Los
silencios del franquismo
Carlos
Castlla del Pino
La
Vanguardia 13
de Noviembre de 2005
El
silencio se prolongó tras la muerte del dictador: hablar no sólo era
doloroso, a muchos les parecía inútil. En el silencio del vencedor está
el temor a su memoria, y a la memoria que puedan guardar de él los demás.
Durante
siete años recorrí pensiones de Madrid con un compañero de curso de la
Facultad de Medicina de Madrid. Nos considerábamos íntimos. Después de
muchos años, indirectamente supe que era hijo de uno de los fusilados por
los falangistas en el monasterio de San Marcos en León... Muerto Franco,
grabé una entrevista a Concha Castillo (que publiqué en el primer volumen
de mi autobiografía, Pretérito imperfecto), testigo de la matanza que
moros y falangistas llevaron a cabo en San Roque en 1936: el miedo a hablar
la paralizaba; los hijos la incitaban a seguir hablando, advirtiéndole que
hacia dos años que había muerto Franco, que estábamos ya en democracia,
etc. El silencio de los vencidos se prolongó hasta después de la muerte
del dictador. No había necesidad de decirles que callaran: lo estaban desde
hacía más de cuarenta años. Tenía, pues, su lógica (una lógica
personal) que permanecieran en silencio. Pero hubo muchos a los que hablar,
además de doloroso, les parecía inútil, porque ¿era posible hacerles
comprender a los demás lo que realmente sintieron? Tengo la convicción
interna de que el suicidio de Primo Levi fue motivado (lo infiero de sus
textos) por la imposibilidad de hallar palabras para la descripción del
universo que le fue dado vivir.
Fueron
tantos los años de la dictadura franquista que muchos de los silenciados
han desaparecido sin que hayan tenido ocasión de decir. Pero no se puede
decir por ellos. No es posible hablar por otro de lo que, por las razones
que fuera, calló. Que cada cual diga lo suyo. La memoria es personal; no
hay otra. Y lo perdido, perdido está.
Como
metáfora (impropia, por lo demás) se dice que la historia es la memoria
colectiva. No lo es; por eso no sustituye a la memoria en sentido estricto
que, convertida en discurso oral o escrito, se denomina testimonio. Mientras
el testimonio lo es de la vida de uno, y por lo tanto drama, la historia es
crónica, necesariamente despersonalizada, de una sociedad y en una época
determinada. El testimonio, pues, no suple a la historia. Y sin embargo, ésta
precisa y se nutre de testimonios. Estas líneas mías son, pues, una
invitación no a recordar -seguro que nada de cuanto habría que decir ha
sido olvidado- sino a testimoniar. El testimonio es una manera de seguir
viviendo. Uno no muere del todo mientras reside en el recuerdo de los demás.
Sólo cuando estos han desaparecido y nadie nos recuerda, nos hemos muerto
definitivamente. Dar testimonio como respuesta a aquel silencio forzoso es
un requerimiento que en todo caso nace de uno mismo para sobrevivir en sus
palabras; y es también una obligación moral, la de hacer saber a los demás
lo que es el miedo, el dolor, el sufrimiento personal, que así pueden
transferir a los que se fueron sin contarlo.
He
tenido el privilegio de oír lo que algunos contaban de aquellos años, los
veinte primeros de franquismo, cuando una mínima ruptura del silencio (una
imprudencia) entrañaba el máximo riesgo.Y he visto, y no me tenía que ser
contado, el miedo a que se oyera la más leve crítica del régimen, o que
se supiera de una amistad peligrosa, incluso a que, no ya no con palabras,
sino por una forma de mirar se sospechase "desafección al régimen"
(ésta era la temida calificación). No sólo no se podía decir; había
también que disimular cuando se oía.
Porque,
¿qué hacer si alguien criticaba al régimen? ¿Asentir? Era un riesgo
temerario y gratuito. ¿Callar? Podía ser una manera oculta de asentir. Se
podrá aducir, en contra del paisaje de terror que describo, que jamás hubo
suficiente policía para conseguir el silencio generalizado de los vencidos.
No era necesaria, porque en funciones lo fue buena parte de la sociedad
civil, que podía obligar a callar, o marcaba haciendo saber dónde parece
que éste está, y dejarlo así en el punto de mira. Es cierto que pasados
los primeros veinticinco años el riesgo inmediato disminuyó, pero (los
mayores se encargaban de advertirlo) "¿y si la situación volviera a
ser la de antes?". España en silencio...
Toda
dictadura hace silencios, distintos silencios. Desde luego el de los
vencidos, al que me acabo de referir. Pero también el de los vencedores, de
otra índole, pero inquietante y desde luego perturbador. Si son pocos los
testimonios de vencidos, los de los vencedores, en tanto que tales, no
existen. (Los recuerdos de éstos se refieren a la época en la que eran
también vencidos: refugios en embajadas, ocultaciones, etc.). Pero ¿qué
nos dicen de ellos como vencedores? Nada. El libro de Ronald Fraser (Recuérdalo
tu, Recuérdalo a otros) es una prueba del contraste, ya en las postrimerías
del franquismo, entre el discurso dramático del vencido y el mutismo del
vencedor. Si el discurso de los vencidos es el del perseguido o encarcelado,
o el del hijo o la esposa del ejecutado, ¿cuál es el de los que, como
vencedores, persiguieron, encarcelaron o ejecutaron? Después de terminada
la Guerra Civil, los franquistas podían seguir gritando "Franco,
Franco, Franco" en los actos del régimen (el último, en la plaza de
Oriente, unas semanas antes de la muerte del dictador). Pero con cualquiera
de ellos, a solas, apenas logré hacerles hablar de qué hicieron en la
retaguardia durante aquellos años de la Guerra Civil. ¿Por qué no hablar
si podían hacerlo? ¿Qué tenían que callar? Tenían que guardar silencio.
Ojalá hubieran podido borrar o cuando menos olvidar su pasado. Serrano Súñer
lo intentó, inventándoselo; Ridruejo también, pero calló dolorosamente
lo que pudo; Laín nos invitó a aceptar que él ignoró.Son sólo ejemplos
que podría multiplicar. El franquismo, que no acabó con la memoria, hizo
callar, desde luego, a los vencidos. Pero, aunque parezca paradójico,
provocó, poco después de su victoria, el silencio (de otro carácter,
claro está) de los vencedores. A ese silencio le llamo mutismo. (Un ejemplo
de ello, sobre otro lado del problema, fue La Muralla,de Joaquín Calvo
Sotelo, de 1954. Pero es interesante saber acerca de la repercusión social
que por entonces tuvo). En Casa delOlivo he descrito con alguna amplitud
este tipo de silencio que viví en la intimidad de la consulta en muy
contadas ocasiones. ¿Por qué el mutismo? La calma en la retaguardia
franquista fue absoluta. Tras las bandas de ejecutores estaban las de los
que ordenaban ejecutar; más atrás, las de los que señalaban a los que
deberían ser ejecutados; a espalda de ambos, los que asentían sobre las
ejecuciones. En esta pirámide social invertida se asentó la paz que el
franquismo otorgó a todos los españoles. Porque una actividad tan frenética
como la que acabo de describir no es obra de unos pocos, ni siquiera de las
autoridades de entonces: es tarea de muchos. El franquismo tuvo, además,
buen cuidado en complicar (aunque algunos no lo necesitaran) a cuantos más
mejor en esa tarea de pacificación, de la que algunos comenzaron a
distanciarse. De esta forma quedaron moralmente tullidos muchos miles de
personas, y aún hoy los supervivientes lo están, pero en secreto (hace
poco me enteré de las actividades de una persona que durante años he
tenido cerca de mí). Pasados los años en los que se hizo lo que había que
hacer, sin reproche social ostensible, incluso más bien como mérito,
emergió un malestar interior ante el que no cabía otra defensa que el
mutismo y el deseo de que lo supieran los menos posibles, de olvidar todo
ante la repugnancia del recuerdo. Un silencio activo, un "aquello ya
pasó y mejor no hablar"; o esa forma de defensa que es la disolución
de la culpa en el grupo ("todos hicimos lo mismo"); o la de la
obediencia debida ("hicimos lo que nos mandaban"). Porque los
vencedores, pasados los años en los que se podía decir en voz alta que lo
que se había hecho tenía que hacerse,y utilizaron su victoria como prueba
de que la razón estaba de su lado, iniciaron su íntima reconsideración.
No todos hicieron, ni todos hicieron lo mismo. También en esa dramática
tarea hubo una división social del trabajo. La tarea de los vencedores
hasta lograr el silencio absoluto y prolongado de los vencidos fue de tal
magnitud que resulta ridículo pensar que fuera labor de unos cuantos... Si
hablo de ello ahora no es con ánimo de un tardío ajuste de cuentas, sino
para señalar la imposibilidad de completar, en la conjunción
vencedor/vencido, la del vencedor, hasta ahora poco conocida, saber qué fue
lo que este último hizo, sintió y pensó como para que, años después, no
quiera o no pueda reconocerse en ese sector de su pasado. Si el vencido temía
al de fuera, el vencedor ha temido siempre al de dentro,a su memoria, y a la
memoria que de ellos puedan guardar los demás.