Juan Carlos de Borbón: entre el fantasma de Pinochet
y las pingüineras antárticas
Higinio Polo
El
reciente viaje de Juan Carlos de Borbón a Chile —que, como es habitual, ha
sido presentado por la prensa española como un importante viaje de Estado que
contribuye a impulsar sobremanera el papel de España en el mundo— ha dejado
un rastro de estupor, porque, aunque nada sorprende en la azarosa vida del
monarca, no deja de ser singular la organización de un viaje tras el fantasma
de Pinochet y las pingüineras antárticas. Aunque puede decirse que esa visita
a Chile es el resumen de la actividad habitual del monarca, es decir, una mezcla
de costosos relajos turísticos, pagados por el erario público, de empresas de
influencias y de relaciones políticas; en esta ocasión, sin embargo, pese al
celo mostrado por los diversos protocolos, ha mostrado algunas molestas
evidencias del pasado, porque la sombra de Pinochet es alargada y continúa
oprimiendo las conciencias, y porque caprichos imperiales como la visita a la
Antártida son difíciles de justificar.
Junto a ello, los negocios. Juan Carlos de Borbón suele ir acompañado de
importantes empresarios españoles, y participa en la carrera de influencias y
en la búsqueda de suculentos negocios en América Latina, de los que sabe que
participará de alguna forma. Su amistad con Francisco Luzón o con Emilio Botín,
entre otros, que le acompañan en ocasiones y que encabezan algunas de las
grandes empresas y bancos españoles con grandes intereses en América Latina,
es una buena muestra de ello.
En Chile, tras las habituales recepciones en el Palacio de la Moneda, en el
ayuntamiento de Santiago (donde Juan Carlos de Borbón fue condecorado por el
antiguo pinochetista Joaquín Lavín, alcalde de la ciudad), y, después,
en una sesión conjunta del Congreso y el Senado en Valparaíso, el monarca viajó
a Punta Arenas, para desde allí trasladarse después a la Antártida. El
tradicional programa de recepciones y banquetes ocupó la mayor parte de los días
chilenos: según los cronistas de corte y los corresponsales de las televisiones
públicas y privadas españolas, la visita se saldaba con un éxito rotundo,
aunque mostraron un celo exquisito en ocultar los incidentes habidos y enterrar
los problemas de una vieja relación, hoy molesta, de Juan Carlos de Borbón con
el general Pinochet.
De hecho, para amargura de la increíble Casa real, la visita tropezó
con diversos incidentes: el almuerzo que el Congreso chileno dedicó al
matrimonio Borbón se cerró con fricciones por la retirada de un grupo de
parlamentarios al final de la comida, antes de que lo hiciera Juan Carlos de
Borbón, como quiere el protocolo. Al parecer, algunos de los que protagonizaron
la descortesía eran senadores de vieja filiación pinochetista
que no perdonan el silencio del monarca español ante las actuales dificultades
del dictador, a la vista de que en otras épocas lo saludaba con grandes
muestras de afecto. Según fuentes chilenas, los servicios diplomáticos que
acompañan al monarca calificaron el incidente de "feo desaire". Más
grave fue la detención de algunos manifestantes que protestaban por la visita,
en una contundente y abusiva actuación de la policía chilena.
No fue la única ocasión en que apareció la sombra del viejo dictador. En la
entrevista que Juan Carlos de Borbón tuvo con el presidente del Tribunal
Supremo chileno, Marcos Libedinsky, no se abordó en ningún momento el caso
Pinochet —es decir, las repercusiones diplomáticas y políticas que han
tenido para las relaciones entre España y Chile las diligencias del juez Garzón
en relación al dictador chileno— pese a que estaba en la mente de todos los
presentes. Sin arredrarse, como si se hubiera discutido formalmente, los
servicios de la Casa real insistían en que la visita zanjaba los
desacuerdos entre España y Chile en relación a ese asunto. En ningún otro
momento de la visita de Juan Carlos de Borbón a Chile se ha abordado la actuación
del juez Garzón contra Pinochet. No era ninguna sorpresa: después de todo, el
Tribunal Supremo chileno ha archivado el caso de la Caravana de la Muerte,
que apuntaba directamente contra Pinochet, y el propio Juan Carlos tenía una
vieja relación con el dictador que los servicios de la Casa real se
esfuerzan por ocultar.
Juan Carlos, que no tuvo ningún reparo en declarar en esta tercera visita a
Chile que siente "una profunda pasión por la democracia", ocultaba
también algunas cosas, sabiendo que sería seguido en ese empeño por la
obediente prensa española. Ningún medio informativo español ha recordado en
estos días que Juan Carlos de Borbón, ya proclamado rey, estrechaba
calurosamente la mano del sanguinario Pinochet, sonriéndole afectuosamente, sin
duda por los grandes servicios prestados por el espadón chileno a la causa de
la libertad. La revista española de extrema derecha Fuerza Nueva publicó
en su día una portada con los dos estadistas dándose la mano con alegría,
acompañada de un título inequívoco: "Pinochet, un ejemplo". A
juzgar por la sonrisa de Juan Carlos en la ocasión, también lo creía así. No
es algo inhabitual, por otra parte, en la especial trayectoria del monarca: debe
recordarse que Juan Carlos de Borbón viajó a la Argentina del general Videla,
alcanzando el dudoso honor de ser el tercer jefe de Estado que lo hacía, tras
el propio general Pinochet y el general boliviano Hugo Banzer, ambos matarifes
de sus pueblos, como Videla. En Buenos Aires, Juan Carlos de Borbón hizo, eso sí,
las habituales y retóricas invocaciones a la democracia y a los derechos
humanos, palabras de trámite que pudieron ser metabolizadas por la siniestra
dictadura argentina sin mayores consecuencias.
De manera que la imagen trabajosamente construida por los servicios de corte y
por los medios de comunicación de un esforzado rey demócrata mostraba en Chile
sombras inquietantes que había que ocultar: después de todo, conocemos desde
no hace mucho un documento desclasificado por Washington sobre una entrevista
celebrada entre el secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger y el
general Pinochet, en la que Kissinger declaraba la "simpatía de Estados
Unidos por lo que usted (Pinochet) está haciendo", y en la que Kissinger
se ponía de acuerdo con el dictador chileno sobre los términos en que haría
referencia pública al espinoso asunto de los derechos humanos. En esa
entrevista, Pinochet recordaba al secretario de Estado norteamericano que los
comunistas "están resurgiendo de nuevo" en Chile y en España, alusión
que era contestada por Kissinger diciendo: "Hace poco recibí al rey de
España y hablé con él de eso". Sin duda, los términos serían inequívocos.
Pero el rey español no estaba dispuesto a que la sombra de Pinochet
ensombreciese un deseo largamente acariciado, según declaraba él mismo, con
ingenuidad, a los periodistas españoles: visitar la Antártida. De esa forma,
al término de la visita a Chile, Sofía de Grecia regresó a Madrid, mientras
Juan Carlos viajaba a Punta Arenas, la ciudad más austral del país, con la
intención de dirigirse después a la Antártida. El presidente chileno, Ricardo
Lagos, le acompañaba. Un Hércules del ejército chileno estaba preparado para
volar al continente helado, aunque tuvieron que retrasar el vuelo por el mal
tiempo.
El tiempo libre fue aprovechado por el monarca y su séquito para navegar, en el
buque Aquiles de la Armada chilena, hasta la isla Magdalena, un
maravilloso paraje natural en donde anidan cien mil pingüinos magallánicos, y
para recorrer el estrecho de Magallanes. Después, Juan Carlos de Borbón y el
presidente chileno fueron a visitar el Fuerte Bulnes, desde donde se inició la
colonización del sur de Chile. Finalmente, pudieron volar a la Antártida. Allí,
el programa constaba de una visita a una base de la Fuerza Aérea chilena
llamada Presidente Eduardo Frei Montalva, para llegar desde allí a las
pingüineras de Caleta Ardley, y en una travesía en un rompehielos para
alcanzar después las bases científicas españolas, de las que una lleva el
propio nombre del monarca. Un completo programa turístico para un viaje de
Estado.
Así, el caro capricho del monarca para ir unos días a la Antártida era
justificado con desparpajo por el ministro de Ciencias y Tecnología, Juan
Costa, afirmando que era una muestra del apoyo del rey a la ciencia española,
intentando disfrazar vergonzosamente los relajos y caprichos de Juan Carlos de
Borbón con el quehacer de la comunidad científica española. Se cerraba un capítulo
más de la desenfadada y dispendiosa actividad del monarca, que, más preocupado
por sus negocios que por la abstrusa ciencia, más interesado por sus ocios que
por la penosa situación de la ciencia española, ocupado en su relajada vida a
costa del presupuesto público español, posaba satisfecho ante los indicadores
de las distancias entre el continente helado y España: allí, el monarca sonreía,
entre el fantasma de Pinochet y las pingüineras antárticas.