Gara
Uno
de los recuerdos de mi niñez en Waterford (Irlanda) es el momento en que toqué
la chaqueta de Eamonn de Valera, el mítico luchador por la independencia y en
aquel momento presidente de la República. Siendo adulto, se supone que tanta
fijación morbosa en los famosos resulta enfermiza. Pero eso es mucho suponer,
porque los medios de información cumplen con su cometido de crear esas patologías
entre nosotros, sobre todo cuando fallecen miembros de una familia real...
Cuando el arzobispo de
Dublín McQuaid murió hace 20 años, Irlanda estaba saliendo de una época
fascistoide de tres décadas o más en que la clase política y la iglesia católica
formaban una especie de mafia para controlar férreamente las mentes de la mayoría
de la población irlandesa y su vida familiar. Así, mientras a las jóvenes de
la burguesía que tuvieron un embarazo no deseado las mandaban a Inglaterra para
abortar, las hijas de las familias desamparadas y en la misma situación
tuvieron que sufrir el ostracismo, la adopción forzada de sus criaturas, el
castigo, el confinamiento en las «Magdalenas» instituciones regidas por
monjas o el destierro. Quien supervisaba aquella página obscena de la
reciente historia social de Irlanda era el religioso McQuaid. Aun así, su
defunción estuvo marcada por los elogios aduladores de la prensa. Hubo, sin
embargo, una persona pública, el veterano socialista Noel Brown, que llevó la
contraria y dio voz a los sin voz. Siendo ministro de Salud en los años 50, el
doctor Brown intentó introducir un mínimo de cobertura social para las madres
en situación más desfavorecida, un plan público que fue torpedeado por el
citado prelado cristiano, quien avisó que «el cuidado de la familia no incumbe
al Estado, sino que es obra de Cristo». Armado con este aval ideológico, la
clase media, que detestaba el plan social, logró hundir la propuesta y hacer
dimitir a Noel Brown. Sin embargo, la misma noche que murió el arzobispo,
mientras todas las cadenas televisivas y de radio alababan a McQuaid, Noel Brown
dijo públicamente la verdad y sin piedad: «Fue un tirano, un mafioso, un misógino,
un cobarde, un sectario religioso y un enemigo de los pobres».
La monarquía inglesa está
llena de racistas y parásitos del dinero público, y se ha convertido en una
industria de asesores financieros y consejeros de relaciones públicas. Su función
es implantar una cultura del servilismo entre nosotros y tenernos embaucados con
titulares de prensa como «¿Es el príncipe Carlos bisexual?», al que se debe
contestar con una contundente, «¿Qué nos importa?». Más recientemente, en
la transmisión en directo por parte de la BBC de la cena oficial para Bush en
el palacio de Buckingham, quedó patente el dinero público despilfarrado para
mimar a la realeza y a sus pegotes civiles. La ridiculez del circo se materializó
en el momento en que, en la mesa y antes del comienzo de la cena, Bush se puso
en pie y brindó con la reina Elizabeth y después giró al otro lado para hacer
lo mismo con la princesa Anne. Pero la hija de la reina no estaba de pie, sino
amodorrada en su sillón y vaciando su copa de cava con avidez. ¡Ooops! La BBC
no ha vuelto a emitir esos dos maravillosos segundos del festín.
En los funerales reales,
la prensa juega un papel clave en ese lavado de cerebro para que otorguemos un
respeto deferencial hacia individuos hechos famosos por la propia prensa,
alternando minutos de silencio con avalanchas de adulación rastrera. Fue el
caso de la Reina Madre Isabel de Inglaterra, quien falleció hace poco a los 98
años. Lo que no revelaban los medios británicos era que la aristócrata jamás
mostró ninguna capacidad para nada. La verdad es que no tener muchas luces no
la hacía diferente del resto de su familia o de las familias reales europeas,
dada la predilección que sienten por aparearse entre sí, una consanguinidad
que consecuentemente ha acarreado un recorte en su parque genético, con el
resultado de cuadros nocivos de salud, tanto físicos como mentales. Sin
habilidades o cualidades, la única gracia que tienen es precisamente eso: ser
pariente de su pariente
Y la muerte de Diana
Spencer otorgaba una oportunidad más para la prensa, que llevaba tiempo
haciendo hincapié en los avatares sociales, personales y matrimoniales de la
princesa para hacer que «su pueblo» los compartiese y sintiese que no era
realmente distinto a ella; eso sí, obviando el dato importante de que Diana
nunca tuvo problemas económicos. Felizmente en este caso también, hubo una
oveja negra, un periodista honrado que se despegó del pensamiento único. Ewan
Ferguson, del dominical británico "The Observer", discrepó con el
vocerío mediático y se atrevió a decir que «algunos de nosotros no hemos
llorado» (en el funeral) y condenó la «coacción mediática de que no se
permitiera ninguna expresión que no cumpliera con las expectativas de los
medios de comunicación de presentar a un pueblo acongojado». Casi lo linchan.
Luego, cuando la hermana
Margaret de la reina inglesa se murió, los sentimientos patrioteros creados en
torno a los monarcas hicieron que en un estadio futbolístico inglés se
observara otro de esos minutos de silencio. Dos socios padre e hijo fueron
expulsados del recinto por no observar aunque fuera con buenas modales el
acto, y sus tarjetas de socio del club fueron anuladas.
También hace casi 30 años
algunos en el Estado español ofrecieron un minuto de silencio con motivo de la
muerte del dictador Franco. En tierras vascas y catalanas, dicen, se quedaron
sin existencias de cava. Tengo serias dudas de que no se celebrase en otras
partes del Estado donde todavía quedaba algo de dignidad republicana y donde
gentes honradas y de conciencia obrera habían estado esperando una noticia
grata procedente del lecho del viejo fascista. No eran los únicos. Pero
volvamos a mi pueblo: su fábrica emblemática, de mucha tradición y
reconocimiento internacional, es Waterford Glass (cristal). Igual de impacientes
que sus homólogos en España, los trabajadores decidieron enviar un telegrama
al dictador fascista (vía la Embajada española en Dublín) con el siguiente
escueto mensaje, «Die you bastard, die». («Muérete, cabrón, muere de una
vez»). -
.