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No consiento que se hable mal de Franco en mi

 presencia. Juan  Carlos «El Rey»   


 

Los Borbones un freno al progreso 

 

Sergio Gálvez Biesca

UCR

  

1.- PRESENTACIÓN

 

En primer lugar, y no es mero protocolo, quería agradecer muy sinceramente a Unidad Cívica por la República, y a su Taller de Historia, su invitación para participar en este encuentro tan necesario para fomentar una mirada crítica y rigurosa en torno a nuestro pasado. Este tipo de actos son tanto más necesarios en el oportuno momento en que, a pesar del llamado boom de la “memoria histórica” –a la que nosotros preferimos denominar “democrática”–, las herencias y huellas de la larga dictadura franquista, y del mal llamado pacto de silencio, siguen pesando –y mucho– sobre el conocimiento de nuestra contemporaneidad. Precisamente de lo que hoy aquí vamos hablar –La dinastía de los borbones– es uno de los muchos temas históricos, en buena medida, desconocidos de nuestro pasado contemporáneo, y sobre el que habitualmente se suelen correr tupidos velos.

 

2.- PLANTEAMIENTO

            El esquema que voy a seguir en esta conferencia se basará en tres líneas centrales:

a)     En primer término, plantearé lo que a mi juicio se puede considerar como el conjunto de características generales, o señas de identidad, a través de las cuales podemos acercarnos mejor al conocimiento de la dinastía de los borbones, desde una perspectiva historiográfica crítica.

b)     En segundo lugar, analizaremos de forma somera la larga y dilatada historia de la monarquía borbónica, desde su llegada hasta la actualidad, destacando en paralelo los principales hitos históricos acaecidos en nuestro país. Insistiendo, a su vez, en las estrategias seguidas por la propia dinastía borbónica a través de las cuales asegurarse su supervivencia a lo largo de tres siglos. De este modo, veremos su propio modelo de auto-transformación, sin cuestionar nunca su origen no democrático: desde la Monarquía Absoluta típica del siglo XVIII, pasando por una Monarquía del Liberalismo del siglo XIX no democrática; y por último, la aparición del “subproducto” que hoy denominamos Monarquía Constitucional, como producto histórico de un largo proceso de adaptación y de supervivencia prácticamente incomparable con cualquier otra institución, si exceptuamos la Iglesia Católica.

c)     Por último, finalizaremos con un conjunto de conclusiones y valoraciones como es de rigor.

 

3.- EVOLUCIÓN DE LA DINASTÍA BORBÓNICA

A la hora de afrontar un análisis global sobre la Monarquía Borbónica, tenemos que partir de, al menos, cuatro premisas o preguntas básicas.

a)       ¿Cuál ha sido la lectura predominante de nuestro pasado a la hora de interpretar las grandes líneas de nuestro desarrollo histórico contemporáneo? La historia de España contemporánea, desde mediados del siglo XX, se ha venido presentado en no pocos ámbitos bajo dos categorías principales: España como diferente ­a Europa el famoso Spain is different–, ante el imperecedero retraso de nuestro país a la hora de adaptarte a los nuevos vientos que soplaban más allá de los Pirineos; y en segundo lugar, y a la hora de analizar la historia de la monarquía borbónica, siempre se entendió, e incluso se mantiene hoy, que cualquiera de los procesos políticos que, en un momento u otro, derrotaron a la Monarquía constituyeron periodos excepcionales, que rompían con la normalidad de nuestro transcurrir histórico. De modo que, por ejemplo, tanto la I República como la II República supondrían periodos de anormalidad o de excepcionalidad bajo esta óptica, y que “ineludiblemente” tuvieron que conllevar a posteriori sucesivas restauraciones de la monarquía. Como si la historia estuviera escrita por adelantado.

b)       Una segunda pregunta que debemos de plantearnos es, ¿cómo se ha representando a la monarquía borbónica tanto en los estudios como a nivel social en términos genéricos? Partiendo de esta construcción basada en los parámetros de normalidad y anormalidad –pocos científicos por lo demás– la Monarquía vendría a representar el eje central de todo un largo proceso de construcción de las bases, los valores e ideales del actual sistema político. Así como a simbolizar la idea de España –de su unidad–, del catolicismo y del Ejército como garante de todo lo anterior. Y todo ello, a pesar de que si exceptuamos el reinado de Carlos III el resto de los monarcas (Felipe V, Fernando VI, Carlos IV, Fernando VII, Isabel II, Alfonso XII, Alfonso XIII, Juan Carlos I) no sólo se caracterizaron frecuentemente por la incapacidad más que manifiesta de gobernar o de carecer de dotes de política, sino por serios trastornos psíquicos o mentales –depresión, locura, esquizofrenia…–, que conducirían al país, en no pocas casos, a situaciones límites. Y ello sin hablar de corrupciones varias.

c)       Un tercer aspecto de no poca importancia, y que debe apuntarse como una crítica para buena parte del gremio de los historiadores, es el escaso conocimiento real que tenemos sobre la Monarquía Borbónica, como entramado jerárquico de poder y parte central de la clase dominante, que ha hegemonizado los principales escenarios de la vida política española durante los tres últimos siglos. De hecho, y no es cuestión baladí, si queremos acercarnos a las biografías de algunos de los monarcas de manera casi obligatoria tendremos que recurrir a historiadores o a periodistas conservadores, quienes a través de una escasa metodología, empleo de fuentes poco fiables e interpretaciones, en la mayor parte de los casos, interesadas, han analizado tan sólo algunas de las “particulares historias” de los monarcas españoles. Así pues, y al igual que sucede hoy, por ejemplo, con nuestro escaso conocimiento histórico sobre algunos “sujetos históricos claves” de nuestro tiempo (el mundo empresarial desde la transición a la democracia, o el propio estudio de Alianza Popular y del actual Partido Popular), la noción de lo que ha supuesto la Monarquía Borbónica para nuestro país es una tarea pendiente para los investigadores. Bien es cierto que no se trata de una cuestión fácil de abordar desde una perspectiva historiográfica –que es la que aquí nos interesa– tanto por la abierta censura practicada desde el Gabinete de Prensa de la Casa Real y/o la imposibilidad real de acceder a toda la documentación relacionada con el objeto de estudio, así como por un proceso –bastante interiorizado, añadimos– de propia autocensura de los historiadores, quienes, o bien no quieren entrar en arenas movedizas, o bien han desistido ante la propia dificultad de localizar fuentes fiables para analizar el asunto.

d)       Un cuarto aspecto, visto lo anterior, es la necesidad de promocionar una historiografía crítica, pero rigurosa y académica. Por ello parece más que adecuado a estas alturas, y en un momento en que se está produciendo una importante revisión de nuestro pasado reciente –II República, Guerra Civil, dictadura Franquista, Transición-, recuperar otra vez los grandes relatos de la historia, que nos permitan obtener una visión global de nuestro pasado. Parece que este puede ser un inmejorable camino para explicar la historia de un país, que lejos de constituir una anormalidad en el contexto europeo, fue objeto de observación de las naciones europeas por sus sucesivas revoluciones tanto en el siglo XIX como en el XX; y que en sus escasos periodo de duración supusieron lo mejor de una tradición democrática, que en todo caso no contaron con un proyecto político definido y claro; y por otro tuvieron que hacer frente a poderosos enemigos que ante la amenaza de que se eliminarán sus privilegios de clase, impidieron las más de veces a través de la fuerza, y de las armas, dichas experiencias que se encuentran en el sustrato de lo que podríamos considerar nuestra memoria e Historia democrática y social.

 

4.- LOS BORBONES EN LA HISTORIA DE ESPAÑA

Tras casi un siglo de decadencia de la Monarquía de los Habsburgo, el siglo XVIII de la Historia de España comenzaba con un cambio de Dinastía. A través del testamento de Carlos II, último rey de la dinastía de los Habsburgo, el nieto de Luis XIV de Francia iba a llegar al trono español. Nos referimos a Felipe V.

Lo cierto es que el cambio de Dinastía si bien, por un lado, iba a suponer un largo de periodo de reformas de la Monarquía Absoluta, por otro el inicio no pudo ser más desolador. La propia llegada de los Borbones a España supondría la entrada en España en un largo conflicto bélico –Guerra de Sucesión–, en donde en tan sólo una década se perdería más territorio y poder, que en un siglo de decadencia de la Monarquía de los Habsburgo. De hecho, Felipe V, como buena parte de los borbones que le seguirían, fue un rey incapaz de gobernar, escasamente dotado y que terminaría prácticamente loco.

Ahora bien, los tres primeros borbones –Felipe V (1700-1746), Fernando VI (1746-1759) y especialmente Carlos III (1759-1788)– fueron reformadores de la estructura del Estado, en especial de la Administración. Estos intentos por “modernizar” –por emplear aquí términos, que si bien no son muy adecuados, nos pueden dar una ligera idea para lo que aquí se está hablando– el país en aspectos claves como la educación, las infraestructuras o la propia economía en ningún momento conllevaron, ni por asomo, ningún movimiento para trasformar lo más mínimo la estructura política de la Monarquía. De hecho, el reinado de estos Borbones supondría la vuelta a las posiciones más ultramontanas de los valores de una Monarquía Absoluta. Como destacó en su momento el historiador conservador, y últimamente ligado al fenómeno revisionista y negacionista postfranquista, Stanley Payne:

«…las reformas […] se basaron en la poderosa autoridad de la Corona, que estuvo mucho más cerca de ser una monarquía absoluta en el siglo XVIII bajo los Borbones que anteriormente bajo los Habsburgo. Se suponía que la gloria de la monarquía y su preocupación por un reino fuerte e ilustrado exigían un programa básico de reformas que convertía a España en un país más ordenado, racional, educado y productivo».

En el transcurrir del siglo XVIII español, marcado por continuas guerras como consecuencia del Pacto de Familia, los borbones evidenciarían, como bien dice el título de esta ponencia, un freno al progreso, en tanto en aquellos momentos en parte de Europa comenzaban a florecer los primeros teóricos de la nueva cultura racionalista, y a difundirse la necesidad de ir limitando las prerrogativas reales. La Monarquía Borbónica, a pesar de algunas tibias medidas –creación de las Academias Reales, por ejemplo–, en ningún momento esbozó cualquier abismo de reforma que no fuera destinada a reforzar su propio poder.

El mejor ejemplo lo podemos observar a través del desarrollo de la Ilustración en España durante este siglo XVIII. Marcado por el fuerte catolicismo, cualquier pensamiento que pudiera desviarse de la doctrina oficial fue rápidamente censurado y perseguido. Entre las figuras de este periodo deben destacarse grandes nombres como los de Benito Jerónimo Feijoo, en la primera mitad de siglo o el de Jovellanos en la segunda.

Sin embargo, tras la muerte de Carlos III, su sucesor Carlos IV (1788-1808) se convertía en un rey bisagra, entre dos regímenes y dos siglos. Su pésima gestión y su nula capacidad de gobernar llevarían a la familia real hacia un auto-suicidio dinástico. Finalizando su reinado con lo que se ha venido a denominar el Antiguo Régimen, a caballo entre el siglo XVIII y XIX. A pesar de heredar una situación meridianamente estable, Carlos IV mostró pronto su poca predisposición para ejercer el mando, y rodearse tan sólo de amigos para el Gobierno. De hecho, más que hablar de Carlos IV se hace necesario atender al papel jugado por la figura de Godoy, verdadero amo y señor del país en estos años. A pesar de su tibia política reformista, en un sentido incluso progresista, la verdadera preocupación fue frenar la entrada de ideas de la Francia revolucionaria así como el creciente poderío del imperialismo napoleónico.

Todo ello en un periodo histórico denso en acontecimientos. Por un lado, a lo largo de estos años van a surgir los primeros focos o núcleos del pensamiento del “liberalismo político” español, que cuestionaban directamente el carácter divino y la soberanía absoluta del rey; y por otro dada la nueva política de alianzas anti-francesas, principalmente con Inglaterra, sumada a una creciente oposición proveniente del futuro sucesor –Fernando VII–, las mismas actuaciones de los borbones les llevaría a su caída. De este modo, tras la abdicación de Carlos IV, en medio de una conocida revuelta, Napoleón intervendría en el país poniendo a su hermano José I Bonaparte como rey de España.

Así pues, nos encontramos, entre 1808 a 1812, con el primer intervalo en donde la monarquía borbónica va a estar fuera del poder político. Entre los factores que impidieron que en España se llevaran a cabo el conjunto de reformas por la que la Francia napoleónica estaba transitando, sin duda, pesó el hecho del escaso apoyo dado por las clases acomodadas al nuevo monarca, así como por la reacción del “pueblo español” a través de la Guerra de Independencia. Guerra que podemos definir como la primera guerra popular de toda la historia moderna. Ahora bien, de ahí a mitificar el asunto como ha sido nota común como ejemplo de la propia fundación de España como nación va un largo camino, que ha querido ser instrumentalizado por la derecha conservadora carente de referentes históricos democráticos en los que apoyarse. No obstante, lo realmente importante a reseñar es como en este pequeño periodo de tiempo apenas cuatro años, encontramos la configuración de la primera constitución española “semi-democrática” a través de las Cortes de Cádiz, que se encuentra en la misma raíz del nacimiento del moderno liberalismo hispano.

No obstante, y como observaremos de ahora en adelante, las fuerzas de la reacción, es decir de los partidarios de la monarquía absoluta, trabajaron a destajo desde el exilio para restaurar la continuidad borbónica de la mano de Fernando VII, probablemente el rey no solamente más incapaz y autoritario de la Dinastía, sino el más “indigno”. Calificativo éste que ha sido empleado por la mayor parte de la historiografía especializada en este periodo histórico.

De modo que, aseguradas las bases del retorno del poder borbónico, a través de un sin fin de conspiraciones, se pondría punto y final a la experiencia “renovadora” que había representado las Cortes de Cádiz de 1812. El método sería una intervención militar, que inauguraría una larga era de Golpes o tomas del poder por las armas. Produciéndose una dura represión que si bien evitó los fusilamientos, conduciría a la cárcel o al exilio a miles de “liberales españoles”. No obstante, la propia incapacidad del Rey –Fernando VII– tanto para analizar la nueva situación así como para llevar a cabo una gestión coherente de los asuntos del Estado, pronto se volverían en su contra. Hechos a los que se añadió una profunda crisis de la Hacienda, que junto con un amplio descontento entre las filas militares, llevarían en 1820 a Rafael de Riego a un pronunciamiento contra el Rey. Iniciándose el Trienio Liberal (1820-1823), y con ello el segundo intervalo en donde los borbones serían despojados del poder.

La vuelta de los liberales no fue igual que años atrás. A pesar de tomar por referente los principios emanados de la Constitución de 1812, el proyecto reformador encontró una rápida oposición entre las filas más conservadoras por un lado y las radicales por otro. En una situación de clara inestabilidad “constitucional” los liberales no tuvieron fuerza ni para hacer frente a la crisis económica, ni a las múltiples insurrecciones locales en contra del nuevo régimen. Hasta 122 se han contabilizado en tan breve periodo A lo que pronto se sumaría, de nuevo, las conspiraciones de los partidarios de Fernando VII, y del propio monarca, quien buscó a través de alianzas internacionales con las potencias europeas conversadoras –Cuádruple Alianza– la ayuda necesaria para derrocar al régimen. Finalmente, y con la ayuda de las tropas enviadas por la ahora Francia conservadora –los Cien Mil Hijos de San Luis– se derrotaría esta nueva experiencia semi-democrática. Iniciándose a la par una constante de la política española como era la búsqueda de ayuda en potencias extrajeras para dirimir asuntos internos del país. Aspecto éste que se puede visualizar, sin problemas, hasta la última restauración borbónica a raíz de la transición postfranquista.

En esta ocasión, la represión sería feroz llevándose a cabo miles de fusilamientos, destierros y encarcelamientos de los representantes de los sectores liberales. Iniciándose una etapa de reacción para volver a los valores y principios de la Monarquía Absoluta, que serían las bases doctrinales del reinado de Fernando VII entre 1823-1833.

De hecho, el final de su reinado se convertiría en un punto de inflexión para la monarquía borbónica española. Sin descendencia en sus dos primeros matrimonios, el Monarca contraería matrimonio en sus últimos años con María Cristina, con quien tendría su única descendencia –la futura Isabel II–. En un ir y venir de cambios legislativos en torno a Ley Sálica, la misma finalmente sería abolida. Fernando VII decidió en sus últimos días de vida, en un ambiente marcado por enormes presiones y diversas conspiraciones, que su hija reinará en vez de su hermano Carlos. Asunto este complejo que desencadenaría la I Guerra Carlista, es decir la primera Guerra Civil de España en la época contemporánea. Este cambio de monarca, a través primero de la larga regencia de María Cristina, supuso para la Dinastía Borbónica un difícil proceso de auto-reconversión, encaminado a asegurar su propia supervivencia, ya que no podía seguir apoyándose en los sectores tradicionales ante su evidente descrédito. A lo que se sumó la aparición de importantes sectores liberales, lo que junto con el desarrollo en paralelo de una Guerra Civil, conducirían a que la legitimidad de la monarquía borbónica se viera debilitada. Por este camino, con el fin de garantizar la continuidad de la línea dinástica, la propia Monarquía sería consciente de la necesidad de pactar un reparto de poder con los principales grupos de poder liberales. Así pues nos encontramos en un momento clave, ya que vamos a ver la transición de una Monarquía Absoluta, en sus valores, principios y funcionamiento a una especie de reparto de algunas esferas del poder, que sin cuestionar a la monarquía como principio político vector, introdujo pequeñas reformas en un “sentido liberalizador”.

Iniciándose por esta senda un largo periodo en que moderados y progresistas se repartirían el poder, a través de elecciones con sufragio censitario restringido, y en el que los militares de la mano de la figura del pronunciamiento se convertirían en los actores claves del periodo que va desde 1833 a 1868. Lo cierto es que en este lapso de tiempo caracterizado por numerosos cambios de Gobierno y de constituciones (Estatuto Real de 1834, Constitución de 1837, Constitución de 1845…), se puso en evidencia, una vez más, la ineptitud de la Dinastía Borbónica, tanto en manos de la Regente María Cristina como de la propia Isabel II.

Tan sólo en el bienio progresista, entre 1854 y 1856, a través de la “Vicalvarada” –rebelión militar encabezada por elementos de baja escala del ejército en Madrid– se intentó dar un giro liberal y progresista. El modelo diseñado en 1834 comenzaba a mostrar signos de debilitamiento y de parálisis para su propia supervivencia. Los intentos, en este sentido, de volver a un régimen absolutista por parte de Isabel II fueron claves para acentuar la deslegitimación de la Corona, a lo que se sumó de nuevo los efectos de una profunda crisis económica. De ahí que a la Revolución de la Gloriosa en 1868, en un contexto de crisis económica y política, tan sólo fuera necesario el transcurrir del tiempo, caracterizado por las numerosas revueltas que la antecedieron. Iniciándose el tercer intervalo sin borbones de nuestra historia contemporánea.

“Progresistas” y “demócratas” llegarían un acuerdo para deponer a una reina inútil, y preparar de paso la estructura del nuevo régimen, a través de un parlamento constituyente con unas elecciones por sufragio masculino universal. Por este camino, y de nuevo por medio de una revuelta militar, que encontraría poca resistencia, se tumbaría el reinado de Isabel II. Prim, militar héroe de la guerra contra Marruecos, y líder del partido Progresista, sería el líder elegido para llevar a cabo dicha empresa. Tras la celebración de unas elecciones en 1868, que daría el triunfo a los progresistas, y que también demostraron el creciente protagonismo de los republicanos, se redactaría la “progresista” Constitución de 1869 que, entre otras cuestiones, otorgaría una parcial libertad de asociación.

El nuevo régimen que nacía tendría que enfrentarse a numerosos obstáculos, entre ellos el más importante, de nuevo, las propias divisiones entre los liberales, y no pocas conspiraciones y revueltas republicanas ya desde 1869. Uno de los principales obstáculos residió en la elección del nuevo monarca. Figura que recaería en Amadeo de Saboya de la casa reinante en Italia de los Saboya. Tras numerosos problemas de orden interno, y diversas crisis gubernamentales, conducirían a que las nuevas elecciones celebradas en mayo de 1873, darían como resultado una asamblea totalmente republicana, que instauraría la I República (tema este que aquí no se tratará al ser el tema de la segunda de las ponencias previstas en estas jornadas).

Sin embargo, si resulta conveniente destacar como una vez más una experiencia democrática, y en este caso republicana, sería sepultada por una revuelta militar, por parte de los monárquicos, quienes aspiraban y consiguieron que el “heredero legitimo” de Isabel II, Alfonso XII, volviera al poder.

Entrando, de este modo, en lo que se conoce como el sistema de la Restauración, que definiría a grandes rasgos la vida de la política española entre 1875 a 1923. Bajo una seudo-formal monarquía semi-constitucional, nos encontramos con un régimen no democrático, que a través de la permanente manipulación de las elecciones, permitió sobrevivir y reforzar tanto a la monarquía como a las clases dominantes en sus respectivos territorios y sectores. La figura clave de este periodo fue Antonio Canovas del Castillo, referente hoy de la derecha.

En este periodo se sucederían dos borbones: Alfonso XII y Alfonso XIII. El primero desde 1875 mostraría su incapacidad para gobernar y su escasa visión política, lo que sumado a su carácter enfermizo, le imposibilitaría jugar un papel activo en la política española. A lo largo de estos años, y a pesar de la tremenda crisis por las que atravesaron las fuerzas republicanas, no es éste un periodo exento de conflictos, que a su vez ponían entredicho de forma constante el carácter anti-democrático y elitista de este seudo-sistema democrático. De hecho, junto a los problemas derivados de la política clerical, las cuestiones del regionalismo, más tarde convertidas en las aspiraciones autonomistas principalmente en Cataluña, la conflictividad social y laboral fue una de las notas dominantes, y en donde las aspiraciones republicanas nunca dejaron de estar presentes.

El propio sistema, a través de sus limitados mecanismos de representación de la “soberanía popular”, unido a su endémica corrupción, fueron los principales elementos que le llevarían a su propia autodestrucción. Se trata, además, de unos años complicados en tanto que cualquier política o medida, tomada por uno y otro “bando” en su respectivo turno electoral, se volvía a suprimir en el siguiente turno, generando un espiral que conducía a la esterilidad del sistema.

Una figura clave en este periodo sería el propio monarca Alfonso XIII, quien iniciaría su mandato en 1902. Escasamente educado, sin formación política, se mostró más interesado en los placeres cotidianos que por la vida política nacional. No obstante, su papel clave en el sistema de la Restauración en donde no sólo reinaba sino también gobernaba, le llevó a tomar un conjunto de decisiones no fáciles en un contexto donde ya no contaba con el apoyo de las figuras claves del sistema –ahora fallecidas–; y por otro, la continúa ampliación del sistema electoral había conducido a un parlamento cada vez más polarizado y por lo tanto menos controlable.

Al igual que viéramos para el periodo anterior, la inestabilidad política y la crisis económica fueron dos características comunes, a lo que se sumó una creciente conflictividad laboral encabezada por la CNT y la UGT. De hecho, serían en estos años en donde a pesar de producirse algunos avances sociales y políticos –legalización parcial de la huelga, cierta apertura en lo que se refiere a la libertad de prensa, primeras medidas sobre contratación laboral y seguridad social (Comisión de Reformas Sociales)…–, se producirían una serie de acontecimientos claves en el proceso constitutivo de la izquierda revolucionaria española como serían por citar tan sólo dos fechas claves: la semana trágica de Barcelona en 1909 y la huelga general revolucionaria de 1917. Dos ejemplos históricos de luchas de clase en la España contemporánea del siglo XX. Acontecimientos a los que les seguirían una fuerte represión, que no podía ocultar los importantes desequilibrios sociales y económicos de un país atrasado, sin libertad política, y que a partir de 1898 tendría que vivir bajo el signo del estigma de la crisis, tras la pérdida de las últimas colonias. Nos referimos claro está a Cuba y a Filipinas.

            Al mismo tiempo, en el escenario político el sistema de la restauración iba mostrando sus limitaciones con las constantes renovaciones de los Gobiernos de turno, cada vez menos influenciado por el caciquismo, dado el crecimiento que en estos años experimentarían los centros urbanos. Nos aproximamos a la crisis final de este sistema. Entre 1919 a 1923, junto a la conflictividad de social se sumaría el desastre de Annual en territorio marroquí, que terminaría por finiquitar el escaso crédito del régimen borbónico.

Elementos todos ellos que explican la llegada, con el consentimiento y el beneplácito de Alfonso XIII, de la Dictadura encabezada por Primero de Rivera. Protagonista de la escena española en los siguiente ocho años 1923-1930. Aunque no existe acuerdo entre los historiadores a la hora de evaluar la naturaleza de dicho régimen, si como una dictadura blanda o una dictadura autoritaria, lo hay que retener es como una vez la Monarquía Borbónica apoyó y fue parte de un sistema dictatorial que eliminó las escasas libertades individuales, que no colectivas, conseguidas en los años anteriores.

Si bien en un primer periodo de la dictadura –Directorio Militar, 1923-1925– a través de la ley marcial, se pudo recuperar cierto orden y paz social –léase estas afirmaciones desde la perspectiva e intereses de las clases dominantes– así como se realizó una política reformista de claro contenido paternalista con semejanzas con la primera etapa fascista de Mussolini; en una segunda etapa –Directorio Civil, 1925-1931– con la entrada de civiles en el Gobierno, y a pesar de disfrutar de una cierta bonanza económica, la propia dictadura a través de su progresiva parálisis pondría el punto y final a todo el sistema de la restauración.

            Sin margen para reaccionar tras la caída de Primero de Rivera, Alfonso XIII aparece “noqueado”. Con una oposición cada vez más fuerte, aunque sin un proyecto común, se iniciaría un periodo de sucesivas caídas de Gobiernos, hasta que en un último intento por recuperar los exiguos principios del liberalismo de la restauración se convocan unas elecciones municipales en abril 1931. Elecciones en donde la mayoría republicana, especialmente en las grandes ciudades, mostraron el ocaso de un periodo político marcado por el predominio de un sistema monárquico seudo-constitucional. Inaugurando, por lo demás, el cuarto intervalo sin borbones.

Lo realmente novedoso en términos históricos de lo que significó la II República, y más aún si pensábamos que dicho régimen no tuvo que conducir inevitablemente a una Guerra Civil –como sostienen los revisionistas y negacionistas pro-franquistas–, se sustentó en tres hitos:

a)        En primer término, a través de las vías democráticas nuevamente se derrocaba a la Corona, a lo que se añadió que el descrédito total de la Dinastía, unido al deseo de cambio del “pueblo español”, generaron un contexto socio-histórico propicio para iniciar un proyecto político de fondo, que en resumidas cuentas significaba apostar por transformar la sociedad radicalmente.

b)        Una segunda cuestión, que no se nos debe pasar por alto, es el hecho de que la Dinastía Borbónica en ningún momento, bien a través de Alfonso XIII hasta su muerte (1941), o vía sus descendientes o sus partidarios, nunca dejó de conspirar y de buscar alianzas coyunturales para derrocar a la II República.

c)        En tercer lugar, la gran novedad que supone la II República es que inaugura el periodo más largo de ausencia de los Borbones desde el siglo XVIII en la Historia de España.

Sin entrar en las causas de fondo de por qué se inició la Guerra Civil, tras el Golpe de Estado y la consiguiente rebelión militar del 17 y 18 de julio de 1936, los Borbones, de la mano de Don Juan de Borbón, pronto mostraron su más que predisposición por el bando fascista. El Conde de Barcelona quien en su particular batalla por conseguir para sí los derechos dinásticos de la corona, desde el principio de la Guerra Civil se presentaría voluntario en el ejército franquista para encabezar la marina en el Mediterráneo. A lo que Franco se negaría, en una maniobra por evitar que la casa de los Borbones adquiriera protagonismo y peso dentro del nuevo estableshiment, impidiendo al mismo tiempo que nadie pusiera en entredicho su creciente poder entre los golpistas De hecho, Don Juan terminaría retenido en Aranda del Duero hasta el final de la contienda para posteriormente ser expulsado del país.

Superada esta fase, y viendo el peligro real de que la Casa Real quedará totalmente desbancada del poder en España, en un nuevo y radical giro, la Dinastía Borbónica trataría de volver a los supuestos principios de una monarquía constitucional, con los adjetivos genéricos de liberal y democrática. Aunque la documentación de la que se tiene constancia no permite ir lejos, lo cierto es que este “giro” fue un paso más de la continuada estrategia por lograr la supervivencia de los borbones en el poder por cualquier medio. El asunto es extremadamente complejo y largo, y en donde el nivel de las relaciones personales entre Franco y Don Juan, tuvieron un peso determinante como en su día presentó Paul Preston en la que es la mejor biografía que se ha publicado hasta el momento sobre el dictador. Por este camino, los primeros éxitos para los borbones, a través de diversas estrategias, se verían reflejados al firmarse las Bases Institucionales de la Monarquía Española de 1946, a través de la cual se estableció que el futuro heredero de la Corona dentro del régimen, el futuro Juan Carlos I, pasaría sus años mozos formándose en el seno de la dictadura franquista, y educándose en los valores franquistas y totalitarios. De lo que nunca se habló, y por tanto tan sólo podemos contar con las versiones edulcoradas que se nos ha transmitido tanto desde la Casa Real como por los cronistas de la corte –entre ellos buena parte de los académicos de mayor renombre– es si ya por esas alturas nuestro actual Monarca –como en no pocas ocasiones se ha querido transmitir–tenía en mente el proyecto democrático que se llevaría a cabo en la Transición a la democracia. Evidentemente lo anterior tan sólo es una burda mentira con la que se ha pretendido “blanquear” la biografía no democrática del actual monarca.

Sin extenderme, ya que es de todos sabido, lo cierto, es que desde 1946 se sucederían todo un conjunto de leyes, marcadas por la coyuntura de cada momento, como fueron la Ley de Sucesión de 1947, Ley de Principios Fundamentales de 1958, Ley Orgánica de Estado 1967, a través de las cuales se pretendió por parte del franquismo garantizar la continuidad de la dictadura bajo un régimen monárquico, que no rebatiera los principios fundamentales de la dictadura ni el proyecto histórico del franquismo de que nunca más se pudiera cuestionar el orden social establecido. Así el 22 de julio de 1969 las Cortes Franquistas designarían a Juan Carlos I heredero de la corona de España, a pesar de la negativa de Don Juan, quien no renunciara a sus derechos dinásticos hasta 1977 en una ceremonia que la propia Casa Real ha tratado de relegar al “basurero de la historia” por lo que allí aconteció.

De hecho, y como se ha demostrado historiográficamente, Juan Carlos, una vez fallecido Franco, tan sólo optaría por una apertura democrática cuando analizadas la correlación de fuerzas, y ante el posible peligro de otra Guerra Civil, llegó a la conclusión de que sólo a través de una transición democrática pactada desde arriba, y por y para las “élites, podría asegurar la continuidad de la Dinastía. Todo ello bajo el manto del miedo, y la consigna de que no cuestionaran las bases del modelo capitalista español. La operación de las élites dominantes, a la luz de los resultados, sin duda dieron sus frutos.

 

5. CONCLUSIONES

            Para concluir estos pequeños apuntes sin ánimo globalizador, me gustaría apuntar tres breves ideas con el objeto de animar el posterior debate:

a)        En primer lugar, lo que nos enseña el estudio de la Dinastía Borbónica desde el siglo XVIII, no sólo es la transformación de una Monarquía Absoluta a la llamada Monarquía Constitucional, sino ante todo se nos plantea un actor fundamental de nuestra Historia quien adoptó en cada momento y en cada coyuntura las estrategias necesarias, a pesar de sus diversas ineptitudes, con la que asegurarse la conquista de los mecanismos de poder.

b)        En segundo término, y lejos de esa visión que ha venido analizar la Historia de España en términos de anormalidad cuando los Borbones no estuvieron en el poder, lo que también nos viene a mostrar esa misma historia es un pasado lleno de proyectos reformadores, radicales, transformadores, que por una causa u otra serían derrotados, pero que en sus breves momentos de existencia vinieron a representar lo mejor de nuestra tradición democrática.

c)        Por último, la Historia de los Borbones, y recogiendo el título de estos breves apuntes, no sólo ha supuesto un freno al progreso de España, sino que su propia existencia y perpetuación en el poder representan la  verdadera anomalía de una democracia en un contexto europeo a principios del siglo XXI.

 

 

 Madrid, noviembre 2008

                                            

Sergio Gálvez Biesca· (Universidad Complutense de Madrid). segalvez@ghis.ucm.es


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· El presente texto recoge la conferencia titulada, “Los Borbones un freno para el progreso”, realizada el 10 de febrero de 2007 en el Centro Cultural Francisco Rabal (Madrid). Para la ampliación de cada una de las cuestiones relacionadas con la “memoria” e “Historia” de la España contemporánea nos remitimos a, GÁLVEZ BIESCA, Sergio, “La «memoria democrática» como conflicto” en GÁLVEZ BIESCA, Sergio (Coord.), La memoria como conflicto. Memoria e historia de la Guerra Civil y el Franquismo. Número monográfico Entelequia. Revista Interdisciplinar, nº 7, (2008), pp. 1-52 [http://www.eumed.net/entelequia].

 

 

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