. Y todo indica que en los próximos meses la atención dedicada a esa boda de Felipe de Borbón que han anunciado va a ser constante.

No debe extrañar que la España de Aznar esté satisfecha. La identidad de la familia real con esa España de José María Aznar es evidente hasta en el lenguaje: el propio Juan Carlos de Borbón se ha permitido calificar de operaciones humanitarias -como han hecho los ministros del gobierno- lo que no son más que actos de guerra y complicidad con la ocupación militar de un país. No es esa la única inconveniencia. Todos sus actos son semejantes: Juan Carlos de Borbón visita a las familias de militares muertos en accidentes de aviación, cerrando el expediente sin más, o va a Galicia, con cortejos preparados por el caciquismo local del Partido Popular, o recibe a algunos ociosos, mientras su hijo dedica días de relajo a visitar Leningrado o a desarrollar la vela, la imprescindible vela, sabiendo que sus actividades son puntualmente glosadas, sin rubor: con ocasión del viaje a Rusia, la complaciente prensa española llamaba al presidente ruso por su apellido y al heredero lo realzaba con el tratamiento de don: "Don Felipe y Putin", decía los periódicos de corte, sin reparar siquiera en la vergonzosa y servil muestra de sometimiento al poder que mostraban con el diferente tratamiento.

En ese país ahíto, han anunciado boda. Sin embargo, aquí y allá, pese a la censura del poder, se alzan voces contrarias a esa orgía gratuita de atenciones con la dinastía. Y esas voces contrarias al poder que se agrupa tras la monarquía, voces acompañadas de banderas republicanas, son persistentes, tenaces. En una de las manifestaciones en solidaridad con los trabajadores de Sintel, este verano pasado, en Madrid, los numerosos asistentes coreaban con entusiasmo el lema "Trabajo temporal, para la familia real". Sin duda, los manifestantes se referían al hecho de que, en esta peregrina España, el trabajo precario, mal pagado, temporal, lo soportan siempre los de abajo, y se desahogaban reclamándolo para los de arriba, aunque, ironías de la vida, los manifestantes no cayeran en la cuenta de que, efectivamente, los miembros de la Familia Real tienen un trabajo temporal, a juzgar por su escasa dedicación a asuntos oficiales: apenas trabajan de vez en cuando, muy de vez en cuando, aunque eso no tenga la obligada traducción en sus retribuciones que tiene para el resto de los ciudadanos del país.

Las voces de los trabajadores de Sintel, o las de los centenares de ciudadanos que se congregaron en Figueres en una celebración republicana el mismo día de la visita de Juan Carlos de Borbón a la ciudad, son la expresión de lo mejor del país. Porque por mucho que se empeñen las revistas satinadas y los informativos de las televisiones que adulan al poder, que son casi todas, la España moderna no se ve representada en la sonrisa de estos Borbones, que quiere ser campechana y apenas queda en bobalicona, ni en esas bodas de pedrería que siguen la vieja estela negra de mantillas y toreros, de crucifijos y procesiones, de plutócratas sin escrúpulos que se ríen de la ingenuidad popular. Porque la dignidad de un país se mide sobre todo por el orgullo de sus ciudadanos por un país decente, por la satisfacción de los derechos populares, por la instrucción pública, por la justicia.

Mientras la digna España de la bandera tricolor sigue guardando la dignidad colectiva, esperando su momento, la otra España, de besamanos y ladrones, la España parasitaria, tumbada al sol, llena de moscas, satisfecha de sus santos y sus reyes, de su ignorancia y sus glorias ajadas, de sus pícaros y buscavidas, está en esa estampa de monarcas y herederos que se ríen; esa España que sigue con los viejos milagreros del franquismo reconvertidos ahora en empresarios corruptos y en sujetos que recorren las calles con el maletín de los sobornos, con sus hijos hinchando el pecho ante un país que contempla impotente las grandes fortunas hechas con la especulación y la rapiña, que soporta a financieros que ponen a buen recaudo el dinero robado a los ciudadanos, la misma España que quiere presumir de moderna y apenas es hortera, la España de los nuevos ricos, de las bodas reales, del siniestro patriotismo compañero del imperio que se envuelve en la bandera rojigualda, va a asistir a un enlace principesco.

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