Correo
Alameda, 5. 2º Izda. Madrid 28014 Teléfono: 91 420 13 88 Fax: 91 420 20 04 |
|
¡Jaque
al Rey!
Jaume d'Urgell Julio 2006
Nadie ignora que la monarquía española está en jaque. A su ilegitimidad de
origen, se une una cada vez más inocultable falta de justificación moral y
el creciente hartazgo de una sociedad enfrentada a las dificultades del día a
día, que no comprende por qué una familia designada por un dictador
genocida, acumula poder y tesoros sin mérito conocido.
El pasado 26 de abril, la Comisión de Peticiones del Congreso de los
Diputados, reunida en sesión, acordaba trasladar a los portavoces de los
grupos parlamentarios en la Comisión Constitucional, un escrito en el que se
solicitaba la restauración de la legitimidad institucional republicana, con
todo lo que ello implica, no solo el despido del funcionario jefe de Estado,
sino también la adecuación de toda la estructura y principios organizativos
de los poderes públicos en torno a las ideas de libertad, igualdad,
fraternidad, austeridad, laicismo, y pacifismo.
Habida cuenta de quienes forman parte de la Comisión Constitucional, no es de
prever que el documento sea tomado en consideración, y no lo es por diversos
motivos, entre los que destacaríamos el de oportunidad (antes de ratificar vía
referéndum una reforma constitucional de esta envergadura, es preciso
instruir a la opinión pública en conceptos como separación de poderes,
representatividad proporcional, democracia participativa, y otros, que desde
hace siete décadas se consideran tabú por parte del poder establecido).
Por otro lado, mientras el sistema político español esté en manos de una
oligarquía de partidos, con un ejército mediático a su alcance, con vías
de financiación virtualmente ilimitadas, opacas y ajenas a todo control
independiente… mientras el Ejecutivo surja del Legislativo, y éste renueve
por tercios al Judicial; mientras no exista una Fiscalía independiente;
mientras existan tribunales de excepción (la Audiencia Nacional) cuya
jurisdicción alcance a las mismas personas que aprueban sus presupuestos;
mientras el Tribunal de Cuentas carezca de poder efectivo; mientras el Senado
sea un osario y el Consejo de Estado un cementerio; mientras permitamos que el
jefe supremo de las fuerzas armadas siga siendo alguien designado por un
genocida… será muy difícil que la ciudadanía haga valer sus derechos.
También hay mucho que hacer en el campo de la libertad de información, antes
de poder enfrentar con garantías, un debate sobre la forma de gobierno en
España. Como se ha repetido hasta la saciedad, en España, la monarquía no
ha sido capaz aún, de enfrentarse a la prueba de fuego que supone una
información libre y veraz. Hoy en día, todo cuanto rodea a los asuntos del
jefe de Estado suele estar presidido por el inconfundible hedor a propaganda
militar. En este sentido –y en muchos otros–, los efectos del golpe de
Estado de 1936 aún prevalecen.
Hoy España sigue siendo un Estado en cuya cabeza se encuentra un militar,
vitalicio y hereditario, como en los más oscuros tiempos del medievo. En España,
reconocer algo tan sencillo como que monarquía y democracia son antónimos,
es motivo de escándalo. Unos salen al paso, con aquello del pragmatismo y de
los consensos necesarios… otros aducen la existencia de conceptos mixtos,
como la tan cacareada “monarquía parlamentaria”, paradigma de la
contradicción en términos… que vendría a ser algo así como una
“democracia relativa” –encabezada por un militar, no lo olvidemos–.
Otra forma de gobierno es posible, y necesaria. La sociedad debe librarse del
influjo de las amenazas que tanto en 1939 –amenaza cumplida–, como en 1978
–amenaza latente–, se cernían sobre quienes osaran cuestionar la voluntad
del stablishment fáctico.
Sobradamente sabemos que no todos los jaques son jaque-mate. Jaques los hay de
muchos tipos… están los pueriles, que consideran el jaque mismo como un fin
en si mismo, sin tener en cuenta el futuro; están los psicológicos, que
utilizan el jaque como un instrumento más del miedo; existen jaques de huida;
y jaques para impedirlas; están los jaques consentidos, que son aquellos que
se dan, como efecto de un plan concebido en el entorno del monarca y luego están
los jaques útiles, que son aquellos que tienen lugar con la intención de
crear nuevos escenarios, que conduzcan a la victoria.
Lo que ocurre es que en nuestra partida el rey está enrocado –sabe muy bien
qué hacer, y qué no hacer para mantenerse indefinidamente en el trono–. Sí,
es un hecho: el rey es también un obrero, y como tal, sus acciones están
orientadas a salvaguardar la estabilidad de su puesto de trabajo –a pesar
del interés general, en este caso–. Pero no solo tenemos un rey enrocado,
de un sencillo análisis de la situación, podemos observar que se aprecian más
circunstancias a propósito de su existencia y continuidad: la posición del
rey se sustenta en la reina, los alfiles, los caballos, las torres y los
peones. Es sabido que en el juego del ajedrez, los alfiles representan a la
jerarquía eclesiástica –que curiosamente, matan en diagonal–; los
caballos y las torres son el uso de la fuerza –ya sea bruta o sutil–; los
peones serían las hordas de súbditos engañados o reclutados –a la fuerza
o bien pagados– y la reina… yo no sé lo que sería la reina para los
inventores del ajedrez… pero hoy en día, la reina simboliza sin dudarlo a
la prensa, y como cenit de esta, a la televisión.
Pero tranquilos… lo bueno de todo esto, es que frente al rey y su consorte,
frente a sus parejas de alfiles, caballos y torres, frente a sus ocho peones,
nos encontramos cerca de cuarenta millones de ciudadanos –que no súbditos–,
libres e iguales, fraternos y progresivamente conscientes de nuestros
derechos. Y eso, no cambiará. Porque hagan lo que hagan, mientras alguno de
nosotros siga en pie, la partida no habrá terminado.
Sabemos bien que la petición al Congreso de los Diputados no fue más que un
jaque. Pero todos han visto que dicho jaque tuvo lugar. Y no será el último.
Ni el mejor.
Lo más probable es que la monarquía española se venga abajo, cuando el
partido conservador se atreva a desearlo en público, sacando así al partido
que se llama progresista de su ignominioso silencio, y restableciendo un orden
constitucional basado verdaderamente en la igualdad. Pero, siendo ésta la vía
más probable, no es la única. La monarquía –símbolo supremo de la
arbitrariedad y el despotismo–, puede saltar en mil pedazos en caso de que
la situación política se desestabilice de un modo incontrolable, por
ejemplo, como resultado del atraco masivo que supone la especulación
inmobiliaria, o a consecuencia del progresivo fenómeno de la deslocalización
por globalización sin control público. Un neoliberalismo indómito puede
originar la desaparición de la clase media… y todo el mundo sabe, que
ciertas injusticias que el pueblo está dispuesto a aceptar con el estómago
lleno, no se suelen permitir cuando falta lo más básico.
Es cierto, cuando el hambre aprieta, la sensibilidad pública hacia los
atropellos a la justicia aumenta considerablemente, y entonces el escenario
político es muy distinto… hay sucesos terribles que hace tiempo que no
vemos en nuestro propio país, y no faltará el incauto que crea que la lejanía
en el tiempo implica que hay cosas que están superadas… ¡nada más lejos
de la realidad! Basta echar un vistazo a la sección de Internacional de
cualquier periódico para darse cuenta de que la élite dominante no tiene
ningún inconveniente en “cambiar de fase” cuando los acontecimientos lo
aconsejan. Cuando la situación general empeora, la rebelión es automática,
pero no olvidemos que para el capital, la guerra no es más que otra forma de
ganar dinero.
Asistimos a una realidad en la que tanto los cegados como los cegadores
insisten en repetir una y mil veces que la Constitución Española –la
postfranquista, de 1978–, prevé un proceso de reforma, para el que hace
falta una mayoría de tres quintas partes de las Cámaras legislativas –el
único poder en realidad, puesto que de él parten Ejecutivo y Judicial–. Si
tenemos en cuenta la existencia de la Ley D’Hont, el corte de las
candidaturas que no alcancen un 5% en cada una de las 52 circunscripciones
electorales, y la consolidación del bipartidismo fáctico… es fácil
resolver que, salvo con el afloramiento de la razón crítica, cualquier
cambio es impensable.
Esto, llevado a las últimas consecuencias, supone que salvo con el acuerdo
previo del partido conservador y el partido que se autodenomina progresista,
cualquier posibilidad de cambio pacífico esté excluida. Y como los
republicanos somos pacifistas por principio y por memoria, nuestras vías se
reducen a dos: o bien convencemos a los grandes partidos –a sus aparatos o a
su electorado– de la conveniencia de una República justa, o bien nos
erigimos en fuerza electoral con capacidad parlamentaria para influir en el
proceso de reforma constitucional.
Repúblicas las hay de muchas formas, y no por ser tales, ya son
necesariamente justas. Una república no es simplemente un sistema político
en el que todos los cargos son electos… no solo eso. Una república justa,
debe estar verdaderamente inspirada en los principios que determinan que todos
los seres humanos son iguales en derechos, libres en su concepción y
fraternos entre sí. En una república avanzada, nada debería estar por
encima del amor a la paz, y ningún poder estar exento de control
independiente. En una república, el poder del Pueblo debería ser ilimitado,
sin que ningún área le estuviera vedada. Ningún asunto que afecte a la
ciudadanía puede ser tabú para sus representantes políticos, y eso incluye
desde la progresiva desmilitarización del Estado, hasta la posibilidad de
cambios en la estructura económica de la sociedad, la modificación de sus
fronteras, y –desde luego– la protección de los más débiles, porque la
mejor manera de medir la salud de una sociedad no está en sus indicadores
macroeconómicos, ni en la cantidad de clase media… la mejor manera de
conocer el nivel de justicia de una sociedad, es fijándonos en la situación
de su elemento más débil.
No hay duda de que la idea de República que alberga el partido conservador es
bien distinta de la que el partido que se llama progresista tiene en mente.
Alemania, Francia y Estados Unidos son repúblicas, y las diferencias están
bien a la vista. Ante esto, el modelo de organización de la sociedad que
representó la Segunda República Española, era una opción muy a tener en
cuenta como punto de partida, aunque no hay que olvidar que los tiempos han
cambiado, y que, tal cual, la Constitución Española de 1931 no sería
directamente utilizable hoy en día, sería preciso incorporar elementos de
derecho comparado que vendrían a resumir el fruto de siete décadas de
progreso de la Humanidad –al margen de nuestro Estado, para nuestra
desgracia–.
Durante la Segunda República Española se cometieron algunos errores, el más
importante de los cuales fue de estrategia elemental: no se puede hacer tanto
bien, en tan poco tiempo… los dueños del mal no lo han permitido jamás en
la historia. Si se desea la paz, hay que permitir salidas honrosas para los
elementos discordantes con los nuevos tiempos. No se trata de pragmatismo cómplice,
ni de falta de firmeza… es estrategia.
La monarquía en España es pasado inminente. No es cuestión de odio, ni
revancha… es sencillamente una cuestión de interés general. Con todo,
nadie ignora que debemos tener los pies en el suelo y ser conscientes del
momento en que vivimos, mas no por ello, excluir los diversos escenarios políticos
que el futuro traerá consigo.
Asistimos a un momento crucial en la historia de esta parte de la península
que no es Portugal. De nuestros actos, de nuestra honradez, de nuestra firmeza
y de nuestras convicciones dependerá en buena medida la llegada de un futuro
mejor para todos.
¡Salud y República!