Isabel
II. La de los tristes destinos
Luis Arias Argüelles-Meres.
"¡Bien
haya, oh tierna Isabel, Majestad bondadosa y desdichada, aquel
filósofo-político que añadió a tu nombre el lastimero mote
de La de los tristes destinos!... Digo esto porque en tu larga
vida de Soberana pusiste siempre tu corazón blando sobre tu
inteligencia, y abusaste irreflexivamente del poder afectivo y
lo extendiste fuera de tu órbita personal, llevándolo a
trastornar y corromper la vida del Régimen..."
(Galdós. Cánovas)
"Narváez
suspendió la vida constitucional en España, convirtiéndose
de hecho en un verdadero dictador(...) Muy poco faltaba ya
para que estallase la tormenta, y si algo faltaba lo provocó
la conducta de la reina cada vez más entregada al favorito de
la hora y a las sugestiones de Sor Patrocinio" (Conde de
Romanones. Sagasta o el político)
"El
reinado isabelino fue un albur de espadas: espadas de
sargentos y espadas de generales. Bazas fulleras de sotas y
ases" (...)"Desde todas las esquinas nacionales
lanzaban roncas contra las logias masónicas que en sus
concilios de medianoche habían decretado la revolución
incendiaria, el amor libre y el reparto de bienes. El maligno
andaba suelto sin que pudiese fusilarlo el general Narváez
(...) El confesor y la madre Patrocinio estimaban más
eficaces que las muestras de amor indulgente los anatemas con
su cortejo de diablos y espantos" (Valle-Inclán. La
Corte de los Milagros)
El año pasado,
al cumplirse cien años de la subida al trono de Alfonso XIII
se publicaron hagiografías sobre aquel rey tan simpático,
que apenas tuvo un libro en sus manos y que no se opuso al
Pronunciamiento de Primo de Rivera. Ahora le toca el turno a
su augusta abuela, y ya hay quien se ocupó en la prensa
madrileña de ensalzar la figura de Isabel II, como una reina
que trajo a España progreso. Que cosas así las escriba un
historiador produce náuseas. Me atrevo a sugerir que, ya
puestos en este febril furor monárquico y borbónico, se
ocupen también del padre de aquella majestuosa dama, del
irrepetible Fernando VII. Seguro que encuentran motivos para
el elogio más desenfrenado.
Por mucho que se
vaya mermando la capacidad de sorpresa, no es fácil que uno
pueda aceptar sin indignación ver historiadores convertidos
en aduladores de estirpes regias, que aprovechan las efemérides
de cualquier Borbón para convertirse en autores de panegíricos.
Por fortuna, estos personajes que están tan prestos a ponerle
el merengue y la guinda a la flor de lis, no podrán evitar lo
que la historia dejó consignado.
¡Qué le vamos a
hacer! Resulta que existió sor Patrocinio en tiempos de
Isabel II, de quien escribió una espléndida biografía
alguien tan injustamente olvidado como Benjamín Jarnés. Hubo
en su reinado represiones brutales y espadones a granel. Y
habrá quien nos venga con la monserga del contexto, palabra
que, en boca de algunos, es eximente de cualquier salvajada.
Tener que recordarle a un historiador que todo acontecimiento
sucede dentro de un contexto es como mentarle a un físico la
ley de la gravedad. Y, en el caso que nos ocupa, el contexto
no es, en y por sí mismo, atenuante, sino más bien una
prolongación de aquella corte milagrera tan maravillosamente
contada por Valle-Inclán. Lo que más le interesa al creador
de los esperpentos es la plasmación de la vida ridícula y
encanallada de ese período.
Hubo en los últimos
años quien se aventuró también a escribir la biografía de
esta reina de crasas mantecas, como describió certeramente
Valle. Se puede barruntar que tal cosa se hizo por el afán de
acercarse al Tronío. Y la sutil conclusión de tan novedoso
estudio consistió en decirnos que la buena mujer no había
recibido la educación adecuada. Delirante tesis si se
enfrenta a los condicionamientos, también en materia
educativa, de sus sufridos súbitos. Pero una reina es otra
cosa, oiga usted, aunque sea hija de un personaje tan nefasto
como Fernando VII.
De veras que el
intento de convencernos de lo que progresó España durante la
Corte de los Milagros es un insulto a la inteligencia.
Cualquier persona mínimamente instruida, y máxime un
historiador, sabe que muchas veces los avances de una sociedad
se producen también a pesar del poder y de quienes lo
ostentan.
Cualquier persona
con un mínimo de conocimiento histórico sabe que la gran
novela del XIX es, además de excelente literatura en muchos
casos, una referencia importante para conocer esa época, en
ocasiones, mejor contada que en libros puramente históricos.
Ortega, en su prólogo
a la Filosofía de la Historia, de Hegel, reprochaba a
los historiadores lo poco atractiva que hacían su materia
cuando se daba el paradójico caso de que era una de las
disciplinas que más interesaban. Una vez más, daba en la
diana.
Se da la
circunstancia además de que lo que escribieron Galdós y
Valle sobre la época de Isabel II no fue un derroche de
imaginación precisamente, sino todo lo contrario. Se trata de
uno de los mejores ejemplos que demuestran que la realidad
supera a la ficción. Ni la imaginación más delirante podría
haberse inventado un personaje como sor Patrocinio.
La de los tristes
destinos lleva cien años en el otro mundo. El Padre Claret,
si la mantecosa reina fue destinada por el Altísimo al cielo
tan querido, seguro que pidió asilo en el infierno tan
temido. Que ahora se proclamen elogios hacia aquella mujer es
una muestra más de los tiempos infames que vivimos. Bien están
a cien años de distancia sus espadones y su monjita
milagrera. Si tuviera los medios adecuados, les haría llegar
a unos cuantos la biografía de Jarnés sobre la monja de la
reina que nos ocupa. ¿Se imaginan ustedes los suspiros de las
dos Anas más célebres de la España de hoy, Ana Botella y
Ana Palacio? ¿Qué tiene el verano de especial para que el
empacho monárquico aturda tanto o más que el calor tan
sofocante?
Yo me voy con
Valle y con Galdós al río Narcea, al mismo pozo donde pescó
un general que hizo muchos pantanos ¿Cuánto queda para que
las instituciones oficiales de la historia canonicen y
beatifiquen al invicto caudillo?
Tiempo al
tiempo.
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