Después del silencio regio

Luis Arias Argüelles-Meres

Tras las esperadas y demandadas palabras de la Corona, no sé si todavía hay alguien que se haya sorprendido de que una vez más se cumpliera el guión. Es decir, el Rey sólo dijo lo que va en su papel: obviedades. Desiderata por partida doble sobre el entendimiento entre los partidos y sobre el fin más rápido posible de las hostilidades. ¿En verdad alguien contaba con que podría decir otra cosa? Hasta Llamazares, amparándose en la Constitución, apeló a que la Jefatura de este Estado monárquico se pronunciase, porque, según el líder de la coalición de izquierdas, el inquilino de la Moncloa estaba usurpando prerrogativas regias. Vaya por Dios. La pregunta es si hubieran cambiado algo todo esto las palabras del Monarca de haberse manifestado días antes. Más bien, da la impresión de que no.

Pero -y no es fácil entender que esto no se haya visto antes- lo importante no es que el nieto de Alfonso XIII hablase antes o después, sino la simbología viva que campea en las calles, por lo menos desde hace un año, contra el actual sistema político, que representan las banderas tricolores a cuyo frente no se pone nadie. Y es que el PSOE es un partido monárquico desde el felipismo. Y, por parte de IU, aún no se olvida el momento aquel en que Carrillo enarboló la actual bandera como garante de concordias y libertades. Lo relevante es también que, con el actual sistema político, no hay un poder moderador que nos haga ver a todos que aquí existe un Estado que está por encima de las veleidades de los gobiernos de turno.

En efecto, ya sé que dicho poder moderador recae en la Corona y que hizo uso de él en aquella interminable noche del 23-F del 81. Lo que pasa es que, en tiempos como éstos, que la institución monárquica tenga grandes poderes políticos sería ir contracorriente, sin perder de vista tampoco que la experiencia histórica de España, cuando los reyes gozaron de grandes prerrogativas, no es precisamente muy ejemplarizante para una mentalidad con ambiciones democráticas.

Que el Rey esté callado pone de relieve la ausencia en la práctica de ese poder moderador. Que el Rey hable evidencia que su papel no va más allá de una retórica de tópicos, inoperantes en la práctica y poco enriquecedores para el intelecto de quien los escucha o lee. Así las cosas, quiera reconocerse o no, el estado de la cuestión con respecto a este asunto es muy ilustrativo. Ya es llegada la hora de que la Monarquía, como forma de Estado, deje de ser una cuestión tabú. La calle así lo certifica. Los hechos así lo sancionan. Y la letra impresa de los periódicos empieza a balbucirlo, eso sí, con mucha timidez.

Porque una de las cuestiones que aquí se dirimen es que ese poder moderador difícilmente puede legitimarse en los derechos adquiridos por una familia real cuyos desvelos para y por España no fueron precisamente positivos, sino que se inclinaron más bien del lado del desastre desde aquel hombrecillo lleno de limitaciones llamado Carlos IV hasta el jugador de tenis casi ágrafo, conspirador contumaz, que fue el abuelo del actual Jefe del Estado. Se da el caso además de que ese poder moderador, como cualquier otro, puede ejercerse con mejor o peor fortuna, y que, tratándose de una Monarquía, el ciudadano apenas puede sancionar los errores. Todo lo contrario de un presidente de una República que, al tener que comparecer electoralmente, estaría obligado a rendir cuentas de cómo administró su nombramiento democrático. La hora -ya digo- de que la forma de Estado pueda ser discutida ya ha llegado, más de 25 años después de un modelo político surgido tras el largo silencio democrático que impusieron las armas del invicto caudillo. Y los hechos consuetudinarios que acontecen en la vida y en la vía pública, traducidos a lo que Mairena recomendaba, a lo que pasa en la calle, denuncian la necesidad de este debate y la obligación de reflexionar sobre el descontento que manifiestan las banderas tricolores, que salen a la calle con la galanura de lo que, en palabras de Ortega, sería «nueva política», frente a la «vieja política» que es a estas alturas la que surgió a la muerte de Franco, una política de provisionalidad con la que llevamos más de 27 años. Es tiempo de que políticos y analistas abran los ojos y vean. Como aperitivo, no está mal el bocado que supone digerir la realidad que exhibe una ausencia preocupante, la de quien ejerza democráticamente y con responsabilidades la función moderadora que debe desempeñar todo Estado. Y la cuna de un gran estadista es la República. Bien que lo cuenta y lo canta eso que llamamos Historia

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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