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El santoral de los borbones. Sofía, o los intríngulis de la onomástica
Euclides Perdomo
Viento Sur 20 de mayo de 2007
En
noviembre de 2005, finalizando nuestro comentario sobre el infantesco nombre de
Leonor Primera de España y Ninguna de Grecia o Alemania, ante la previsible
avalancha de españolitas bautizadas con ese mismo nombre, concluíamos con una
rotunda sentencia: “los plebeyos, no debemos uncir nuestro destino al carro
del nominalismo regio”. En otras palabras, estando la Historia repleta de
reinas Leonoras a cual más sanguinaria y desfachatada, no parecía el mejor de
los nombres posibles. Por si hubiera resultado escasa aquella sesuda amonestación,
hoy volvemos a la carga, esta vez a propósito de otro principesco nacimiento y
de otro nombre segundamente infantesco: el de Sofía.
Habiendo nacido una segunda Infanta del reyno de las Expatrañas –tra ka trá-,
urge preguntarnos: ¿a cuála encopetada Sofía debe copiar su tocaya recién
parida? O, dicho en términos ponderadamente finos, ¿a qué magna Sophia debe
encomendarse la recién germinada y homónima Infanta de España?
Echemos una rápida ojeada –gracias, Google-, a las Sofías de sangre azul que
pueblan esa Historia ampulosamente llamada “Universal” –historia tan
formidablemente universal como gigantesco resulta ese charco de renacuajos al
que llaman mediterráneo-. ¿Cuántas Sofías figuran en el Gotha oksidental?
Primera sorpresa: apenas hay reinas y aristócratas con ese nombre. Más aún:
hasta mediados del siglo XIX, no hay ninguna. Primera conclusión: la nobleza
huye de la sabiduría –o sophia-. Conclusión irrefutable que coincide
plenamente con el sentido común pues, como bien saben nuestras costillas, la
aristocracia sólo está interesada en el poder, los asesinatos, el sexo en la
oscuridad y las armas en bandolera.
Por su parte, los ejércitos –la otra cara de las monarquías-, tampoco
prestaron nunca la menor atención a la sofía. De hecho, eludían todo lugar
que recordara de cerca o de lejos esa palabra. Por ello, la historia sólo
recoge un incidente con, aproximadamente, ese nombre: la batalla de Sapienza
(1354), allá donde los genoveses derrotaron a los venecianos. Pero es fama que
ambos bandos se lamentaron de haber escogido, por error, un sitio con nombre tan
sombrío. [Por lo demás, las sucesivas peleas por la ciudad búlgara de Sofia
no hacen a este caso pues las ciudades pierden su nombre a medida que crecen;
como se demuestra recordando que, hoy, para el común de los búlgaros, Sofia
significa “la baticueva donde nos roban las ovejas”]
En fin. Después de arduas investigaciones, hemos llegado a la verdad
concluyente y excluyente: la Sofía histórica que ha de servir de faro de
erudiciones, brújula en las encrucijadas y espejo de virtudes a la recién Sofía,
es Sofía de Baviera (1805-1872). No hay otra posible, ninguna otra homónima se
la iguala, la elección es indubitable; por ello, desde ahora ponemos a Sofía
de las Expatrañas bajo la advocación de esta aristócrata bávara.
No nos cabe la menor duda de que el lector/a ratificará nuestra elección
cuando lea la resplandeciente semblanza de esta luminaria, Sofía de Baviera (en
adelante Sofi B). He aquí una vida ejemplar, una existencia dedicada a los más
altos y bajos y hasta medianos intereses. He aquí una biografía holista o sistémica
–total, vamos-. Hela, la propia vida de Sofi B:
A sus 19 primaveras, se casa con un tal archiduque Franz Karl pero, como su
marido es un débil mental con ningún atractivo aparte de ser pariente del
emperador de Austria-Hungría y este Imperio ha caído en la órbita napoleónica,
pues, como previsible consecuencia, Sofi B se esmera en sus afeites hasta que
logra convertirse en amante del hijo de Napoleón Buonaparte, un figurín que
zangolotinea por la corte vienesa y al que llaman Napoleón Franz, por otros títulos
duque de Reichstadt y ex rey de Roma. Este lechuguino tiene, además, el gran
atractivo de ser seis años más joven que ella. O sea, que Sofi B seduce a un
prepúber de trece años. En nuestros días –y si Sofi B hubiera sido
plebeya-, nadie la libraría de un proceso por el delito de abuso de menores.
Dado que el pipiolo todavía no está en agraz sexual, Sofi B. ha de esperar a
que madure. En 1830, seis años después de su boda, Sofi B pare a su primogénito
Francisco José -futuro emperador y estrella de cine por otorificación-. ¿No
es extraño que tarde seis años en parir? No, si echamos cuentas y hallamos
que, para esta fecha, el otrora adolescente ha alcanzado casi la veintena –es
decir, ya está madurito para la procreación-.
“La espera valió la pena”, debió pensar Sofi B porque no sólo continuó
aferrada a su joven concubino y semental sino que, dos años después, parió a
Maximiliano –al que luego fusilarían en México-, vástago tan parecido físicamente
al napoleoncito que nadie dudó de su hilazón biológica. Ahora bien, llegados
a esta reincidencia, hemos de conceder la palabra a las dos escuelas historiográficas
que han opinado sobre los sucesos que ocurrieron simultáneamente al regio
embarazo. Y es que, estando Sofi B en el propio trance de parir, el ex rey de
Roma asomó por la puerta… del Averno. Queremos decir, que se murió. Joven y
ya criando malvas: los nobles también lloran.
Hasta aquí el dolor pero nos resta la interpretación de los historiadores.
Muerte extraña la de un joven así. Tan anómala que ha dado lugar a dos
opiniones: para unos sabios, Sofi B le envenenó, para otros, simplemente le
agotó. Razones no les faltan a ambas escuelas pues bien pudiera haber ocurrido
que Sofi B, observando que declinaba la estrella napoleónica, diera por
concluido su affaire –y es obvio que lo concluyó de forma harto expeditiva-.
Pero, en aras de la más pulcra objetividad y a falta de pruebas concluyentes,
no podemos descartar que, simplemente, dejara vaciado al sementalito. Exhausto.
Consumido en lecho ajeno.
No estamos capacitados para terciar en esta polémica. Sea como fuere, Sofi B
sigue en sus trece alcahueteros y, dieciséis años después –ya estamos en
1848-, por fin la encontramos recogiendo la cosecha de sus años como amante de
Metternich, un carcamal cuyo (dudoso) sex appeal emanaba de ser el verdadero
rector del Imperio. Como fruto de sus habilidades, ese venturoso año nuestra
heroína consigue que su primogénito sea nombrado Emperador. Como peripecia
cortesana, no está nada mal: a sus 43 septiembres, Sofi B es ya Emperatriz
Madre.
Con esta subitánea entronización, vuelven las polémicas historiográficas.
Para unos, Sofi B salva al Imperio; para otros, la salud del Imperio la
importaba un rábano puesto que lo único que tenía en mente era ser la mamá
del mandamás. Como ya vimos en la anécdota del petimetre extenuado, razones no
les faltan a ninguno de los bandos.
En apoyo de la primera tesis, está el hecho clamoroso de que el anterior
emperador era absolutamente incapaz. En efecto, el emperador Fernando de Austria
(1793-1875), era retrasado mental, epiléptico, cabezón, hidrocéfalo, deforme
y narigudo; su labio inferior se le caía como a todos los Habsburgos. Lo que más
le divertía, era enrollarse en cartones y rodar como una pelota. Y esa era la
menor de sus destrezas. Otras dignas de mención fueron:
a) sus pajes cazan un águila y el Emperador dicta: “Esto no puede ser un águila
porque sólo tiene una cabeza” (el águila del blasón de los Habsburgos es
bicéfala). O de la influencia de la heráldica en las anomalías aviarias.
b) cuando estalla la revolución de 1848 (tiene 55 años), pregunta: “¿El
pueblo está autorizado para hacer una revolución?”. No es de extrañar que
éste fuera casi su último pronunciamiento oficial.
c) cuando, a sus 42 años, le hacen emperador, resume su proyecto político en
una frase memorable: “Como soy el emperador, si quiero fideos, me los como”.
Poco más puede pedírsele a una testa coronada. Pero este Fernando siempre se
superó a sí mismo. Poco después, habiendo saboreado las mieles imperiales,
pronunció una sentencia que define la monarquía mejor que ningún tratado de
filosofía política: “Gobernar es fácil; lo difícil es rubricar tu
nombre”. ¿Hay quien dé mejor praxis de líderadura?
Al igual que en la polémica antes citada, tampoco en ésta podemos terciar.
Juzgue el lector/a si Sofi B salvó al Imperio Austro-Húngaro al destronar a
tan atolondrado emperador o si, por el contrario, hubiera conspirado igualmente
aunque el emperador fuera una lumbrera. Pero, a la hora de opinar, tengamos en
cuenta los enredosos vericuetos por lo que transcurrió la existencia de la Sofi
B pre-emperatriz. Y, en definitiva, queridísimo plebeyo, piénselo dos veces
antes de llamar Sofía a ninguna de sus hijas –prudentísima admonición y
causa primera de estas líneas-.
Finalmente, hagamos un guiño doméstico: la protagonista de esta historia
ejemplar -catecismo en el que debieran abrevar todas las infantas-, casó a su
hijo con una tal Isabelita o Elizabeth, más conocida como Sissí. Dirán los
cinéfilos: “Ah!, así que ésta Sofi B es la mamá del más empalagoso
emperador que ha aparecido en las pantallas…, con razón aparece como la
malvada suegra de Romy Schneider!”.
Justicia poético-histórica: la suegra fílmica del untuoso soberano fue la
madre real de Romy-Sissí. Es decir, que la señora de Schneider escogió
representar un parentesco gubernativo (madre política o suegra) frente a la
hija de sus entrañas. ¿Puede haber mayor confusión entre lo real y lo
ficticio, lo cortesano y lo familiar, lo interesado y lo altruista?
Curiosamente, éste es el único detalle de esas tramposas películas que se
ajusta a la verdad histórica. Pues tal debió ser, en efecto, la relación de
Sofi B con el resto del mundo, sus vástagos incluidos. Para ella no hubo nunca
parientes de primer grado. Al igual que urde el resto de la aristocracia
mundial, ellos sólo son gradas de la escalera al trono. Una escalera llena de
mierda, real y hasta imperial como la vida misma.
[Por nuestro mucho miedo, nada vamos a comentar de otras Sofías bastante más
cercanas a la nueva Infanta. Por ejemplo, de su abuela paterna SG, por nombre
completo Sofía Margarita Victoria Federica Glyksbourgk (o Glucksburgo, la villa
de Gluck), 1938- ]
1º de mayo de 2007, día de esos que llamaban obreros