Los
premios “Príncipe de Asturias”
Juan-Ramón Capella
mientrastanto.es
4
de Noviembre de 2009
Un año más ha
tenido lugar la ceremonia de entrega de los premios “Príncipe de
Asturias”. Según el señor Lucas, locutor estrella de la radio y la
televisión públicas, se trata de “los premios más importantes del mundo
después del Nobel”. Tal vez sea así en magnitudes, pues están
generosamente dotados. Pero más que unas distinciones, otorgadas a
personas ya más que premiadas en todo el mundo, los “Príncipe de
Asturias” son un instrumento de exaltación y legitimación de la
institución monárquica española, de la corona. El erario público no sólo
sufraga los premios, con sus jurados y sus reuniones, sino que paga
sobre todo lo más importante: la ceremonia pública de la entrega,
jaleada por los medios públicos del Estado, en el teatro Campoamor de la
castigada ciudad de Oviedo: con su alfombra roja como en los Óscar,
con los viajes y alojamientos, banquetes y cocktails
correspondientes y, sobre todo, con la presencia del heredero de
la corona —y destacados miembros de la familia del jefe del estado—.
Pues lo que verdaderamente
importa
de estos premios es que les da nombre y los entrega el heredero de la
corona.
El cual tuvo este
año la ocurrencia supuestamente
progre
de decir que “El desempleo hiere la dignidad del hombre”.
El lector juzgará
por sí mismo si estas palabras
son
verdad o merecen otro calificativo. Para el autor de estas líneas ningún
parado pierde un ápice de dignidad por serlo: quienes la pierden son las
instituciones públicas y privadas que son incapaces de regir el sistema
de relaciones económicas para que pueda trabajar todo el mundo. Los
indignos son quienes por buscar su lucro particular impiden que haya
trabajo para todos.
He mencionado
esta cuestión de manera incidental: por destacar lo que ocurre en estas
ceremonias que serán celebradas por la revista ¡Hola! y por los
demás media que sirven de soporte para la publicidad bajo la
pretensión, muy mal satisfecha, de informar. Y no quisiera
apartarme de la cuestión principal: el gasto público publicitario de una
institución
monárquica que sigue necesitando legitimación.
Los responsables
de estas cosas saben bien que la tergiversación histórica de la
transición, que ha convertido al actual jefe del estado en protagonista
principal de un sistema de libertades —sin el cual no hubiera podido
afianzarse la institución de la corona—, no resulta suficientemente
convincente. Sobre todo dada la pésima calidad de los derechos y
libertades y del sistema político inaugurado: una democracia de
voltio y
medio. Por eso se recurre a cosas como las ceremonias reales: y
ésta, la de los premios “Príncipe de Asturias”, resulta particularmente
sangrante: en un Oviedo castigado primero por el general Franco y luego
por el coronel Aranda, capital de una región minera y siderúrgica hoy
medio desmantelada, pero que mantuvo durante décadas un ejemplar
espíritu de rebelión, con el que los trabajadores no se resignaban a su
suerte —una suerte que hoy les destina al paro o a la prejubilación—; en
unas Asturias donde tanta gente tiene un abuelo, o un padre, o un tío
represaliado sin que los culpables de una injusticia feroz hayan dejado
nunca de campar a sus anchas.
Por eso no
estaría de más sugerir, en la más
estricta
legalidad y sin abandonar jamás las prácticas pacíficas y democráticas,
que el año que viene la entrega de esos premios “Príncipe de Asturias”
concite una disidencia reivindicativa que exprese el desapego civil. Que
el color rojo no esté sólo en las alfombras, sino en los balcones, en
los pañuelos y en las solapas. Que en vez de “Asturias, patria querida”
se canten las estrofas de “En el pozo María Luisa”. También habrá de
estar presente el color negro. Porque este país sigue llevando luto. Que
acuda a Oviedo toda la cuenca minera, y también los siderúrgicos. Que
esa jornada sea una Jornada de la Memoria, un día de la España de verdad
democrática, completamente diferente de la otra, la que sólo dice serlo
porque le viene muy bien.
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