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No consiento que se hable mal de Franco en mi

 presencia. Juan  Carlos «El Rey»   


 

Sin tumba y sin palabra

Gabriel Santullano

La Nueva España 24 de Octubre de 2006

    En 1936, el coronel Aranda fue considerado un héroe por rebelarse contra la legalidad republicana. El mismo año, el también coronel José Franco, director de la Fábrica de Trubia, no lo hizo. Sería fusilado por ello en 1937. Han pasado ya setenta años y todo sigue igual. Aranda, que traicionó su juramento, sigue siendo un héroe; Franco, que no secundó el alzamiento, aún arrastra el sambenito de rebelde. Fue esta justicia al revés la que, según Serrano Suñer, se llevó por delante a miles de españoles leales a la República. Gracias a esta distorsión, los sublevados completaron su botín con pensiones, medallas, estancos, enchufes, calles, etcétera; la Iglesia pudo santificar a sus mártires, y los traidores, año tras año, publicaron esquelas, repartieron coronas, desplegaron sus banderas. Si alguien levantaba la voz para decirles que eso era remover el pasado, rememorar rencores, «extendían sus manos engañosas para teñir el cielo de un sangriento color». Mientras tanto, quienes defendieron la ley, condenados por tribunales ilegítimos, siguieron sin tumba, sin palabra, sin sosiego: asesinados suavemente durante treinta y nueve años. Enviados a zonas confusas, a solares sombríos, donde quiera que habite el olvido, su expulsión de la historia aún se prolongó con el pacto de silencio que los herederos de Franco impusieron a una izquierda débil y anhelante. En Francia, en Italia, en Alemania, en Grecia, en Yugoslavia, quienes se resistieron al nazi-fascismo fueron aclamados como héroes, sus frentes coronadas con laureles. Aquí, el consenso asfixiante de la transición nada quiso saber de cien mil republicanos asesinados durante la guerra, cincuenta mil ejecutados en los años cuarenta y un sinnúmero de desaparecidos, de suicidas, de purgados, de muertos en las cárceles o de hambre por la política cruel del dictador. Fue un resultado consecuente con la instrucción número 1 de los golpistas, que ordenaba que el levantamiento habría de ser «en extremo violento». Las cifras estremecen, pero su relevancia se acrecienta si las miramos a la luz de lo que ocurrió en otros lugares en los que dominó el nazi-fascismo, pero triunfó la democracia. En Francia, por ejemplo, tras la II Guerra Mundial, el número de colaboracionistas ejecutados fue de setecientos u ochocientos. En Italia, en 1947, dos años después de concluida la guerra, sólo había dos mil presos fascistas en las cárceles. Hoy, todos los historiadores coinciden en que si Franco se mantuvo en el poder fue gracias a una represión terrible, física e intelectual. La paz, la piedad y el perdón no tuvieron ninguna oportunidad.

El pavor que transmiten las cifras no debe de llevar a la idealización de los republicanos. No obstante, para cualquier demócrata resulta imprescindible que las víctimas del franquismo reciban no sólo reconocimiento, sino también una reparación moral inmediata por tantas injusticias como tuvieron que soportar. No se trata de condenar a nadie. La revisión del pasado para convertirlo en instrumento político que se lanza a la cara del adversario indica una notable falta de honradez intelectual: memoria no es igual a venganza. Tampoco puede existir la pretensión de ganar una guerra perdida. Por lo demás, las palabras certeras de Unamuno: «Venceréis, pero no convenceréis», liberan a los vencidos de cualquier deseo de revancha. La realidad es que el establecimiento de un régimen democrático dio sentido a sus sufrimientos. Así que, lo único que persigue ese movimiento de opinión, no sé si bien o mal llamado de recuperación de la memoria, es restablecer la dignidad pública de los vencidos y explicar desde el Parlamento que quienes fueron denigrados, humillados y proscritos lo fueron por defender las instituciones democráticas frente a la más cobarde de las rebeliones: la de quienes gozaban del monopolio de la fuerza. Hasta que esto no ocurra habrá un muro entre españoles. Porque como advirtió Paul Preston: «El olvido no significa reconciliación». ¿Es posible que nuestra democracia sea tan débil que se muestre incapaz de honrar tanta virtud y tanto sacrificio? ¿Podrá haber alguien que se oponga a este humilde estipendio? Pues sí. Hay un sector de la opinión que se niega rotundamente a aceptar esta posibilidad. En nuestra propia comunidad, ex periodistas del movimiento, curas trabucaires, comentaristas que desearían ser obispos para hacer no sé qué cosas, el columnista ese que repite cada día con hinchazón e hipérbole lo que dice la emisora del amor al prójimo, el llanero solitario y un filósofo huracán y zancajoso laboran sin descanso para que las cosas continúen como siempre. Es decir, que sólo la Hermandad de Defensores pueda recordar a sus muertos. Para lograr su propósito, desentierran la versión nacional-católica del pasado que mamaron en pechos generosos, la acicalan un poco y la inyectan en los medios de comunicación con un formato de novelón por entregas que unas veces coquetea con «Los crímenes del Museo de Cera» y otras con «El año cristiano». Son los mercaderes del engaño que «levantan en la plaza los tenderetes y sus palabras, pues son hábiles en el comercio de la irrealidad» (Valente). Cada vez que la izquierda habla del pasado bufan y acribillan los periódicos con su visión bovina de la historia y su vacuo chismorreo antirrepublicano. Como están acostumbrados a hacer lo que les da la gana, manipulan datos, aíslan hechos, deforman cuanto quieren, exageran hasta la caricatura o, simplemente, mienten. En resumen, ensamblan cuatro harapos con el único objeto de justificar el golpe de Estado y culpar a las víctimas del franquismo de ser las responsables de la guerra civil y de la supresión de las libertades. Reducen a una lucha entre la bestia y el ángel lo que fue un conflicto complejo y cuyo origen se remonta al siglo XIX, cuando la sociedad comenzó la revuelta contra la teocracia y las viejas jerarquías. Es un discurso elaborado para ocultar que fue el levantamiento militar el que provocó la guerra civil de la que surgió un régimen que vulneró todos los derechos humanos durante treinta y nueve años. Hoy los historiadores saben que todo eso del peligro comunista era sólo un cuento chino. Como sintetizó Julián Casanova, en la guerra civil confluyeron «batallas universales entre propietarios y trabajadores, Iglesia y Estado, entre oscurantismo y modernización» y todo ello en un marco internacional difícil. Nunca España fue menos diferente y estuvo más imbricada en los problemas del hombre contemporáneo que en estos años de hierro, fuego y acoso a la libertad.

Por eso, junto a la reparación jurídica del honor de quienes fueron leales al Gobierno legítimo, es el tiempo de limpiar el lodo que han arrojado sobre los hechos quienes, además de tener el poder de la mentira, se consideraron amos y señores de la historia. Tan amos y señores que, hasta 1964, si alguien con espíritu curioso se zambullía en el océano de la guerra civil, para hacer públicos sus hallazgos necesitaba «la previa autorización del Ministerio del Ejército» (BOE del 24-25/9/1941), además de la de la autoridad civil, que, como es sabido, aplastó la libre discusión hasta en el fútbol. La falta de libertad y la imposición de la historia por decreto desde el púlpito, la cátedra y los medios de comunicación llenaron de patrañas la cabeza de los españoles. Sin duda, el celo con que el franquismo protegió su particular narración de la historia demuestra que para legitimarse tuvo que suprimir a todos los que discrepaban. Ese horror a la verdad ya los retrata y a los que entonces callaron, más aún. Maniatados los historiadores nacionales, las obras de Payne, Thomas, Jackson, Brenan, que escribían con libertad, sólo pudieron leerse de hurtadillas. Fue una cruel mutilación cuyos efectos aún perduran, incluso en cabezas respetables del claustro, la política y las letras. Pero las nuevas generaciones tienen derecho a una explicación completa del pasado, no sólo la transmitida por quienes fueron socializados por el franquismo, que aún dominan los medios, el púlpito y la escuela. La reconciliación sólo puede sustentarse en la verdad y ésta en las diversas experiencias de uno y otro signo y, sobre todo, en la defensa de los valores democráticos que, con todos sus defectos, muchos de ellos producto de la política de acoso y derribo llevada a cabo por la Iglesia y sus aliados derechistas, sólo es posible encontrarlos en el pasado republicano. Sólo así podremos pasar página.

 

 

 

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