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25 de Noviembre de 2007
Borbonear. Esa es la palabra clave en todo el embrollo en que se va
enredando más y más la monarquía del 18 de julio. Es un verbo transitivo
y se conjuga como amar. Tiene la peculiaridad de contar en cada momento
histórico (a veces incluso mediando exilio) con un único sujeto, Borbón
para más señas. Sólo él (el sujeto, que puede ser ella) borbonea a quien
quiere, puede o se deja. Por supuesto, el contenido del vocablo varía al
no estar normativizado. Hay quien lo asocia a la habilidad y campechanía
que, dicen (es lo que tiene adobar un ya de por sí rico vocabulario con
muchos tacos), caracterizan a los integrantes de la casa de Borbón. En
términos generales, digamos que se refiere a la intervención directa en
política, aunque sea —¿queda otra vía en una monarquía parlamentaria?—
mediante la manipulación y el engaño. Juan de Borbón recogía la acepción
de «manipular a las gentes, de engatusarlas, de engañarlas, de
utilizarlas en provecho propio, astuta, aviesamente» (sorprende la
utilización de unos términos con connotaciones tan negativas; quizá sea
porque, al mismo tiempo, presuponen alguna sutileza e inteligencia,
saltándose la evidencia contrastada de una idiosincrasia familiar que va
por otros derroteros).
El paradigma de Borbón borboneador es Alfonso XIII. Claro que se le fue
la mano y se quedó sin trono, enfrentado al exilio y al cese temporal
(hasta su muerte) de la convivencia con su mujer (ahora se dice así),
que no le perdonaba sus muchas infidelidades: paradojas de la majestad
católica. Juan de Borbón intentó borbonear a Franco, cuyo entusiasmo por
el protocolo monárquico le impedía dejar de ser su protagonista, lo que
obligó a los aspirantes a la sucesión a hacerse agradables a los ojos
del Señor (y de la Señora), desde la distancia de Ayete o deambulando
por los salones de El Pardo.
El Borbón reinante mantuvo un perfil bajo mientras duró el complejo de
falta de legitimidad de la monarquía, que surge (también en lo que
afecta a su titular) como resultado de la voluntad soberana de un
dictador y es «validada» mediante su inclusión en la Constitución, que
se convierte así en trágala de un chantaje obsceno. Con la victoria del
PP esa discreción se rompió y hubo algún intento de borbonear a Aznar,
malogrado por la arrogancia de éste, siempre dispuesto a dejar claro
quién mandaba y humillar al jefe del Estado.
A estas alturas ya habrá descubierto que con los socialistas su posición
es más confortable. Llegarán adonde haga falta (incluso a envolverse en
la bandera monárquica) con tal de evitar perturbaciones en su ejercicio
del poder o ganar algunos votos a la derecha. Con su habitual desparpajo
revestido de ingenuidad, Zapatero terminará por hacer creer que la
monarquía es de izquierdas y la república cosa de falangistas y del
irredentismo episcopal.
La reacción ante la caricatura de El Jueves tiene distintas
lecturas. Puede ser, como se ha apuntado reiteradamente, una muestra de
nerviosismo. Pero también de arrogancia por parte de quien se siente ya
bien instalado y seguro. Si el matrimonio Borbón-Ortiz sintió mancillado
su derecho al honor y a la propia imagen, debería haberlo denunciado y
no servirse de la fiscalía. Si ésta tuviera que intervenir cada vez que
un famoso estima que alguien se entromete en su honor, no ganaríamos
para fiscales. Por cierto, que resulta llamativa la reacción de gran
parte de esa progresía de salón —PSOE y aledaños incluidos— que todo lo
invade, defendiendo la libertad de expresión pero arremetiendo a
continuación contra el mal gusto de los dibujantes o la inoportunidad de
la caricatura. Lo cierto es que unía con tino y pericia gráfica la
crítica a una medida gubernamental más que discutible y a una
institución parasitaria en su esencia, cuyos beneficios para la
sociedad, se diga lo que se diga, no son en absoluto evidentes. Sonado
enredo del que, mal que bien, se intentó salir con el argumento
(difundido por la prensa bienpensante, la rosa y el propio Gobierno) de
que el Rey trabaja, y mucho. Sintomático.
Con motivo de la visita del jefe del Estado a Girona, hay
manifestaciones republicanas en las que se queman fotografías del Rey.
Nuevamente, las reacciones más sorprendentes, por virulentas y
acomplejadas, vienen de un sector necesitado, al parecer, de hacerse
perdonar pasadas veleidades republicanas; o poco dispuesto a que se le
perturbe en sus bien ganadas posiciones. Actos así son más habituales de
lo que el pensamiento único está dispuesto a reconocer, aunque es ahora
cuando se le da relevancia, quizá para intentar apuntillar el activismo
republicano. Pero llama la atención que no sea eso lo que más molesta al
Rey, al decir de algunos, sino la campaña de la extrema derecha pidiendo
su abdicación (entiéndase, no un cambio de régimen). Al fin y al cabo,
de los republicanos no va a esperar gran cosa, pero sí de la jerarquía
eclesiástica y ciertos grupos empresariales. Hay que saber elegir mejor
a los amigos.
El Gobierno y sus corifeos pretenden minimizar la importancia del
pensamiento republicano, metiendo a todos en el mismo saco y de paso
intentando que el PP dé algún mal paso que le comprometa con su
electorado natural. Las protestas antimonárquicas son, dicen, cosa de
grupúsculos radicales de extrema izquierda y algún periodista de la
extrema derecha. Quizá fruto del nerviosismo que empieza a cundir, el
Rey se lanza —cosa inédita y hasta sorprendente— a justificar la
monarquía y su propio puesto, por sus pretendidos beneficios para el
país, planteando un silogismo falaz: los últimos treinta años han sido
los más prósperos y estables en la historia de España; el sistema de
gobierno de esos treinta años ha sido la monarquía; luego la monarquía
es la causa del mayor período de estabilidad y prosperidad de la
historia de España. Pueril.
Con tanto vaivén, el Rey se ha ido acostumbrando a intervenir por su
cuenta, a hacer y decir, a salirse de su papel institucional, en suma, a
borbonear. Y termina metiendo la pata. Del tuteo a Chávez se ha hablado
ya mucho. De la inoportunidad de su intervención (aunque fuera para que
Zapatero siguiera en el uso de la palabra) también. Su salida de la sala
es, quizá, aún más grave. Pero lo que de verdad está sin explicar es por
qué asiste a esas reuniones, cuando carece de competencias y de
responsabilidad (jurídica). La perspicacia no va a ser rasgo definitorio
de la dinastía más destronada de la historia. El borboneo termina dando
malos resultados: Alfonso XIII se quedó sin trono, Juan de Borbón nunca
lo obtuvo... ¿qué será, en esta tesitura borboneadora, de Juan Carlos
Capeto?
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