En 1953 se estrena
Vacaciones en Roma.
Con
el Plan de Estabilización de 1959 se inicia a la etapa
desarrollista del tardofranquismo en España. En 1961, tras un
accidente de caza, Franco comienza a considerar seriamente la
necesidad de nombrar un sucesor.
En
1962 se estrena La gran familia. Su secuela, La familia y uno
más, llega a los cines en 1965.
En
1969, Franco escoge a Juan Carlos de Borbón como su sucesor en
la jefatura del Estado; ese mismo año, el ahora Príncipe jura
fidelidad a los principios del Movimiento en las Cortes.
De la monarquía absoluta a la constitucional: el caso de
España
Desde Kantorowitz (2) sabemos que una de las principales fuentes
de legitimidad para la monarquía durante la edad Media y la edad
Moderna era la disociación, en dos realidades diferenciadas, de
la figura del monarca: como institución eterna e inmutable, por
un lado, y como encarnación terrena y temporal de esa misma
institución, por otro. Este eficaz sistema permitía que el
comportamiento tiránico o pusilánime de algunos reyes no
empañara el oficio sagrado e instituido por Dios de la
monarquía. También frenaba las ansias de rebeldía de nobles
levantiscos y campesinos hambrientos en situaciones de vacío de
poder, como las minorías de edad de los reyes o las regencias.
En líneas generales, podríamos decir que hasta la Revolución
francesa, la monarquía era el sustento simbólico de cada monarca
particular, el cual se apoyaba en la tradición secular de la
institución y en la gran cantidad de doctrina política que se
había construido en torno a ella para afianzar su poder
temporal.
Cuando los valores de la Ilustración triunfan, el carácter
sagrado de la monarquía es el primero en caer. Ya hubo antes
otros reyes ajusticiados, pero cuando se ejecutó en la
guillotina a Luis XVI, el verdugo anunció a las masas su nombre
de esta manera: citoyen Louis Capet. El rédito político de esa
ejecución fue mucho más allá que el de un mero magnicidio:
constituyó la liquidación del Antiguo Régimen. Antes de que la
cuchilla segara el cuello del rey, la Francia revolucionaria
había degradado al monarca a mero citoyen, ciudadano. Y así la
Ilustración demostró, tras mucho esfuerzo, que el rey era uno
más.
A
partir de entonces podría haber monarcas, pero la monarquía en
su sentido clásico, sagrado e intocable había desaparecido. Los
estados burgueses permitirían la existencia de monarcas siempre
y cuando estos basaran la legitimidad de su poder en otro lugar
muy distinto: el constitucionalismo, el parlamentarismo o las
reglas del juego político. Entre otras razones, de esta forma
pudo pervivir la monarquía en Inglaterra: incardinándose con
fuerza en la protección del Estado, de un Estado que debía
servir como árbitro para el turnismo político y como garante del
orden constituyente, previo y anterior al ejercicio de la
gestión gubernamental.
En
España, en cambio, la situación fue muy otra. La inestabilidad
política impidió en todo momento que la monarquía se atribuyera
ese papel, y su legitimidad quedó en manos de la tradición
–propia del Antiguo Régimen-, hasta tal punto que el intento más
serio para adoptar el modelo inglés durante la Restauración
acabó provocando el colapso del sistema político y el
advenimiento de una dictadura -la de Primo de Rivera- con la
connivencia de Alfonso XIII. Con estos antecedentes, y el
larguísimo espacio de tiempo que media entre 1931 y 1975, a la
muerte de Franco la monarquía en España necesitaba reinventarse.
Como institución, estaba plenamente desacreditada: el último rey
había tenido que exiliarse ante la presión popular tras caer la
dictadura que él mismo instigó. Y a pesar de que las fuerzas
conservadoras habían “vencido” en la Guerra Civil, Juan de
Borbón vio sus derechos al trono impedidos por un militar: ni
siquiera entre la derecha en el poder se hacían concesiones a la
monarquía. Como árbitro del juego político y garante del orden,
algo que la monarquía nunca había sido, estaba completamente
excluida.
Pero esta situación tenía también ciertas ventajas, más
concretamente dos. En primer lugar, la necesidad de reinventar
la monarquía sin el estorbo de una tradición heredada permitía
hacerlo en los términos exactos para que se consiguiera
maximizar el apoyo popular. Esto es lo que he llamado la
creación de una imagen pública. En segundo lugar, el
truncamiento de la línea dinástica permitía una refundación del
linaje real que convenía muy mucho a la legitimidad de la
monarquía. Esta segunda ventaja es, creo, la que explica por qué
23F sólo podía realizarse desde el prisma de la ficción
familiar.
La creación de una imagen pública
Crear la monarquía posfranquista fue una cuestión de imagen
pública. Reinstaurar el modelo monárquico sin apoyo tradicional
ninguno implicaba una inversión absoluta de los principios que
la tradición monárquica usaba para apuntalar la legitimidad de
la Corona. Pero esa inversión ha resultado ser, precisamente, la
que ha garantizado en un espacio breve de tiempo la
consolidación de una imagen pública intocable e inviolable.
Mencionaba antes el estreno de Vacaciones en Roma en el 53: no
en vano, es una película en la que se trata, de manera mucho más
amable, de la liquidación de la tradición. La princesa Ann de la
película (Audrey Hepburn) escapa del encorsetado mundo de
palacio para vivir aventuras junto a un periodista americano
(Gregory Peck) bajo el nombre -deliberadamente anodino- de Anya
Smith. La princesa Ann era a Luis XVI lo que Anya Smith al
citoyen Louis Capet. En 1956, Grace Kelly se casaba en Mónaco
con el príncipe Rainiero: una actriz emparentaba con la realeza,
y la realeza emparentaba con el cine. Empiezan entonces a
multiplicarse las historias sobre los miembros de una familia
real como individuos atrapados por el peso hereditario de la
monarquía y que sólo ansían la liberación de los protocolos y la
posibilidad de vivir una vida más sencilla: tal mitología aún
pervive hoy (como en la tragedia de Lady Di tal y como nos ha
sido contada, o la reciente e infame película Princesa por
sorpresa). Los valores de la Ilustración, elevados ya a rango de
axioma natural, previo a toda reflexión crítica, podían
permitirse una mirada piadosa hacia la monarquía. Efectivamente,
el rey es uno más (y, en algunos casos, uno más -Grace Kelly,
Letizia Ortiz- puede estar cerca del rey) Y esto, que durante
siglos fue un arma para desalojar al trono del poder absoluto,
hoy se convierte en un puntal más de su legitimidad.
Si
algo define a la cultura de masas en su vertiente de culto a la
personalidad es la empatía, la identificación plena de los
adoradores con la figura pública. Conocer su casa, su familia,
su desgraciada historia sentimental, sus planes de futuro o su
agenda dominical. El apoyo a una figura pública requiere de esa
especie de anagnórisis catártica que permite reconocer en el
admirado líder los rasgos de nuestra propia figura.
Así
pues, en España, se fue construyendo a partir de la transición
una imagen pública del rey que orbitó en base a estos principios
de identificación y acercamiento. Su llegada al poder, su
asunción de la jefatura del estado, su compromiso con la
apertura del régimen y su actuación en el 23F son las razones
políticas que se dan para justificar el abrumador apoyo que
recibe el monarca hoy. En mi opinión, esto es matizable: el
esfuerzo propagandístico de creación de imagen fue simultáneo a
esas -cuanto menos no tan decididas y valientes- decisiones
políticas y tuvo una fuerza que rara vez se tiene en cuenta y
que permite afirmaciones tan usuales como las de que el Rey es
campechano o el inaudito blindaje mediático que existe en torno
a la familia real.
Sin
embargo, la afirmación que en mi opinión resume los ejes de la
reinstauración de la monarquía en España es una habitual de
nuestras tertulias televisivas: yo no soy monárquico, soy
juancarlista. Esto es, exactamente, la inversión del proceso
descrito por Kantorowitz: entonces la monarquía -como
institución- legitimaba al monarca -como individuo-. Hoy, el
individuo legitima a la institución. El esfuerzo publicitario
centrado en la persona de Juan Carlos de Borbón fue tan poderoso
como para poder resucitar una entidad política desacreditada,
enfangada por la historia y desdeñada hasta por la propia
derecha. Y el secreto de su imposición sin apenas disenso a
treinta años de la Transición no estriba tanto en la figura del
Rey como hombre de Estado, sino en su figura como hombre del
pueblo.
Familia y monarquía: la ficción familiar
La
monarquía es una institución doméstica, que organiza sus labores
de representación en torno a una férrea estructura familiar. En
primer lugar porque la existencia de una familia real es
garantía de la continuidad del orden establecido -al asegurar la
sucesión- y en segundo lugar porque la familia “extensa” de esa
figura patriarcal que es el monarca (el pueblo) exige un
microcosmos familiar en el que ver reflejadas las
características positivas de su rey: o dicho de otro modo, sólo
mediante la comprobación de lo “buen padre” que es el rey
alcanzamos a comprender cómo puede ser también un “buen padre”
para el pueblo, o para nosotros. Y viceversa.
Ahora bien, en esa labor de refundación de la monarquía que se
produce en España tras la muerte de Franco, el modelo familiar
que mayores beneficios políticos podía ofrecer a la aún
tambaleante institución de la corona era bien distinto al de las
tradicionales casas reales europeas. En este caso ya no se
trataba tanto de la majestad como de la familiaridad, puesto que
esa nueva imagen de cercanía que se venía imponiendo desde
Zarzuela lo implicaba. Si el Rey era uno más, su familia también
debería ser una más. Y él, un padre más. Nuevamente se produce
la inversión de un principio tradicional de legitimidad
monárquica: la exclusiva superioridad de la casta reinante, con
sus enlaces dinástico-familiares y sus atribuciones sobrehumanas
se transmuta en la naturalidad y la sencillez de una familia que
es como tu familia o como mi familia con la única salvedad de
que en lugar de en tu casa o en la mía viven en un palacio.
La
gran familia , esa película que expresa en sí misma todos los
valores familiares del franquismo desarrollista (empezando por
la alta productividad... de hijos) nos ayuda a comprender el
modelo que, estratégicamente, le convenía seguir a la familia
real en la configuración de su imagen pública. Y ese modelo
incide sobre todo en una suerte de adaptabilidad esencialista
que garantiza que, aunque el contexto social cambie, los valores
familiares respetados y amados por todos permanezcan inmutados.
No podía ser de otro modo en la década de los 60, con la
progresiva aceleración de procesos históricos y sociales que,
sin embargo, no pueden afectar a la familia como institución.
Este modelo familiar será el núcleo de las sucesivas ficciones
familiares cuya estructura puede resumirse así: todo conflicto
dramático o narrativo debe tratarse en el núcleo de la
organización familiar. Todo problema social, por ende, se filtra
a través de la familia. En España, el modelo ha tenido
continuidad: desde Médico de Familia hasta la más reciente
Cuéntame, las ficciones familiares han permanecido como uno de
los principales productores de roles de nuestro sistema
cultural.
Ahora bien, ambas características son de mucho interés. En
primer lugar, la capacidad de una institución para adaptarse a
los cambios externos sin variar en esencia su funcionamiento y
estructura tradicionales es algo que tanto el modelo familiar al
que aludo como la monarquía española refundada tienen en común:
es natural, por tanto, que se diera entre ambas una unión sin
fisuras. Por otro lado, el modelo televisivo de la ficción
familiar permeará enormemente en la imagen pública de la familia
real, hasta tal punto que 23F beberá directamente de códigos
televisivos manidos para relatar la intrahistoria familiar de un
golpe de Estado.
23F: El día más difícil del Rey
Es
con estos dos ejes en mente (la creación de una imagen pública y
el modelo de ficción familiar) con los cuales creo que cabe
enfrentarse cabalmente a esta producción televisiva. Ambos
rasgos aparecen nítidamente en los diez primeros minutos de
metraje. Así, la primera escena es un desayuno en la Zarzuela.
El rey, su esposa y sus hijos están sentados alrededor de una
mesa no excesivamente protocolaria. Abundan los besos y las
carantoñas, las encantadoras caras de sueño de los niños, la
charla insustancial de los padres. Los conflictos son escasos:
al joven Felipe le han encargado una redacción en el colegio y
su padre se presta a ayudarle con los deberes. Una de las dos
infantas, rozando ya la adolescencia, protesta por no poder ir a
una fiesta. Sofía recela, aunque el rey admite que
inevitablemente los niños crecen muy rápido. Felipe no oculta su
alegría porque esa mañana su madre podrá llevarles al colegio.
Antes de marcharse los niños besan afectuosamente a su padre y
éste se permite un pellizco amable y afectuoso a la reina. Son,
sin duda, una familia (televisiva) como cualquier otra.
La
segunda escena nos muestra al rey en su despacho con el jefe de
la Casa Real, Sabino Fernández Campo. Tras una llamada del
general Armada al rey, Fernández Campo muestra su desconfianza
hacia el militar. Dice: “Desconfío de los militares que se meten
en política. Ya hemos tenido bastante de eso en este país”.
(Sabino Fernández Campo, por otro lado, es general; el rey,
Capitán General de los tres ejércitos). El rey responde diciendo
que a él y a su familia también les han hecho los militares
mucho daño, y que no nació en Roma por gusto. Es una frase
rápida que puede pasar desapercibida y lo más probable es que el
guionista no fuera consciente de lo que estaba poniendo en boca
del monarca en ese momento. Pero analicemos despacio sus
implicaciones.
Alfonso XIII se exilia en 1931 y naturalmente también su hijo
Juan, heredero al trono. Es la llegada de la República la que
aleja a los Borbones de España, y la que, en última instancia
provocará que Juan Carlos nazca en Roma en 1938 (3). Sin
embargo, tal y como está planteada la conversación en 23F,
parece que se asimila la historia del rey a la de otros
exiliados, los republicanos. Lo cual es una pirueta inconsciente
maravillosa, pues convierte a Juan Carlos, sucesor de Franco, en
algo así como un republicano exiliado, y permite entroncar
históricamente la ya de por sí mitificada II República con la no
sé si más mitificada monarquía posfranquista.
Por
supuesto, este desliz sólo tiene sentido en un producto
televisivo que es la culminación de un proceso de creación de
imagen que ha convertido al rey en alguien asimilable a todo lo
“históricamente” bueno –como la República, el
constitucionalismo, la democracia o la campechanía-, aunque eso
produzca dislates de gran calibre.
Lo
que queda claro es que una serie como 23F sólo puede realizarse
una vez que esa creación de imagen ha concluido con éxito y ésta
se ha impuesto como la hegemónica en la cultura y la percepción
histórica de los españoles. En este sentido, la serie no se crea
como un intento propagandístico, sino como un relato
pos-propaganda, una crónica realizada por y para gente que ha
asimilado, mucho tiempo atrás, la propaganda ejercida desde
Zarzuela. Y por eso, 23F es un producto cultural mucho más
interesante que un panfleto hagiográfico, porque muestra cómo
nos contamos lo que nos pasa: no propone ni publicita; asegura y
reafirma.
En
este sentido, la historia de 23F es ejemplar. Si la idea
generalizada es que ese día el rey salvó la democracia, la serie
intentará contarnos exactamente eso. Por eso su clímax no es el
fracaso del golpe de Estado, con los guardias civiles
abandonando el Congreso, sino el discurso televisivo del rey, su
apoteosis místico-democrática. Una vez llegado este momento, la
serie (subtitulada El día más difícil del Rey) sólo puede
terminar: todo el esfuerzo dramático ha llevado a ese momento en
el que el rey vuelve a tomar las riendas del Estado, pone orden
en su casa y después se va a dormir (4).
Pero el día más difícil del rey fue también aquel en el que
sufrió ciertas traiciones personales. Como decía antes, el
modelo de ficción familiar exige que todo problema social sea
filtrado por lo familiar, por lo privado, y 23F no es una
excepción. Así, la serie nos muestra el devastador efecto
emocional que tuvo en Juan Carlos descubrir que el cerebro tras
el golpe era el general Armada, al que consideraba amigo
personal, y, por otro lado, su justa indignación ante el hecho
de que los golpistas arguyeran actuar en su nombre.
Respecto al primero de los casos, el de la traición del amigo,
se nos repite en varias ocasiones a lo largo de la serie que
para el rey es muy difícil tener amigos. Como la princesa Ann de
Vacaciones en Roma, debajo de la corona hay un individuo normal
con necesidades normales, como la amistad. El tópico de la
figura de poder solitaria planea durante toda la serie,
mostrando al hombre de Estado cargando sobre sus espaldas, a la
vez y con estoicismo, la responsabilidad de su cargo y la
soledad que éste apareja: así la última escena de la serie, una
vez acabado el discurso, muestra al rey uniformado, de pie junto
a la mesa en la que acaba de mostrar su rechazo al golpe,
fumando taciturno un cigarro en la habitación vacía.
El
segundo de los casos es más dramático: el hecho de que los
golpistas invocaran constantemente el nombre del rey. Lejos de
extrañarnos porque los golpistas (sin sondear a la casa real,
sin tener ni idea de la posible reacción del monarca) creyeran
que el rey apoyaría su toma del poder, o de parecernos, por
tanto, incoherente la explicación de que la tardanza en dar un
discurso televisado hubiera sido consecuencia del miedo a que
los golpistas tomaran la Zarzuela (5), 23F nos invita a
indignarnos con el Rey, a mostrar toda nuestra civilizada rabia
democrática ante el uso fraudulento que daban los golpistas a un
nombre limpio.
Esa
reacción visceral puede radiografiarse así: los golpistas dicen
actuar en nombre del rey, mientras que el rey acude al respeto a
la cadena de mando para dictar contraordenes que frenen el golpe
de Estado. En consecuencia, la confrontación no se hace esperar,
y 23F la resuelve del modo más dramático posible. En una llamada
del rey a Milans del Bosch, éste asegura enfurecido que no
consentirá el golpe de Estado y que si quieren hacerle callar
tendrán que ejecutarlo. Por supuesto, no hay constancia de tales
palabras: es una licencia narrativa, pero funciona
estructuralmente como el momento en el que la confrontación
entre el rey y los golpistas se materializa y produce por fin
una resolución del conflicto, que, así planteado, no deja de ser
un problema de incomunicación. Por lo general, los golpistas de
23F son personajes que rozan la caricatura (como Milans,
interpretado por José Sancho); esta impresión se acentúa con el
uso maniqueo de la música (el mismo tema siniestro cada vez que
aparecen los conspiradores), la iluminación (oscura y asfixiante
en los despachos de los militares golpistas o en el congreso
donde Tejero espera la llegada de la autoridad militar superior)
o la escenografía (hay un interesante juego de banderas: la
constitucional aparece en la Dirección General de Seguridad y en
la Zarzuela; la franquista, en los despachos de los militares),
hasta el punto de dibujar a los golpistas como individuos
enajenados, que no comprenden el alcance del cambio que se está
produciendo en España y que han malinterpretado las intenciones
democráticas del monarca.
Ésta, por supuesto, es una explicación simplista para lo que fue
el 23F, pero está bastante extendida y en la serie funciona a
costa de apoyarse en peligrosos sobreentendidos, el más
flagrante de los cuales es el uso patrimonialista del ejército
que se muestra. Y es que, por mucho que el artículo 8 de la
constitución atribuya a las Fuerzas Armadas la responsabilidad
de mantener el orden constitucional, en la serie parece que su
cometido es obedecer ciegamente al rey. El golpe de Estado no es
una traición por parte de algunos militares a su papel dentro de
un estado de derecho, sino una traición a su comandante supremo.
Y, en consecuencia, la idea que ha pervivido desde el 81 es que
el rey usó algo que era de su propiedad para parar un golpe de
Estado y devolvernos a la normalidad democrática. Nadie dice que
aunque el rey hubiera apoyado a los golpistas el golpe habría
seguido siendo ilegal; no, la grandeza del monarca, al parecer,
estriba en que pudiendo usar al ejército (a un ejército
patrimonializado) para afianzar su poder, resistió la tentación
y nos regaló la democracia.
Pero como he dicho antes, todas estas ideas preconcebidas y
“axiomas” históricos ya existían: 23F se dibuja sobre ellos como
Cuéntame se dibuja sobre la mitología de la Transición. En
nuestro caso, dependen exclusivamente de ese proceso de creación
de imagen que tuvo en los primeros años de su reinado especial
importancia, y en consonancia, 23F recurrirá a las emociones del
monarca (la traición del amigo, la indignación por la usurpación
de su nombre) para relatarnos un proceso histórico complejo. No
es la única concesión: antes hablaba del modelo de ficción
familiar, y 23F es un ejemplo de manual. El gran problema
político del golpe de estado se convierte en un problema
personal, y, por tanto, en familiar.
La
familia actúa, como en cualquier otra ficción familiar, como
sostén del patriarca. Así, son especialmente importantes las
palabras de consuelo de Sofía (quien recuerda a su marido que
España le necesita en este momento), la llegada de sus dos
hermanas al palacio o la lacrimosa llamada de sus padres (a
pesar de las tirantes relaciones entre Juan de Borbón y su hijo,
en 23F todo parece perdonado porque prevalecen los valores
familiares por encima de la realidad política e histórica).
Pero aun más importante es el aprendizaje que Felipe obtiene
observando a su padre. Dado que, como dije al comienzo de la
reseña, en España es hoy el monarca el que legitima la
monarquía, cada rey requerirá de un proceso de creación de
imagen propio e individualizado que permita justificar su
posición. El de Felipe, futuro monarca, bien puede empezar como
nos lo muestra 23F: observando, arrobado, el discurso de su
padre ante las cámaras.
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Notas:
(1)
La cadena ha colgado los dos episodios en los que está dividida
la serie en su página web.
(2)
E. H. Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey: un estudio de
teología política medieval, Madrid: Alianza, 1985.
-
En realidad la
frase tendría mucho más sentido si se aclarara que Juan de
Borbón fue enviado por Alfonso XIII a España en cuanto se
produjo la rebelión militar del 36 con el objetivo de unirse
a los fascistas. Si el general Mola no hubiera detenido al
entonces príncipe de Asturias en Burgos y lo hubiera vuelto
a expatriar, entonces el joven Juan Carlos podría haber
nacido en España. Pero no creo que el guionista hilara tan
fino como para querer poner en boca del Rey: “Los militares
nos han hecho mucho daño a mí y a mi familia, como aquella
vez en la que intentamos unirnos a un golpe de Estado
fascista y los propios golpistas no nos dejaron”.
(4) No fue el
único. Es común, en los relatos de aquel día, oír eso de que
una vez escuchado el discurso del Rey, la gente se fue a
dormir tranquila. El último al que se lo he leído es al
presidente del gobierno. Lo curioso es que ninguno aclara si
el alivio que sintió fue por ver que el Rey no apoyaba el
golpe. Lo cual, de ser así, diría mucho de la confianza que
en aquel momento se tenía en el monarca.
(5) Explicación
que aun siendo cierta es preocupante, porque implica que el
Rey habría preferido no posicionarse para salvar la
integridad de su familia y la suya propia mientras los
golpistas tomaban el Congreso, sacaban los tanques a la
calle e intentaban instaurar un nuevo modelo de Estado en el
que –sin duda- la represión contra los disidentes habría
sido elemento esencial.