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  No consiento que se hable mal de Franco en mi presencia. Juan  Carlos «El Rey»

Sobre la monarquía franquista


María Toledano

Septiembre de 2005

Soberano es aquel que decide sobre el estado de emergencia

Carl Schmitt

Nombrado sucesor a título de rey, Juan Carlos -con la oposición de su padre que deseaba el privilegio para él- accedió al trono. Organizada la estructura política del estado por el caudillo y sus vicarios, la desconocida monarquía (representada por una joven pareja del desarrollismo) necesitaba la aprobación popular que nadie había concedido -ni concedería después- en las urnas. Superado el escollo de Estoril, la maniobra estaba en marcha. Para ello -y por sugerencia de Franco- los príncipes de España (qué ridícula y anacrónica suena esta expresión) recorrieron la geografía patria, comieron platos típicos, departieron con las autoridades locales, se dejaron fotografiar, recibieron llaves de la ciudad y besaron niños. El periplo duró una buena temporada. Tras la dictadura, la ciudadanía -apartada de la res publica- aceptó el destino regio con una extraña mezcla de resignación e indiferencia. Hasta el mítico PCE de la oposición antifranquista aceptó la “reinstauración” borbónica. Carrillo denominó a Juan Carlos I, el breve. Intuyo que el dirigente comunista (sic) ya sabía que iba para largo: un engaño más. Algunos padres de la patria aciertan hasta cuando parece que se equivocan. Los años fueron pasando -con algunos sucesos y sobresaltos menores- y la monarquía designada por el caudillo empezó a volar (borboneando, dicen los cronistas como elogio) con sus propias alas de pez espada. Bajo el uniforme llevaba el pijama, se comentó, la noche del 23 de febrero de 1981. Bajo el uniforme y las regatas en la bahía de Palma, más allá de las fotos y de los estratégicos matrimonios de su descendencia, está una forma de estado que impide, por su naturaleza histórica, cualquier intento de transformación social. La monarquía católica no representa sólo la imposibilidad teórica y práctica de una república laica, es algo más: una coraza institucional.

En 1964 -cómo pasa el tiempo en el turbocapitalismo- François Mitterrand publicó un interesante panfleto Le Coup d´État permanent. En ese texto, el aspirante al solio vacante de Richelieu/Mazarino (un espejo para nuestro Felipe Glez.) denunciaba las excesivas competencias legales que, a su juicio, la V República francesa otorgaba al presidente electo al tiempo que acusaba al general de Gaulle de gobernar al margen de los restantes poderes del régimen constitucional. El joven Mitterrand (en realidad nunca fue joven) argumentaba, con una prosa trufada de Mauriac/Maurras, que el poder absoluto de un régimen presidencialista podía derivar en una dictadura. Frente a esta posibilidad, es decir, frente a la idea de que una república (con el lejano recuerdo de la holandesa de Jan de Witt que tanto alabó Spinoza a mediados del XVII) fuera capaz de acometer un cambio profundo en la organización social, política y económica, Franco blindó el estado nacido de la victoria militar con una omnipresente y viajera monarquía cercana al pueblo. Se alejaba, para siempre, la posibilidad de un “golpe de estado permanente” republicano. El motor del cambio, como han llamado al rey algunos vasallos, se había convertido, siguiendo las órdenes del invicto caudillo, en el mejor freno para cualquier intento de ruptura. Así, sin mediar palabra, pasamos del brazo incorrupto de santa Teresa y la represión al espectáculo de la Expo 92 y los JJ.OO., de la Transición como modelo exportable al reaccionario discurso del PP. Inmaculado y “campechano”, próximo al sentir de los súbditos, el rey de todos los españoles vigila, neoguardián de las esencias, desde la altura de una pista de esquí. Atado y bien atado.

Asumida sin oposición la forma-estado monárquica, se puede afirmar que los designios del general se están cumpliendo. Desde la criminal altura del Valle de los Caídos (una vergüenza colectiva) y sin necesidad de que Vizcaíno Casas resucite de nuevo al interfecto, nos dirigimos de cabeza al treinta aniversario del fallecimiento del comandantín africanista. Crece el revisionismo o el sentimentalismo, que viene a ser lo mismo. La balsa de aceite institucional en que vive el estado -alterada sólo por los problemas derivados del Título VIII de la Constitución- garantiza el reposo de Franco. Ni un cambio, ni una palabra más alta que otra. Si no fuera trágico, se diría que la muerte del padre autoritario provocó a los españoles varios un dolor de ausencia del que todavía no se han recuperado: huérfanos de padre. Un padre severo que custodiaba el destino universal y las vidas cotidianas. El rey ha recogido el testigo -ocupando el hueco dejado por el césar visionario-, manda a su hijo de viaje por las llamadas “provincias” y reproduce el esquema conocido. La república presidencialista que denunciaba Mitterrand (cuya fórmula aplicó a su antojo desde 1981) podría ser una solución (el único camino) para el acabar con el ridículo que supone arrastrar -todavía- una monarquía de origen franquista disfrazada de bondades y ceremonias. Atapuerca somos todos: un erial tapizado de huesos. La noche de su consagración llevaba el pijama sujeto por un fajín dorado.

 

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