El
Fascismo en el Museo de Cera
Malali Labrac
La princesa periodista y el Borbón menor ya tienen sus estatuas de cera en el
Museo de Cera de Madrid. La parejita de moda ya puede deleitar a los visitantes
de dicho museo con el cuento de hadas del amor imposible entre la periodista
pija y el heredero de la Monarquía Neofranquista. Posando sus estatuas como
ellos lo hicieron en el palacio del Pardo donde dieron inicio al proceso de
jubilación del comandante supremo de las fuerzas armadas y padre del
muchacho. Las efigies de los futuros reyes de esta fanfarria constitucional que
soportamos estoicamente acompañarán a las efigies de Franco, Aznar, Alcalá
Zamora, los cuatro presidentes de la Primera República, todos los monarcas
desde los Reyes Católicos, Pau Gasol, Miguel
Indurain, los payasos de la tele, Frankestein y los protagonistas del crimen del
"Expreso de Andalucía", ente otros.
Visité este museo, si se le puede llamar así, a principio de septiembre de
2003, cuando pasé diez días en la capital del país de los borbones. Al entrar
en las primeras salas me pareció extraño que faltara entre todos los padres de
la patria constitucional la figura de cera de Santiago Carrillo, el destructor
del PCE, cómo lo llamó en su día el general comunista Enrique Líster, pues
es un ídolo para los bravos constitucionalistas y es un símbolo para los mass-media
(para los comunistas de verdad es un traidor y un vendido). Me extraño mucho
también que faltara Felipito Gonzaléz, el gran estadista mundial que nos metió
en la OTAN y de paso creó una banda terrorista que para luchar contra ETA
secuestró y asesinó a ciudadanos
españoles y franceses, y ya me mosqueé cuando observé abatido la estatua sin
cabeza de Don Manuel Azaña, el presidente de la Segunda República Española,
junto a un Caudillo sentado y sonriente. La cabeza del desdichado autor de
"El jardín de los frailes" y "La velada en Benicarló"
estaba en proceso de restauración informaba un escueto DIN A4 grapado al pecho
del pobre Azaña. Los presidentes de la Primera República, por lo menos,
estaban completos, con sus largas levitas y sus espesos bigotes decimonónicos,
aunque me entraron unas ganas tremendas de decapitar al último de los
presidentes, el
catedrático y gran orador Emilio Castelar, por haber propiciado la entrada del
general Pavía en las Cortes de la Carrera de San Jerónimo, ciento diez años
antes de que lo hiciera aquel guardia civil bigotudo que comparte apellido con
el ganador del Goya 2004 al mejor actor revelación por "Días de Fútbol".
Antes de irme me hice una cariñosa foto con el Generalísimo
ferrolano, colocándole tras la calva una hermosa cornamenta digital, en
homenaje a todos los republicanos asesinados por el régimen fascista qué
encabezó y dirigió durante 40 años. Hubiera quedado mejor derribar la cruz de
los caídos con dinamita, pero uno no es un sansón explosivo, y por lo menos
pudimos ofender la memoria de aquel militarote inculto que jodió
tantas vidas, que se cargo un país entero y lo convirtió en un enorme
cementerio.
En las demás salas habitaban deportistas de éxito internacional, actores,
payasos, monstruos de diverso pelaje, asesinos de fama nacional y líderes
mundiales. Ente los líderes internacionales vislumbré a Benito, a Adolfo, a
Josif, a Mao, a Ricardito el tramposo justo por detrás del emperador Jorgito
Matojos, nuestro entrañable George Bush, que estaba acompañado de un extraño
Jacques Chirac. Aparte de que el Chirac de cera se parecía más a un vecino de
mi escalera que al presidente de la República Francesa en carne y hueso, noté
la ausencia del Líder Supremo de las Españas, que no acompañaba a su
amado George como si lo hizo en las islas Azores, en el rancho donde aprendió a
hablar texano o en el despacho oval de la Casa Blanca, donde han pasado tantas
buenas tardes. Junto a Bush se encontraba también el ex presidente de Irak,
Sadam Hussein, aunque estaba bien afeitado, llevaba un buen traje y un buen
sombrero de fieltro y empuñaba un fusil con aire de
melancolía. Sadam era uno de los muñecos de cera que estaba mejor hecho pues
se parecía bastante al original, y además caía simpático porque daba la
sensación de que iba a recargar su fusil en aquel momento y le iba a
volar
la cabeza al señor emperador del imperio hiperplanetario e hiperasesino, cosa
de agradecer siempre y más en estos tiempos que corren. En estos días a lo
mejor al Sadam del Museo de Cera le han crecido las barbas y se viste con
harapos, pero seguro que a Bush, el descerebrado genocida de Texas, se le nota
en la cara el miedo que tiene a perder las elecciones frente al senador por
Massachussets John Kerry. Creo recordar que también andaba por allí el
Comandante Fidel Castro, presidente de Cuba, fumándose un buen habano y
desmintiendo los rumores de la mafia cubano-americana de Miami, que grita a los
cuatro vientos que a Fidel le quedan dos telediarios y que al día siguiente de
su muerte se derrumbaran el Socialismo y la Revolución, y serán proclamados el
capitalismo neoliberal y la democracia partitrocrática en la
bella isla del mar Caribe.
Por lo menos pudimos saludar a Pablo Picasso y a Rafael Alberti, dos buenos
camaradas que reposaban allí rodeados de tantos enemigos. Fue una de las pocas
satisfacciones que me provocó aquel museo tan casposo. Pero lo peor
vendría después.
Tras montarnos en un trenecito que te teletransportaba por los mundos de la
Guerra de las Galaxias, Alien el octavo pasajero y demás monstruos del espacio,
subimos a la parte superior del museo a ver una superproducción museística
sobre la historia de España. Eso sí sobre la historia de la España Una,
Grande y Libre. Antes de que empezara la proyección de la
película, una estatua animada del emperador Carlos V nos dirigió algunas
palabras con voz cavernosa a los espectadores de tamaño espectáculo. Después
pasaron la película que resultó ser una enorme loa a la España
Imperial, civilizadora de los pueblos americanos y víctima sempiterna de la pérfida
Albión, a la España de Isabel y Fernando, la España del Fascismo, la España
negra y horrenda. que resucita cada día José María Aznar. El vídeo que vimos
resaltaba exageradamente la conflictividad social de la Segunda República y
pasaba de largo por las cuatro décadas ominosas de la tiranía fascista para
desembocar en la Santísima Constitución del 78, atribuyéndole la falacia tan
extendida de que debido a ella se produjo la reconciliación histórica de las
dos españas, cuando la actual Carta Magna significa claramente la segunda
victoria de la España azul y reaccionaria sobre la España roja y
revolucionaria. Salí de allí asqueado, jurando en arameo que no volvería
nunca más a pisar aquel mohoso establecimiento, que seguro estará gestionado
por algún patriota españolista con carné del PP, un antiguo miembro del
extinto Movimiento Nacional o un ex falangista revolucionario como Aznar. Me
gustaría mucho enterarme quién es el dueño del Museo de Cera y Caspa Nacional
y si alguién pudiera realizar una investigación para averiguarlo, yo se lo
agradecería efusivamente pero, eso sí, no le pagaría ni un duro, porque en
estos momentos no dispongo de liquidez. Es decir que no tengo ni un duro. El
museo de las narices también colaboró para vaciarme los
bolsillos en demasía, porque además de apestar a facha de lejos es caro como
él solo.
Al abandonar las instalaciones museísticas me encontré de lleno con la visión
surrealista del banderazo de la plaza de Colón. Metros y metros de tela
rojigualda, expresión y símbolo de la nueva España, que es la España
bastarda y terrible de siempre, solo que aderezada del servilismo aznariano al
Imperio USA. La España de Felipe de Borbón y de Leticia Ortiz, que ya
tienen reservado un lugar en ese museo de los horrores, cercano también por
cierto a la sede del PP en la calle Génova. Esa bandera, sumada al trauma
psicológico que me había provocado lo de la Cera y la Caspa, me hizo sentirme
algo triste aquella mañana de septiembre de 2003 en la capital del Estado Español.
Mientras me subía a un autobús público, pensé, que, desgraciadamente, en
España había vuelto a amanecer y muchos aún no nos
habíamos enterado.