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Los reyes y el tiempo: ¿Para qué sirven las monarquías?

Lisandro Otero

cubadebate.cu 26  de diciembre de 2007

 

 

 

Hasta hace algunos años solía decirse que a finales de siglo solamente quedarían cinco reyes en el mundo, los cuatro de la baraja y el de Inglaterra. Parece que, según van las cosas, solamente permanecerán los de la baraja.

Los escándalos de la familia real británica, el acoso de Diana Spencer, la quema de la efigies de Juan Carlos en España y la despreciativa insolencia del rey Borbón hacia los latinoamericanos, han erosionado la ascendencia social de la institución monárquica y ya se discute abiertamente sobre las desventajas de continuar con un sistema que poco aporta al caudal nacional.

 

Gran Bretaña tuvo en el trono a hedonistas como Eduardo VII, preocupado solamente por el sexo, el vino y la buena mesa y a brillantes inteligencias como la de IsabelI y su abuelo Enrique VII, el primer Tudor. Tuvo a una tonta ama de casa, como Victoria, a la que apenas interesaba la corona y tenía que ser presionada por sus ministros para que cumpliese con sus deberes de estado.

 

Tuvo a libertinos como Carlos II, a dementes como Jorge III -que se escondía tras las cortinas de palacio para asustar a los pasantes-, y a tímidos tartamudos como Jorge VI, padre de la actual reina.

 

Tuvo a irresponsables calaveras como Jorge IV y a empecinados sustentadores de sus privilegios absolutistas como Carlos I. También tuvo reyes que solamente hablaban alemán, como Jorge I, y a simpatizantes del nazifacismo como Eduardo VIII, quien terminó renunciando al trono para casarse con una horriblemente fea divorciada estadounidense.

Todos ellos supieron guardar cuidadosamente sus defectos y mostraron una imagen resplandeciente de la casa real. Eran tiempos en que un rey aun podía ser mítico, remoto y mágico, pero en nuestra época de televisión y prensa amarilla, de democracia y apertura de puertas, el gran público conoce cada vicio y cada debilidad de las figuras públicas.

 

La actual casa real británica es un injerto artificial. Al agotarse la legítima dinastía de los Estuardo, tras morir la reina Ana sin sucesión, hubo que apelar a un pariente distante, un oscuro príncipe alemán de la casa de Hannover para que ocupase el trono británico.

 

Después, esta vinculación germánica se fortaleció al casar la reina Victoria con un príncipe de la casa de Sajonia-Coburgo-Gotha. Al estallar la Primera Guerra Mundial el antagonismo con Alemania forzó a la casa real a cambiar su denominación por el apelativo de Windsor, tomado de uno de sus castillos, pero sin una verdadera raíz histórica. Hasta el apellido de Mountbatten, del príncipe consorte, es una anglicanización del alemán Battenberg.

 

Durante muchos años el alemán fue el idioma utilizado por la familia real en sus conversaciones privadas. Muchas de las espléndidas ceremonias que se estiman de antiguo origen son muy recientes. La aparatosa apertura que cada año hace la Reina Isabel II de las sesiones del Parlamento, con carrozas, chambelanes y diademas de brillantes, apenas se efectuaron durante todo el siglo diecinueve.

 

El desarrollo de su economía, la conquista de un imperio colonial y su vasta flota que le daba el dominio de los mares hicieron de Inglaterra la primera potencia del mundo, pero la opinión pública inglesa consideraba a la monarquía un embarazoso anacronismo y tenía poca consideración y respeto hacia la realeza.

 

Hacia 1860 los sentimientos republicanos eran tan fuertes en Gran Bretaña que la burguesía consideró que la prolongación y fortalecimiento de la institución monárquica era la mejor manera de conservar el poder. El ceremonial de la corte fue hipertrofiado para dar un sustento prestigioso a la corona.

 

¿De dónde proviene la legitimidad del poder real? Los parlamentarios ingleses, animadores de la primera revolución moderna que decapitó a un rey, Carlos Estuardo, opinaban que a un monarca se le respeta en la medida en que constituye una representación de sus súbditos y una encarnación viva del espíritu de la Ley, es decir de las normas que organizan las relaciones humanas.

 

La institución monárquica sirvió en sus inicios como elemento unitario, fue la base organizadora de los estados modernos. La disgregación de los señoríos feudales daba lugar a una dispersión de fuerzas y debilitaba la región donde se asentaban. La concepción del reino fue unificadora y logró la subordinación de las pequeñas soberanías a un fuerte gobierno central. Después se pasó a trasmitir el poder hereditariamente, aberración que hace depender del azar genético el advenimiento de un buen gobernante.

 

El atractivo principal de las monarquías reside en su atractivo para difusos sentimientos paternalistas, a la cómoda irresponsabilidad de quien confía en un tutor que se halla por encima de todos los poderes, de un progenitor omnisciente que guía y estimula. Las repúblicas descansan en la racionalidad, el pluralismo y la consulta a las mayorías. Las monarquías confían en una oscura mansedumbre, en una leal supeditación a un símbolo.

Hay un cierto apego a las tradiciones, una idea de la identidad, un carisma, un mito nacional que se nutren de la imagen Real. Una de las ventajas de una monarquía parlamentaria podía ser contrabalancear los poderes elegidos democráticamente, vg., un consejo de ministros, un congreso, pero en estos días los reyes tampoco poseen tales poderes. Un rey neutral en política puede ser un excelente árbitro, y esa parecería ser la última utilidad que le queda al monarca británico.

 

Walter Bagehot, uno de los más acuciosos tratadistas de la monarquía, recomendaba que los reyes debían mantener un velo de encantamiento sobre los arcanos de su vida para sostener los poderes de arbitraje y símbolo que aun conservan los monarcas. El ser humano cede una parte de la soberanía que le es inherente a quien puede servir de conciliador, de regulador armónico de todas las fuerzas en pugna en el seno de una sociedad. Pero si ese elemento mediador pierde su autoridad y prestigio sobre los factores que debe arbitrar, cesa su utilidad y conveniencia.

Según The Economist, la monarquía no merece ya ningún apoyo pero abolirla daría más trabajo que seguir cargando con ella y distraería fuerzas de otras metas más importantes. Por lo tanto, según ellos, hay que seguir soportando ese mal que ya dura más de cien años.

 

 

 

 

 

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