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No consiento que se hable mal de Franco en mi

 presencia. Juan  Carlos «El Rey»   


 

Los Borbones en su movimiento

 Arturo del Villar

UCR 30 de Julio de 2009

   Cuando Juan Carlos de Borbón y Borbón juró hace cuarenta años lealtad al dictadorísimo que le ofrecía ser su sucesor, y a los Principios Generales del Movimiento por los que se regía su régimen genocida, no hizo más que seguir fielmente el ejemplo dado por su abuelo y su padre.

   El ex-rey Alfonso de Borbón, al que la República había facilitado la salida de España, alquiló toda una planta en el Gran Hotel de Roma, en donde instaló sus habitaciones privadas para disfrutar de sus amantes, y las oficinas para preparar una sublevación en España. Se entrevistaba a menudo con sus viejos amigos el rey Víctor Manuel III y el dictador Mussolini, así como con el secretario de Estado vaticano, el cardenal Pacelli, futuro papa Pío XII, más fascista que el Duce.  Los tres estuvieron de acuerdo en ayudarle a preparar la insurrección.

   Se concretó esa colaboración el 3 de marzo de 1934, cuando su representante Goicoechea, acompañado por otros conspiradores, firmó un acuerdo con el dictador fascista, por el que se estipulaba la ayuda en dinero, hombres y armas que se les facilitaría para organizar la sublevación. El ex-rey afirmó al abandonar España que había “perdido el amor de sus súbditos”, pero estaba dispuesto a desencadenar una guerra para recuperar el trono contra la opinión de sus ex–súbditos.

   En marcha la sublevación, en noviembre de 1937 donó a los militares rebeldes un millón de pesetas; una minucia para quien poseía en abril de 1931 una fortuna personal de treinta y dos millones y medio de pesetas, colocados en bancos suizos.

   Precisamente en Suiza se instaló su ex-esposa Victoria Eugenia de Battenberg, porque estaban separados no sólo geográficamente. La ex-reina viajó a la Corte de Londres, para convencer a sus reales primos de que debían mostrarse propicios a los militares sublevados, y reconocer a su representante en la Gran Bretaña, el duque de Alba. Tuvo éxito, y la Gran Bretaña propició la política criminal de no intervención en la guerra de España.

 

Juan el Matarrojos

 

   Su hijo Juan, en el que “abdicaría” no se sabe qué el ex-rey en 1941, poco antes de morir, se presentó en Pamplona el 1 de agosto de 1936, con intención de enrolarse en las tropas rebeldes. El ex-general Mola le explicó que debía mantenerse al margen de la contienda, para que no tuviese las manos manchadas de sangre española cuando se restaurase la monarquía, que era lo que esperaban los rebeldes que sucedería si triunfaban. Pese a su resistencia, fue acompañado a la frontera francesa con tanta delicadeza como firmeza.

   Pero no se conformó, y el 7 de diciembre escribió al ex-general Franco, ya encumbrado como dictadorísimo, solicitando que le permitiera enrolarse en el crucero Baleares, porque quería vengar la expulsión de su padre del trono. Se le dio la misma respuesta negativa. Una lástima.

   El 28 de diciembre de 1937 volvió a escribir al dictadorísimo, para lamentar su inactividad bélica, cuando podía estar matando rojos sin cesar, pero le aseguraba “mi deseo de obedecer las órdenes de V. E., como el mejor medio de servir a España […] Precisamente por creer que sirvo de la mejor manera posible a España siguiendo fielmente sus consejos, es por lo que, contra mi corazón, no he intentado nuevamente  ir a tomar parte con mis compatriotas en la Cruzada de la que V. E. es el glorioso Caudillo”. Esos compatriotas suyos eran alemanes, italianos, portugueses y marroquíes, unidos para asesinar al pueblo español que defendía sus libertades.

   Conseguida la victoria de los sublevados, el 1 de abril de 1939 envió un telegrama al dictadorísimo en el que le decía: “Uno mi voz nuevamente a la de tantos españoles que felicitan a vuecencia por la liberación de la capital de España. La sangre generosa derramada por la mejor juventud será prenda segura del glorioso porvenir  de España una, grande y libre. ¡Arriba España!” La sublevación de los ex-generales monárquicos había costado cerca de un millón de muertos, más de medio millón de exiliados, un número incalculable de presos, la destrucción de las ciudades y las fábricas, el asolamiento de los campos, y el hundimiento total de la nación en su más larga y triste noche. Tal era la realidad del “glorioso porvenir”.

   El 12 de abril organizó el ex-rey un Te Deum de acción de gracias por la victoria de los rebeldes. Se celebró en la iglesia de Jesús en Roma, propiedad de los jesuitas. Acompañaron al ex-rey su hijo Juan, jerarquías de la Iglesia catolicorromana, y jefes fascistas.

 

Juan Carlos  en su Movimiento

 

   Con estos antecedentes, no puede sorprender que Juan Carlos de Borbón y Borbón aceptase la propuesta del dictadorísimo de designarle sucesor con el título de rey. Seguía el ejemplo de sus abuelos y de su padre, que le enseñaron el compromiso con la sublevación y su dirigente supremo.

   De modo que en la mañana del 23 de julio de 1969, al recibir en el palacio de la Zazuela, acompañado de su familia, a la llamada Mesa de las Cortes Españoles, integrada por los altos jerarcas del régimen, militares de alta graduación y el arzobispo de Madrid-Alcalá, Casimiro Morcillo, en representación del nacionalcatolicismo, aceptó la ley redactada por el dictadorísimo, proponiéndole como sucesor una vez le jurase fidelidad a su persona y a los Principios Generales del Movimiento inspiradores de su régimen sanguinario.

   Entre otras declaraciones no menos importantes, pero excesivamente largas para recordarlas ahora, afirmó esto en su discurso: “Mi aceptación incluye una promesa firme, que formulo antes vuestras excelencias, para el día, que deseo tarde mucho tiempo, en que tenga que desempeñar las altas misiones para las que se me designa, dedicando todas mis fuerzas no sólo al cumplimiento del deber, velando porque los Principios de nuestro Movimiento y Leyes Fundamentales del Reino sean observados, sino también para que, y dentro de estas normas jurídicas, los españoles vivan en paz y logren cada día  un creciente desarrollo, en lo social, en lo cultural y en lo económico.”  Así que asumió el llamado Movimiento como suyo.

   Esa misma tarde acompañó al dictadorísimo a sus llamadas Cortes, ocupadas por los llamados procuradores designados a dedo dictatorial. Arrodillado ante un crucifijo, puesta una mano sobre los Evangelios, respondió así a la pregunta que le formuló el presidente de las llamadas Cortes: “Sí, juro lealtad a su excelencia el jefe del Estado y fidelidad a los Principios del Movimiento Nacional y demás leyes fundamentales del reino”, a lo que replicó el presidente: “Si así lo hicierais, que Dios os lo premie, y si no, os lo demande”.

   Tras estas solemnes palabras, y en medio de los aplausos de los llamados procuradores, dijo el dictadorísimo: “Queda proclamado como sucesor a la Jefatura del Estado su alteza real el príncipe don Juan Carlos de Borbón y Borbón.” De acuerdo con la ley redactada por el dictadorísimo, desde ese momento recibía el título de príncipe de España, con tratamiento de alteza real.

   El proclamado pronunció seguidamente un discurso edificante, del que nunca olvidaremos estas palabras: “Quiero expresar, en primer lugar, que recibo de su excelencia el jefe del Estado y generalísimo Franco, la legitimidad política surgida el 18 de julio de 1936, en medio de tantos sacrificios, de tantos sufrimientos, tristes, pero necesarios para que nuestra patria encauzase de nuevo sus destinos.” ¡Olé!

 

El rey católico

 

   Desde ese momento se vio al sucesor junto al dictadorísimo, en los desfiles militares conmemorativos de su victoria, y en las manifestaciones de adhesión inquebrantable cuando en el mundo democrático se censuraba a la dictadura española. La continuidad del régimen estaba asegurada. Así se comprobó en las dos ocasiones en las que el sucesor sustituyó interinamente al dictadorísimo por enfermedad.

   Y más todavía cuando, muerto de ancianidad el dictadorísimo, su sucesor volvió a jurar ante las llamadas Cortes el 22 de noviembre de 1975, diciendo esta vez: “Juro por Dios, y sobre los santos Evangelios, cumplir y hacer cumplir las leyes fundamentales del reino y guardar lealtad a los Principios que informan el Movimiento Nacional.” A lo que replicó el presidente del Consejo de Regencia: “Si así lo hiciereis que Dios os lo premie, y si no, os lo demande.”

   Es claro que Juan Carlos no puede faltar a su doble juramento, ni siquiera aunque lo hubiera expresado una sola vez, porque ostenta el título de rey católico. Este título se lo concedió en 1496 el papa Alejandro VI, el más inmundo de los seres humanos de su tiempo, a Isabel y Fernando y sus sucesores, por lo que le resulta imposible  renunciar a él, después de más de quinientos años de vigencia. No puede dar lugar a que Dios se lo demande, como le advirtieron los dos prebostes que le tomaron los sucesivos juramentos. Por eso el dictadorísimo murió tranquilo, el 20 de noviembre de 1975, sabiendo que todo lo había dejado, según él mismo aseguró, “atado y bien atado” para perpetuar su régimen.

   Lo que pasa es que las Cortes Constituyentes de la República, de cuya legitimidad no puede dudar nadie, en su sesión del 20 de noviembre (¡qué casualidad!) de 1931, acordaron declarar al ex-rey Alfonso de Borbón “culpable de alta traición” a España, por lo que quedaba “degradado de todas las dignidades, honores y títulos”, que no podría reivindicar “ni para él ni para sus sucesores”.

  Este acuerdo fue derogado por el dictadorísimo, mediante un decreto del 15 de diciembre de 1938, pero la rebelión militar es un delito, por lo que todas sus actuaciones quedan automáticamente invalidadas. Lo que las Cortes Constituyentes legítimas aprobaron es legal; lo que un ex-general golpista decidió es ilegal.

 

Madrid, 22 de julio de 2009.

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Arturo del Villar es Presidente del Colectivo Republicano Tercer Milenio

 

 

 

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