Rescatar
del olvido
Iñaki Egaña
izaronews.org
En este último
año, por razones diversas, he tenido la suerte de participar en un equipo de
historiadores y arqueólogos que investigan y recuperan los restos de ciudadanos
vascos y españoles fusilados y enterrados en cunetas y veredas hace más de 65
años.
Los verdugos de esas víctimas sin nombre gobernaron durante el franquismo y a
sus descendientes aún les sentimos, con temor, su respiración. Seguimos sin
darles la espalda. La tarea de exhumación es lenta, ardua y complicada, aunque
siempre justificada.
Los fracasos, que los hay, quedan cicatrizados cuando rescatamos del olvido a un
miliciano o a un gudari. A un párroco que fue ejecutado por confiar en quienes
no debía, a una mujer que, desgarrada por la marcha de sus hijos al frente,
gritaba su desesperación y fue castigada por ello. A un joven lleno de
ilusiones al que cercenaron no sólo sus alas sino también los latidos de su
corazón.
Traer al presente aunque sea por unos minutos la memoria de aquellos anónimos
compañeros, devolver a sus descendientes los restos y los símbolos que han
reposado bajo tierra maldita durante tanto tiempo, merece la pena. No espero más.
Durante este tiempo, he recibido llamadas de descendientes de vascos dispersos
por América.
Desde México, desde Argentina, desde EEUU... Buscan restos de los suyos, señales
de que una vez existieron. Lo hacen con una vehemencia que me parte el alma.
¡Cómo no ayudarles! ¿Cuántas noches, desde Buenos Aires, habrá llorado de
impotencia ese hijo al que robaron a su padre para fusilarlo contra una tapia en
Hernani? ¿O cuántas veces, desde California, habrá suspirado esa mujer, ya
anciana, a la que hurtaron la sonrisa de su hermano, secuestrado y arrojado a
una sima aún sin localizar? Son los nuestros los que nos faltan, que aún
deambulan por los bosques colmados por la niebla. Los nuestros, de verdad.
Aunque también hay otros de los nuestros cuya memoria abrasa. Aquellos que
hicieron el viaje contrario y llegaron a nuestra tierra para quedar en ella.
Para siempre.
Hace unos meses encontré a uno de ellos. Fue detenido en septiembre de 1936.
Entre los montes que separan a Gipuzkoa de Navarra. El paraje excepcional.
Bosques de hayas, cromlechs silenciosos, piedras ocultas por el musgo y caballos
trotando por las laderas de los collados verdes. Fue detenido por esos a quienes
seguimos sin dar la espalda. Le encerraron en un caserío a cuyos moradores
también habían intimidado. El miliciano compartió sus últimas horas con los
niños de ese caserío que sólo hablaban en euskara. Luego fusilado y enterrado
a cien metros de aquella cocina en la que se cruzaron aquellas miradas y para
que esos niños convivieran con esa pesadilla el resto de sus días. Acabamos de
recuperar sus restos. En ese rincón casi sublime. Y sabemos que el joven al que
cortaron sus ilusiones era de origen francés, de Burdeos, que tenía una hija
de corta edad a la que no vería jamás. Llegó a Euskal Herria y se quedó en
nuestra tierra hasta la eternidad. Hemos recuperado sus restos, hemos eliminado
unas pocas letras al grueso libro del anonimato. Pero su memoria todavía
abrasa.